Cuento | Félix Bruzzone

La casa de Dios o la última película sobre Diego Armando Maradona

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Félix Bruzzone

Félix Bruzzone (Buenos Aires, 1976) publicó el libro de cuentos 76 (2008) y las novelas Los topos (2008), Barrefondo (2010) y Campo de Mayo (2019). En 2010 recibió el premio Anna Seghers, en Berlín.

Pablo Blasberg

Maradona ya murió hace unos años. Es Navidad y a la mansión donde están Dalma y Gianina festejando llega un pibe con un pan dulce bajo el brazo. El pibe se llama Diego y es hijo de Maradona y viene a reclamar su herencia. Tiene miedo de que le metan un voleo en el orto pero aún así, envalentonado (su madre, antes de morir, le dijo «andá a reclamar lo que es tuyo», como en Pedro Páramo), él va.
Llega; los gigantes de seguridad lo miran raro pero cuando el pibe dice quién es lo hacen pasar sin problema y lo dejan esperando en el hall. Es un hall grande, lleno de columnas y cúpulas que lo hacen parecerse a la nave de una iglesia y que anticipa lo inmensa que debe ser la casa. En las cúpulas, siete pinturas representan hazañas de Maradona; y en las paredes laterales, dos vitrales iluminados desde afuera por luces programadas parecen hacer flamear sobre los vidriecitos los colores de la bandera argentina y los de la bandera de Boca, una de cada lado.
Al rato aparece un mayordomo y conduce al pibe hasta donde están Dalma y Gianina. Ellas lo reciben muy contentas, casi podría decirse que felices. «¡Viniste, Diego!, ¡viniste, hermanito!», dicen dando saltitos en el lugar y tan sonrientes que parecen promotoras. Lo abrazan, lo besan, le agradecen el haberse acercado, le dicen que lo estaban esperando con mucho amor y rápidamente lo integran a la fiesta.
Diego no lo puede creer. Sus hermanas se pierden entre la gente y él queda un poco a merced de unos y otros, todos tan amables y famosos como ellas, que lo hacen girar y girar por toda la casa. Conoce así el salón de los músicos, el de los gritos, el de los suspiros, el de las carcajadas; conoce los tres salones de baño multitudinarios, el salón de recreación multimedia, el de los animales feroces domesticados, el de las piedras preciosas, el de los animales con incrustaciones de piedras preciosas. Conoce el salón de niños corredores, el de niños quietos, el salón oscuro y el salón de la luz (que está tan iluminado que pasear por él es como andar dentro de un órgano –un pulmón, el estómago, un riñón– del sol). También recorre los jardines, llenos de estatuas que parecen de humo, trincheras de madreselvas y un laberinto con paredes de ligustrina prolijamente podada a cuarenta centímetros de altura por el que se puede caminar siguiendo los senderos o saltando de un pasillo a otro, de una galería a otra, sin ninguna inquietud ni miedo a perderse. En el centro de ese laberinto, dos jóvenes andróginos bailan al ritmo de una canción que cantan ellos mismos mientras el minotauro, mudo, pero muy histriónico, regala preservativos. Para cuando Diego, después de haber decidido acostarse con uno de los andróginos, le pide algunos preservativos al minotauro, ya se siente parte de esa gran familia.
Perdemos de vista a Diego por un par de horas y lo reencontramos semidormido a la orilla de un lago. En la playa hay otros cuerpos que empiezan a levantarse y a mirar la hora: ya es tarde. Una mujer se acomoda el vestido, los zapatos, va hasta un pequeño muelle, se sube a la lancha plateada que estaba amarrada esperándola y se va zigzagueando veloz en medio de la noche. Dos chicos hacen lo mismo: se levantan y se suben a otra lancha, una mucho más grande que la de la mujer. Ellos, a diferencia de ella, se alejan despacio, como si todavía siguieran durmiendo sobre las olitas del lago.
Cuando Diego termina de despertarse, lo mismo: se acomoda un poco la ropa, mira el lago, la noche que ya se escurre entre los primeros rayos de sol, el muelle. Pero no tiene lancha. Y tampoco es que quisiera tener una, él querría quedarse, volver a la mansión y terminar de hacer lo que vino a hacer, o sea: reclamar lo suyo.
Ya es casi el amanecer y todos los salones que conoció llenos de gente están ahora bastante despoblados. Es como si el verano pululante se hubiera hecho otoño en un abrir y cerrar de ojos. Dalma y Gianina, que todavía andan por ahí despidiendo invitados, vuelven a acercarse a Diego. Están igual de exultantes que al comienzo. «¡Tenés que conocer esto!, ¡tenés que conocer esto!», le dicen mientras conducen a Diego hasta el sótano. Las escaleras, al principio anchas, como de palacio municipal, se van poniendo cada vez más angostas hasta convertirse en una diminuta escalera caracol por la que jamás podría pasar, por ejemplo, un oso (ni un gordo). Por fin, las chicas abren la puerta de un inmenso salón. Uno que muy probablemente ocupe, bajo tierra, toda la superficie de la mansión.
Diego entra de a poco. Es un lugar lleno de gente que no estaba en la fiesta y todos llevan un pan dulce bajo el brazo. Hay de todas las edades, niños muy pequeños que juegan a la pelota con sus panes dulces colgando de la cintura y hasta un bebé con su pan dulce arriba del cochecito.
«Son todos hijos de papá», aclara Dalma. «¿Todos?», pregunta Diego. «Todos», dice Gianina. A Diego se le van los ojos en un viejo. Un viejo que también es hijo de Maradona y al que Diego mira extrañado, confundido, temblando. El viejo se presenta: «Diego, mucho gusto». Diego sigue mirándolo como si ni siquiera él mismo fuera algo real en ese sótano. ¿Cuántos años tiene?, se pregunta. Diego-viejo le lee la mente a Diego-joven y le dice: «Sí, soy más viejo que El Diego». Y concluye: «El Diego era Dios». Dalma y Gianina sonríen satisfechas y saludan a Diego-joven. «Vos quedate acá», le recomiendan, «vas a estar bien». Después se van y la puerta del salón se cierra y ya nadie puede salir.
Mientras pasan los títulos de esta última película sobre Diego Armando Maradona, dirigida, una vez más, por Emir Kusturica (acá resumimos muchísimo toda la parte de la fiesta, y omitimos a todos los personajes secundarios, que desarrollan diferentes conflictos a lo largo de la noche y que podrían torcer el hilo del sentido a todo el relato), nos enteramos de cómo viven ahí adentro los hijos de Maradona. Todos se llaman Diego y gozan de total libertad para hacer lo que quieran. Total libertad. Libertad total y absoluta. A la hora de comer, que es una vez al día, alrededor de las 14:00 horas, cada uno recibe una ración a través de una puertita. En el último plano, Diego-joven mira su puertita como si del otro lado estuviera su madre diciéndole, todavía, las cosas que lo llevaron hasta ese lugar. Es una puerta realmente muy pequeña. Nadie podría pasar a través de ella, ni siquiera un perro chico.