De cerca | ENTREVISTA A DIANA BELLESSI

Misterio descomunal

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Osvaldo Aguirre - Fotos: Juan José García

Reconocida por la influencia de su obra en las nuevas generaciones, la poeta evoca las experiencias y las elecciones que forjaron su personal estilo. 

Corren los primeros días del año y Diana Bellessi está en su casa de Zavalla, vecina de aquella en la que nació y se crio, en el campo santafesino, hacia 1946. Su regreso al pueblo es un rito de cada verano, que alterna con la residencia en Buenos Aires y en el Delta, su laboratorio de escritura. Poeta de gran influencia en varias generaciones de escritores, reunió su obra bajo el título Tener lo que se tiene (2016) y a fines del año pasado reeditó El jardín, uno de sus libros más importantes.
La centralidad de Bellessi en la escena poética surge de su obra y del trabajo en la formación de poetas jóvenes. Con Eroica (1988) abrió el campo de la poesía argentina contemporánea hacia la diversidad sexual y antes, a mediados de los 70, cuando regresó al país después de un largo viaje por América Latina y de vivir varios años en Estados Unidos, fue precursora en el activismo por los derechos de las mujeres.
El año nuevo comenzó para Bellessi con la publicación de una antología de su obra en Inglaterra, Amar a una mujer, un premio por el mismo libro del Poetry Translation Centre y la invitación para viajar a ese país. «Es un libro con muchos poemas de Eroica. Creo que a los editores les gustan los raros del mundo. ¿Y mi rareza cuál es? Ser lesbiana», dice.
–Socialmente, ¿todavía resulta raro ser lesbiana?
–Para mí, no. Tengo una novia de mi edad, preciosa. Y me gustó la invitación porque no quiero nada por internet. Basta de Zoom, quiero lecturas presenciales. Es absurdo leer poesía por Zoom, ves a los compañeros a los que invitaron con vos y al que presenta y a nadie más. Es muy frío, nunca tenés contacto con nadie ni sabés qué pasó con lo que leíste. Los festivales virtuales no tienen ninguna gracia. Cuando estuve en el de Paraná, que se hizo presencial en diciembre, me acordé de lo lindo que era leer con gente. Y la otra gran alegría que recibí es la invitación del Centro Cultural Kirchner para inaugurar el festival ¡Poesía ya!. El CCK es un lugar al que quiero, hay chicos queridos que trabajan allí y va a leer mucha gente en el festival. ¡Por fin una lectura presencial en Buenos Aires, donde no leo desde que empezó la pandemia! Como cualquier poeta jovencito, estoy feliz cuando me invitan a leer frente a otra gente.
–Además están las relecturas de tu obra.
–Me dio mucha alegría que volviera a publicarse El jardín. Pero se reedita poco porque Adriana Hidalgo tiene derecho sobre mi obra reunida.
–La primera edición de El jardín siguió a Eroica, que en su momento no fue muy bien recibido por el público heterosexual.
–Cayó incómodo. Fui una de las primeras que salió del clóset. Pero a las chicas les gustó mucho ese libro, no sé si serían todas lesbianas (se ríe), pero les encantó y también salieron buenas notas de muchachos, por ejemplo de Daniel Freidemberg. No me fue mal con Eroica. Nunca tuve pesadez por esas cosas en mi vida, siempre salí con una sonrisa. Hace cinco años conocí a Lidia Fernández Budelli, que tiene un mes más que yo y escribe poemas hermosos. Lidia es una bella compañera de vejez, impactó mucho en mi vida y lo que impacta en mi vida impacta en la escritura. No sé dónde está la vejez, pero tengo 75 años, ya soy viejita.
–«De las cosas que me han pasado en esta vida son las inocentes las que recuerdo con hondura», decís en el poema «El día del perdón». ¿Cuáles serían esas cosas inocentes?
–Los tomatitos que tengo en la quinta. Los perros, los pajaritos que se escuchan a cada rato. Amigos a los que quiero mucho. La gente a la que uno ha amado, sobre todo. La intimidad es cruel, pero también es inocente.

