A diez años de la sanción de Ley de Educación Sexual Integral, su aplicación depende más de la buena voluntad de los docentes que de la decisión del Estado de defenderla como política. La resistencia de algunas provincias y los problemas presupuestarios.
9 de noviembre de 2016
Aulas. La sexualidad está presente de diversas maneras en la realidad de los estudiantes. (Jorge Aloy)
Son las 11 de la mañana. María Victoria Arias recibe un mensaje de Whatsapp. Una alumna del turno tarde le dice que está preocupada, tuvo relaciones sin protección y no sabe qué hacer. Arias es su docente de Literatura pero además dicta en la escuela los talleres de educación sexual, aunque sería más justo considerarla como una suerte de referente en el que los chicos comenzaron a apoyarse, tal vez porque usa su mismo lenguaje, o porque llama a las cosas por su nombre o simplemente porque compartir ciertas dudas con sus padres se vuelve demasiado difícil y en el colegio encontraron a alguien que los ayuda con algunas respuestas. En octubre se cumplieron diez años de la sanción de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI) y la experiencia de María Victoria se vuelve un ejemplo visible de lo que significó la norma: la posibilidad de que el campo de la sexualidad esté presente en las aulas y que la escuela deje de darle la espalda a un tema que atraviesa de diversas formas la realidad de los chicos. Pero también refleja su otro correlato, el de una aplicación sujeta a las ganas o buena voluntad de un docente más que a la determinación del Estado por defenderla como política y que hoy claramente deja ver su desinterés, delineando un futuro seriamente amenazado.
Cambio de paradigma
Para Jésica Báez, doctora e investigadora en Educación, el proceso supuso un cambio de paradigma que debe leerse en dos sentidos: por un lado, como consecuencia de la ley, pero, por otro, como correlato de los cambios culturales y políticos que motorizaron la norma: «Hace muchos años, la llegada del HIV y la problematización del embarazo durante la adolescencia plantearon la necesidad de incluir la educación sexual como un contenido. El abordaje en ese entonces partía de un modelo al que conocemos como biomédico, el cual centra la mirada sobre aquello que se percibe como efecto negativo del ejercicio de la sexualidad: el contagio de enfermedades de trasmisión sexual y el embarazo no deseado. Es decir, un recorte que focaliza la enseñanza solo sobre los aspectos biológicos y fisiológicos del cuerpo, la mayoría de las veces desde una mirada sexista y heteronormativa. La llegada de la Ley de Educación Sexual nos instaló en otro paradigma de trabajo, con un abordaje integral donde lo biológico dialoga con otras dimensiones: lo ético, psicológico, histórico y social. Ahora bien, resultaría imposible interpretar esta ley si no es en el plexo normativo que se fue gestando en estos últimos años con, por ejemplo, la Ley de Matrimonio Igualitario, la de Identidad de Género, o la Ley de Violencia contra la Mujer».
No obstante, si de hacer balances se trata, la mayoría de los actores involucrados coincide en que la efectivización ha sido lenta. Según informó el Ministerio de Educación en octubre del año pasado, el Programa de ESI, creado en 2008, alcanzó con sus capacitaciones a 89.400 docentes y directivos de unas 37.400 escuelas de gestión pública y privada. Sin embargo, muchos consideran que el impacto que ha tenido es más bien insuficiente y fragmentado. «En el balance hay que incluir la fuerte resistencia de los gobernadores, de distinto signo político, que imbuidos de idearios conservadores no impulsan la puesta en marcha de los planes de estudio. Además, por ejemplo, la existencia de educación religiosa en las escuelas del Noroeste argentino sin duda actúa como un freno a la discusión abierta de los contenidos», opina la exlegisladora y actual directora General de Niñez, Adolescencia, Género y Diversidad, de la Defensoría porteña, María Elena Naddeo.
