Canción familiar

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Coming colours in the air
Oh, everywhere
She comes in colours
THE ROLLING STONES

 

Quizás fue un gesto de rebeldía infantil; una estupidez o un acto temerario o las dos cosas juntas. No me importaba. Que se vaya todo a la mierda, pensaba, mientras prendía un porro sentado en un banco frente a la casa de gobierno. En la puerta había dos canas haciendo fiaca, con sus uniformes desteñidos y panzas gemelas de pizza garroneada. El más alto me sostuvo la mirada cinco, diez segundos. Me chupaba un huevo. ¿Iba a cruzar calle 6 para venir a interrogarme?
La gente iba y venía por las veredas internas de Plaza San Martín. Algunos se daban vuelta y me miraban. Por el olor, supongo. Y porque no eran más de las tres de la tarde.
Había tenido suerte para conseguir un lugar con sombra. Estaba justo enfrente del monumento a San Martín. La figura ecuestre del padre de la patria me daba gracia, era casi ridícula: podía ser un héroe montado a caballo lo mismo que un jockey disfrazado para el carnaval.
A medida que el humo entraba en mis pulmones, el tiempo empezaba a transcurrir con una lentitud de cuento fantástico: en un minuto podía ver y pensar tantas cosas que creía haber alcanzado una porción de eternidad.
Me había colgado con las palomas que revoloteaban sobre los pañuelos blancos, pintados en círculo alrededor de la estatua por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, cuando a lo lejos vi venir a una morocha. Tardé un poco en caer que era la misma chica que había conocido ese fin de semana en el Tinto Bar. Habíamos charlado un rato de esto y de lo otro; al final no había pasado nada, pero habíamos pegado buena onda.
Ella iba apurada; ni se fijó en mí. Tenía un jean gastado, una remera que le dejaba el ombligo al aire y unos anteojos de leer que le quedaban perfectos con el flequillo. Estaba más buena de día que de noche. Llevaba una carpeta cargada de fotocopias bajo el brazo. No sabía ni cómo se llamaba. Cuando pasó frente a mí, improvisé:
–¿Estoy alucinando o anoche soñé con vos?–. La Morocha del Tinto me miró de costado y arrugó la nariz, dando a entender que me había desubicado. No se detuvo. Pero justo cuando estaba a punto de quedar fuera de su campo visual, giró su cabeza y me reconoció. Entonces se acercó y dijo, con unos hoyuelos que se le dibujaban en las mejillas al sonreír:
–Qué rico perfume. ¿Dónde lo conseguiste?–. Después de sentarse y mirarme a los ojos, preguntó:
–¿Todo bien?
–¡Estupendo! ¿Vos qué contás?
Disfruto mucho con esas respuestas que niegan lo que es evidente a simple vista.
–Voy a la facu, así que, también… Mejor imposible.
Nos tentamos, aunque ella todavía no había probado bocado. Tenía una risa dulce, contagiosa. Le pasé el faso y le dio una pitada rápida. Hizo una pausa. La segunda fue más larga y profunda. Entonces abrió los ojos con todo y, por primera vez, noté que eran color turquesa. La manera en que me miró me dejó tarado. Ella, como si nada, siguió haciendo buches antes de largar una nubecita por la boca.
Se llamaba Agustina. Dijo que nos habían presentado en una fiesta que yo ni siquiera recordaba. Habrá sido alguna de esas noches locas de las que emergía, al día siguiente, con una resaca atroz y una amnesia que abarcaba las últimas doce horas. Agustina me contó que aquella vez, a pesar de mi borrachera, habíamos debatido un largo rato sobre cuál había sido la mejor década en la historia del rock, mientras a nuestro alrededor se armaba la pachanga. Según ella, yo opinaba que los 70 eran insuperables, aunque estando sobrio nunca me lo había planteado. La noche que nos vimos en el Tinto, ella me había hecho un chiste al respecto. Y yo, por supuesto, no lo había pescado.
Repasamos los discos que habíamos escuchado y las películas que habíamos visto últimamente. Un tema llevó al otro. En algún momento me preguntó la hora y comentó como al pasar que hacía unos minutos había comenzado su clase en Letras, pero no le dio demasiada importancia. Yo, menos. Los centímetros de madera blanca descascarada que nos separaban se fueron acortando. Hasta que de pronto dejamos de hablar, básicamente porque nuestras bocas, que ya no encontraban nada para decirse, empezaron a buscarse. Primero con delicadeza; luego, casi con desesperación. Trataba de no cerrar los ojos, para no perderme la imagen de esos diamantes turquesas que sus párpados dejaban al descubierto sólo un par de segundos por vez.
Respiramos.
–Qué bueno sería que este banco se convierta en sillón –tanteé.
–Yo tengo sed de cerveza helada –agregó ella.
