Sociedad

Juego sucio

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La difusión no consentida de material íntimo no constituye un delito. Sin embargo, hay jurisprudencia que la considera una forma de violencia simbólica. Tecnología y prejuicios confluyen en una práctica cuyas víctimas son en su mayoría mujeres.

(Ilustración: Pablo Blasberg)

En mayo del año pasado la Justicia argentina produjo un fallo histórico. Una mujer se había presentado en el Juzgado de Familia Nº5 de Cipolletti, en Río Negro, con capturas de pantallas de la red social Facebook en las que se difundían imágenes suyas de contenido sexual. Esas publicaciones se realizaban desde la cuenta personal de su expareja y padre de su hijo y los destinatarios eran, mayormente, compañeros de trabajo de la mujer. También había comentarios agresivos e insultos. Aunque en nuestro país ni la difusión no consentida de material íntimo ni el acoso virtual son considerados delito, el fallo introdujo por primera vez el concepto de violencia de género digital e intimó al hombre a que se abstuviera de publicar fotografías, videos y comentarios respecto de la mujer, tanto en la mencionada red social como en cualquier otra plataforma virtual. Se le ordenó, además, tratarse en el servicio de violencia familiar de Ruca Quimey y se le suspendió el régimen de visitas a su hijo por haberlo expuesto a una situación de violencia hacía la madre.
La mujer sufrió lo que popularmente se conoce como «pornovenganza», traducción literal de la expresión revenge porn, acuñada en Estados Unidos, que hace referencia a la publicación o viralización no autorizada de imágenes o videos, por lo general pertenecientes al ámbito de la intimidad, sin el consentimiento de alguno de los protagonistas (en el 90% ciento de los casos las víctimas son mujeres) con el fin de humillarlos o chantajearlos.
«Nosotras preferimos hablar de “difusión no consentida de material íntimo”, porque consideramos que el término “pornovenganza” es producto de la cultura patriarcal que pretende justificar sus ataques. La pornografía es la representación de actos sexuales explícitos con la finalidad de excitar sexualmente y está destinada a ser difundida a un número indeterminado de personas, cosa que no sucede en el caso de parejas que comparten su material o lo generan en un marco de intimidad. Por otro lado, la palabra “venganza” da la idea de que la violencia se fundamenta en una agresión previa que en realidad es inexistente. ¿Venganza de qué? ¿Que la mujer haya decidido terminar el vínculo? ¿Venganza de la autodeterminación de la mujer? Por eso concluimos que estas conductas no son porno ni venganza, sino violencia de género digital», explica María Eugenia Orbea, secretaria de Fundación Activismo Feminista Digital, una organización que busca la contención y asesoramiento que el Estado no provee a las víctimas y que al mismo tiempo pretende reducir la brecha digital y redefinir el rol de las mujeres en el espacio virtual.
Activismo Feminista Digital nació a partir de la experiencia personal de su presidenta, Marina Benítez Demtschenko, quien fue víctima de la difusión no consentida de material íntimo por parte de su expareja. El agresor creó perfiles apócrifos en redes sociales como Badoo y Facebook, a través de las cuales no solo difundía el material producto de la relación mantenida por más de cinco años, sino que además contactaba a otros hombres para generar encuentros sexuales con ella. Durante dos largos años, Demtschenko fue abordada por más de 300 desconocidos en la calle, en su trabajo y hasta en el ascensor de su edificio, hasta que un vecino de su infancia le contó que alguien se estaba haciendo pasar por ella en las redes sociales.
Cuando radicó una denuncia ante la Justicia la mujer descubrió múltiples falencias: el vacío legislativo sobre estas conductas dañosas, el destrato hacia la víctima, la revictimización, el aletargamiento de las causas, entre otras.

Viralización y anonimato
Manifestación novedosa de las violencias machistas tradicionales, la llamada pornovenganza aprovecha el desarrollo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) con un doble agravante: la viralización y el anonimato. «Este tipo de agresiones –remarca Orbea– no quedan en el ámbito doméstico, sino que por el contrario, se viralizan provocando que la víctima quede expuesta en su intimidad y privacidad frente a una sociedad guiada por una doble moral, permisiva con la sexualidad de los varones y represiva respecto de la libre sexualidad femenina. Por otro lado, el anonimato detrás del cual se suelen escudar los agresores ocasiona un perjuicio aún mayor en la psiquis de la víctima ante el desconcierto del origen de los ataques que sufre, lo que modifica todos los aspectos de su vida cotidiana: el social, el laboral, de pareja. Hoy lo que se sube a internet no desaparece nunca y está disponible más allá de toda frontera. Nuestra imagen e identidad ya no la creamos exclusivamente nosotras sino también el propio entorno digital».
Otra penosa similitud con la violencia machista sufrida en el mundo real es la revictimización, es decir, la colocación de la mujer en un lugar de hacedora de su propia desgracia. «Para qué te sacaste fotos» es la pregunta con la que se suele culpabilizar a las víctimas. Si se le suma que todavía no existe una legislación penal condenatoria de estos actos, el contexto no fomenta la denuncia de la víctima y ayuda a incrementar la llamada «cifra negra».
«Observamos con preocupación la existencia de una gran cantidad de casos relevados que no han sido denunciados y esto se debe a diversos motivos, como la falta de conocimiento del derecho que asiste a las damnificadas, la dificultad del acceso a la denuncia, incluyendo factores como la distancia o el destrato en la atención de la víctima, el descreimiento del rol del Estado –Policía o Justicia– y el costo del impulso del proceso judicial posterior, a sabiendas de la necesidad de contratar asistencia letrada frente a la actividad insuficiente de los operadores judiciales», enumera la especialista.
También existen razones más íntimas. Los casos de violencia de género digital se desarrollan en el contexto de vergüenza por la intimidad vulnerada, de temor a posibles represalias y de múltiples situaciones psicológicas de la víctima que le impiden contar con la solidez necesaria para afrontar un sistema judicial que en vez de recibirla y contenerla, la cuestiona y la obliga a dar fe de su verdad.
«A más de tres décadas de la irrupción de las TIC –concluye Orbea– no hay cifras oficiales. Ese dato ya de por sí es sumamente preocupante porque lo que no se ve, no existe, y si no existe es imposible que pase a ser parte de la agenda pública. La invisibilización por parte del Estado garantiza la continuación de estas prácticas neomachistas cada vez más difundidas en una suerte de efecto contagio de misoginia aleccionadora».

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