En este sentido, uno de los principales problemas que supone la ley es su carácter transversal, que en teoría apunta a que el tema atraviese de diversas formas todos los contenidos curriculares, pero en la práctica termina implicando una descentralización poco efectiva. Según Naddeo, «la inexistencia de una planificación integral diluye la responsabilidad y hace que la educación sexual quede relegada a la iniciativa valiosa pero puntual o focalizada de los grupos de docentes más activos y comprometidos con el tema». Arias agrega: «Hay un “como si” pero no es un interés real. Quienes deberían controlar que se implemente, no lo hacen, y no hay presupuesto. El Estado no se está haciendo cargo y en esta coyuntura política estamos aún peor. Si antes las políticas de ESI parecían tibias, ahora directamente están ausentes y diría que se han vuelto hasta contrarias».
En efecto, la primer medida adoptada bajo la gestión de Esteban Bullrich parece reafirmar este oscuro escenario. El 28 de junio el Ministerio de Educación notificó que el Programa de Educación Sexual Integral (ESI) se vería reducido en un tercio de su personal. En concreto, los despidos afectaban a cinco trabajadoras, dado que hasta entonces el área tenía en total quince empleados. Según informaron desde el programa, las profesionales realizaban todo tipo de tareas necesarias para la aplicación de la ley, desde la confección de materiales escritos y audiovisuales hasta la organización de los talleres en las provincias. Finalmente, dados los reclamos, se logró frenar la medida. Sin embargo, los cargos son mantenidos temporariamente y en condiciones poco claras. Este medio intentó ponerse en contacto con las autoridades para tener conocimiento del futuro del plan pero no hubo respuesta.
Si a esto se suma como antecedente las políticas en materia de educación sexual por parte del macrismo en la Ciudad (ver recuadro) y el recorte que viene llevando a cabo Bullrich –que tuvo como corolario hace algunas semanas 200 nuevos despidos–, se puede prever un horizonte poco optimista. «La respuesta del Ejecutivo responde a una lógica que subestima el rol del Estado en la formación integral y, en particular en estas temáticas sobre sexualidad y derechos humanos con perspectiva de género. Subyace la vieja concepción de que estos temas son responsabilidad de las familias y que el Estado no tiene que asumir el rol principal», concluye Naddeo.
Información y orientación
Entre sus principales puntos, la ley plantea cuestiones tan fundamentales como darles herramientas a los chicos para preservar su salud sexual o generar estrategias para erradicar la violencia de género. De acuerdo con el texto, cada comunidad educativa debe elaborar su propio proyecto institucional sobre el tema. Según recuerda Arias, la respuesta de los alumnos siempre ha sido positiva: «El mundo adulto no fue nada fácil, pero la reacción de los chicos fue contundente. Piden más talleres. Y lo cierto es que necesitan espacios para pensarse. Están abarrotados de información y estímulos, y nadie los orienta desde una perspectiva liberadora. Si bien hoy los jóvenes tienen mentalidades más abiertas, siguen sufriendo, por ejemplo, las presiones de la sociedad heteropatriarcal que los encaja en estereotipos».
En esta misma dirección, Báez destaca la importancia de tener en cuenta las nuevas formas de comunicación a la hora de abordar el tema: «Durante una investigación, encontré que varios estudiantes habían hallado en la redes sociales un espacio propio para la enunciación de quiénes eran, o mejor dicho, quiénes estaban siendo. El espacio virtual les brindaba la posibilidad de narrarse, los habilitaba a decir “Yo soy gay” o “Yo soy lesbiana”, y además los animaba a juntarse con otros. Por eso hay que considerar los sentidos que le brindamos a la información a la hora de incluir la educación sexual. Mientras nos preocupa el silenciamiento o el carácter tabú que tiene la sexualidad, también nos alarman los nuevos caudales de información que existen hoy. Creo que esto debe convocar a la escuela a posicionar la tarea docente como la que acompaña, alienta y motiva la búsqueda, pero también como la que comparte sus claves de interpretación».