–Totalmente. Si viviera sólo, te diría de ir a mi casa.
Por un segundo, me arrepentí. Y temí haberlo arruinado todo.
–Yo vivo sola –dijo, y se puso a buscar los puchos en su cartera.
Nos levantamos y ella aprovechó para estirarse y bostezar. Mientras atravesábamos la plaza en dirección a la legislatura, Agustina me contó que era de Tandil. Vivía en un departamento de pasillo que era de su tía abuela. No tenía nada que ver con el típico hábitat de una estudiante venida del interior: los muebles eran antiguos y cada cosa estaba en su lugar. La mesa del living, por ejemplo, no estaba cubierta por una montaña de apuntes y restos de yerba y galletitas: sólo había un pequeño mantel de hilo, con su respectivo adorno de porcelana blanca.
Abrió las persianas que daban a un patio interno y me pidió que la esperara. El porro me había pegado: tenía un mambo de aquellos. Me dejé caer sobre un sillón con orejas. Y me sentí un rey en su trono por el bombonazo que me estaba a punto de comer.
Cuando volvió, lo único que llevaba encima era una remera celeste con la tapa de Their Satanic Majesties Request, de los Rolling Stones. También se había sacado los anteojos. Sabía que estaba fuerte desde antes, pero todas las promesas habían sido superadas por la realidad. «Ella es un arcoiris», pensé, «la canción hecha persona». No era tanto una cuestión de belleza sino, digamos, de actitud. La manera juguetona en que se recostó contra el marco de la puerta, con el flequillo casi tapándole los ojos, provocándome con su voz ronca afinada en clave de fragilidad:
–¿Qué, no te gusto?
Fue hasta la cocina y volvió con una botella de cerveza y dos vasos. Con los últimos sorbos, dimos por terminada la charla.
El resto de la tarde transcurrió sin apuros. Lo hicimos en el sillón y en la cama. Por momentos ella tomaba las riendas; por momentos se dejaba llevar.
La luz que entraba por el patio se había ido extinguiendo. Se hizo de noche sin que nos diéramos cuenta. Volvió a ponerse su remera y trajo otra cerveza. Recién, entonces, sentada en el sillón, con mi cabeza sobre sus piernas, se le ocurrió preguntarme qué hacía fumando faso a esa hora en el lugar menos recomendable de La Plata.
–Estás en pedo, Cristian.
Tenía razón. Pero le expliqué que el porro me tranquilizaba, que me gustaba sentarme a pensar en los bancos de la plaza.
–Está bien, pero podés hacer las dos cosas en distintos momentos. A vos solo se te ocurre fumar ahí, boludo.
–Sí, no sé. No debo estar pasando por mi mejor momento.
–¿Por?
No pude evitar reírme. Si la pregunta iba en serio, la intensidad del momento que acabábamos de compartir iba a quedar a cientos de kilómetros de distancia. Pero Agustina insistió. Y, la verdad, ya no aguantaba más. Necesitaba desahogarme. Fue la primera vez que le pude contar a alguien cuál era mi mambo. Así que me largué a hablar  por uno de los temas que teníamos en común, la música. Le dije que siempre había querido tocar la guitarra y formar una banda de rock. Pero que en mi casa no sólo no estaban de acuerdo, sino que además hacían todo lo posible por evitarlo. Que por eso me había anotado en Derecho, aunque en 2 años de carrera casi no había pisado la facultad. Que me había hartado de mi novia, de mis compañeros de rugby. Que todo lo que me rodeaba me resultaba falso, ajeno, irreal. Que mi vida familiar se podía ver como una ficción titulada Los Suárez. Que ya no aguantaba ese malestar ni su efecto dominó. Concretamente, que sospechaba que podía ser hijo de desaparecidos.
A duras penas me salieron las últimas palabras. Agustina se había quedado muda; pasaba la yema de sus dedos sobre mi cabeza.
–¿Y ahora qué vas a hacer? –preguntó, a quemarropa.
–No sé, creo que voy a ir a Abuelas.
–Está bien. En tu lugar, yo haría lo mismo.
Nos quedamos un rato más así, sorbiendo de nuestros vasos en silencio. Mientras me ataba las zapatillas en el living, ella se fue a vestir a su pieza.
En la vereda, antes de despedirnos, quedamos en que nos íbamos a llamar.

—Juan Andrade nació en La Plata en 1975.  Egresó de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata. Es autor de los libros Oscar Masotta – Una leyenda en el cruce de los saberes y Leyendas del Rock Nacional, de Rolling Stone – La Nación. Fue redactor de las revistas Tres puntos y TXT y del diario Perfil. En la actualidad trabaja en Acción y escribe sobre rock y pop en Rolling Stone, Clarín y el suplemento «Radar» de Página/12. Canción familiar es su primera novela. Más información en el sitio www.cancionfamiliar.com.ar

—Ilustración: Pablo Blasberg

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