15 de septiembre de 2016
Ilustración: Pablo Blasberg
Hay gente que vive preocupada, obsesionada por la duda. A quién creerle: ¿a las palabras o a los hechos? Ejemplo: los funcionarios pasan en tropel por los canales de televisión, ponen el casete o el pendrive y pregonan que hoy está todo fenómeno, que nunca estuvimos mejor, que estamos de nuevo en el mundo, que hay algunas dificultades pero que pronto, en alguno de estos semestres, se resolverán y cosas parecidas. Luego usted apaga el televisor, va al mercadito de la esquina y ahí se entera de que aumentaron las berenjenas y que junto con las berenjenas aumentó todo, incluido el brócoli, y el choclo como si aquí no se sembrara maíz.
¿Qué hacemos? Nos dicen una cosa y pasa otra. Pero ojo, no nos dicen que las berenjenas no aumentaron, nos dicen que vamos a vivir contentos, que seremos más felices, lo que, seguramente, debe incluir una baja del precio de la berenjena. Es lógico, para vivir mejor es necesario que las berenjenas estén baratas. Eso lo sabe cualquiera.
Sin más datos que estos, se diría que hay que creerle a los hechos. Ya lo decía el General: «La única verdad es la realidad». Y guiñaba el ojo como si jugara al truco y tuviera el ancho de bastos. Cosa que era cierta, porque lo tenía.
Pero algún filósofo, que es lo más lejano a un CEO que se pueda imaginar –aunque deben servir para algo porque casi todos los países tienen un par–, nos dice: «La realidad no solo son objetos, la esperanza también es parte de la realidad».
Y nos dan como ejemplo las iglesias, que hace no nueve meses sino veintiún siglos que nos vienen prometiendo el paraíso eterno, el edén perfecto de donde mana leche y miel sin necesidad de trabajar o cansarse, sin siquiera tener que levantarnos de la reposera donde estaremos, beatíficamente, disfrutando de la fresca viruta.
Eso sí, mientras tanto, en esta vida que es un valle de lágrimas, tendremos que laburar desde chicos hasta viejos, desde la mañana a la noche, en lugares insalubres, peligrosos, inimaginables, mandoneados por algún jefe crápula, apaleados por la policía, acusados por los jueces… y todo ese sacrificio a cambio de una paga que no alcanza para un kilo de berenjenas.
Y la gente se engancha con la promesa de una vida mucho mejor después de dar las hurras. Esto ayuda a que se pueda seguir con este sistema. Lo mismo que la promesa de un aumento, o de un beso, o de una curación. Hace miles de años que vivimos así, aprisionados entre lo que sucede y la venta de ilusiones. Algunos lo llaman necesidad de creer. Lógicamente, con esto es difícil que bajen las berenjenas. Pero eso es otra historia. De nada.