–¿Cómo transcurre tu vida entre lugares tan distintos como Buenos Aires, el Tigre y Zavalla?
–Me encanta cambiar de casa. Las tres tienen jardines. Mi lugar central está en Buenos Aires, es donde paso más tiempo. El alma, el corazón, es mi ranchito en la isla, donde he escrito la mayoría de mis libros salvo el último, que lo escribí aquí en Zavalla. Y esta casa, la de Zavalla, me gusta mucho. Cuando tenía un año, seis meses, fuimos a vivir al campo con mis viejos. Y todavía puedo ver el campo desde la esquina de esta casa, las ruinas de lo que era la casita que habían construido los abuelos, que eran inquilinos. Todavía voy a visitar las ruinas de la casa paterna. La última vez me traje un ladrillo de recuerdo. Y después mis padres se construyeron con los planes peronistas, con el plan quinquenal, una casita a dos cuadras de esta en la que estoy. Siempre por el mismo lado de la vía, en el barrio Norte del pueblo, tuve mi hogar. Y haber conseguido una casa cerca de donde vive mi hermana, mi tía, cerca del campo donde pasé los primeros años, es como haber vuelto a la infancia.
–¿Cada casa influye de alguna forma en lo que escribís?
–Sí. En la isla escribo, acá no tanto. Por eso creo que la casa de la escritura es el ranchito de la isla. Algo pasa ahí, porque siempre escribo. En el último año y medio empecé un librito nuevo del cual salieron ocho, diez poemas y ahí se quedó. Fue después de un viaje por África, hice un link entre África y la isla y salió ese principio de un librito que voy a retomar. Estuve en Kenia, en Tanzania y en Etiopía. En la infancia quería ser monja para ir al África, pero descubrí que había maneras menos costosas. Terminé cumpliendo un sueño de infancia en la vejez. Y habiendo tantos elefantes, jaguares, leones y otros animales extraordinarios para observar me enamoré de los burritos en Etiopía. Porque son inocentes, volviendo al tema de antes. Los seres más hermosos de la Tierra están en Etiopía, los niños más hermosos y las mujeres más bellas. La isla se parece a África, están los pequeños animales en vez de los grandes, pero me hace acordar a la África de mi infancia, a personajes que alimentaron mi imaginación en aquella época, como Bomba, el niñito blanco que buscaba a su mamá en la selva. ¡Habiendo tantos niñitos negros y tan hermosos, Bomba tenía que ser blanco!
–Estás en contacto con lo que se hace en poesía, ¿cómo ves el panorama actual?
–Es muy buena la poesía que se escribe ahora. Te puedo nombrar algunos alumnos extraordinarios que tengo: Ohuanta Salazar, Lucía Gagliardini, que va a publicar en Ediciones en Danza y una viejita que me encantó, Lydia Helander, con un libro que se llama Gualicho. De los que leí en este tiempo lo que más me entusiasmó fue la última novela de Selva Almada, No es un río. Ahora empecé Los llanos, de Federico Falco.
–¿Qué buscan los poetas jóvenes que te consultan?
–Hay grandes diferencias entre lo que cada uno busca. Se ha venido la indiada de nuevo, eso me gusta. Leo muchos libros que me llegan de gente joven. La poesía argentina está en muy buen estado y tiene una gran diversidad. Los jóvenes me alimentan, me permitieron hacer cortes de libro a libro. Pero también algunos viejitos, como Lydia Helander. O los poetas que amo: Hugo Padeletti, Aldo Oliva.
–A propósito de la vejez, contra los lugares comunes sobre la edad, Padeletti la planteaba como un período vital e intensamente creativo. ¿Estás de acuerdo?
–Sin duda fui concibiendo las mejores obras cuando me fui poniendo vieja. De El jardín para adelante, sobre todo. Empecé a escribir cuando era muy chica. Hace unos meses alguien me preguntó si no conservaba algún librito de juventud para publicar. Me acordé de que tenía varios y los busqué. Me parecieron una porquería. Los quemé el día de la Pachamama. Me gustan los libros más tardíos, los que escribí a partir de los 50 años. Eroica fue una marca, El jardín fue otra marca y también Variaciones de la luz. Cuando por alguna razón tengo que rever mi poesía, esos son los libros importantes. Y en Pasos de baile empecé a hablar de las pequeñas cosas inocentes.

–¿Cómo fue el proceso de escritura de El jardín?
–Mis libros me llevan siempre tres o cuatro años de escritura. El jardín salió de la pérdida de la isla, cuando me tuve que ir porque los dueños vendieron la casita donde yo estaba. Volví a Buenos Aires y fundé un jardincito. Después de la pérdida del monte y de la pérdida de la pasión descomunal estuvo el jardín y el encuentro del trabajoso amor que hay que darle todos los días. Todavía hay gente que me habla de los poemas de El jardín, como si los hubiera escrito ayer.
–A la vez, por entonces integrabas una generación de poetas mujeres muy importante.
–Sí, con Irene Gruss, Mirta Rosenberg, Mirtha Defilpo, Tamara Kamenszain, Alicia Genovese, María del Carmen Colombo. Susana Thénon era una referente, como Alejandra Pizarnik, Olga Orozco y la autora de Cacerías, ese libro tan hermoso, Amelia Biagioni. Ellas fueron nuestras madres o hermanas mayores. En los años 90 me interesé mucho por las chicas y los chicos jóvenes que escribían poesía. Me acuerdo de que un día estaba como jurado en un concurso, con Mirta Rosenberg, y me puse a llorar como una loca. «¿Por qué llorás?», me preguntó Mirta. «Por los chicos que escriben, porque son extraordinarios», le dije. Traían algo nuevo, y espero que no se haya muerto.
–En esa misma época desarrollaste talleres de poesía en cárceles, que dieron lugar al libro Paloma de contrabando y fueron precursores en ese ámbito.
–Di clases en las cárceles de Buenos Aires durante tres años, en todas las de mayores y también en algunas de menores. De ahí salieron los textos de Paloma de contrabando. Ahora hay mucho trabajo en las cárceles, y mucha cosa buena. Después vinieron los talleres de Claudia Prado, María Medrano, hubo una continuidad hermosa. Y cuando podemos, seguimos yendo a leer a las cárceles. En aquellos años demorábamos horas hasta poder entrar, y en invierno nos alumbrábamos con encendedores, porque no había luz, entre el mate y las galletitas. Tanto con los muchachos como con las chicas, fue un trabajo extraordinario. En ese tipo de experiencias te das cuenta de verdad que la cárcel está llena de presos sociales. Ahora lo interpreto a través del peronismo, porque me volví kirchnerista en la vejez.
–¿Cómo se produjo ese paso de la izquierda al kirchnerismo?
–Fue cuando el campo le hizo aquella cagada a Cristina. Ahí abandoné el PO, mi larga militancia de izquierda y entré a ese peronismo. Por eso ahora me siento orgullosa de ir al Centro Cultural Kirchner. A la vez llegamos a África y al peronismo, entonces. Ahí revisé toda mi vida. Lástima que no se lo pude comunicar a mis padres, que se murieron antes: ellos eran peronistas de base. Mirá Chile ahora, mirá México, mirá si gana Lula en Brasil. Entramos en otro mundo con los populismos, con Kirchner, Lula, Chávez, Evo Morales. Eso me ilusiona, me dice que el mundo no morirá, que no se va a hacer mierda.
–Ante los discursos de odio y las actitudes de intolerancia hoy tan frecuentes, ¿cómo funciona y qué puede hacer la poesía?
–Funciona muy bien, está muy viva y es lo único que nos salvará, si es que algo nos salvará. ¿Qué significa que funciona? Que te da en el corazón. Eso, nada más, pero es un misterio descomunal. Si el mundo muere, este mundo tan hermoso, la poesía sigue viva. Lo último que quedará serán los poemas.

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