Cultura

Acerca del poder

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Con apenas un día de diferencia, la muerte de dos grandes escritores argentinos produjo una honda conmoción en el mundo cultural. Las obras más destacadas de cada autor y las razones que los llevaron a ocupar su lugar de clásicos de la literatura actual.


Origen común. Rivera y Laiseca se dedicaron a la escritura después de trabajar como obreros. (Juan Quiles)

 

La literatura argentina cerró 2016 con la muerte de dos de sus grandes escritores. Alberto Laiseca y Andrés Rivera fallecieron el 22 y el 23 de diciembre, respectivamente, en Buenos Aires y Córdoba, donde vivían. Ambos episodios tuvieron una repercusión inusual, por su cercanía y la importancia de los autores, pero también como signo de un año de graves pérdidas para la cultura nacional, al cabo de recortes presupuestarios, suspensión de programas y actividades y ajuste general en términos de producción.
A primera vista, no tuvieron nada en común, al margen de compartir el oficio. Las concepciones de la literatura y las circunstancias personales llevaron a Rivera y Laiseca por caminos muy distintos. Sin embargo, compartieron algunas características: ambos llegaron a ser escritores después de trabajar como obreros; con distintos enfoques, sus reflexiones apuntaron a problematizar la relación de los escritores con el poder. También compartieron la defensa de la lectura contra el orden digital e Internet, «ese invento del príncipe de las tinieblas», según Laiseca. «No habrá adelanto tecnológico alguno que pueda sustituir al libro», decía, a su vez, Rivera, que nunca dejó de a escribir a mano.
Pero aquello que el autor de La sierva identificaba como sus primeras lecturas, en la infancia, no provino de los libros sino de las reuniones en una pieza de inquilinato donde su padre, delegado sindical en el gremio del vestido, compartía con otros militantes de base. Nacido como Marcos Ribak en 1928, en 1950 ingresó en una fábrica textil de Villa Lynch. Andrés Rivera fue el seudónimo que eligió en 1957 para firmar sus artículos en una publicación del Partido Comunista y su primera novela, El precio, escrita a partir de su experiencia como obrero.
Después de publicar Ajuste de cuentas (1972) y Nada que perder (1982), entre otros libros, el título decisivo en su obra fue la novela La revolución es un sueño eterno (1987), donde «me metí a convertir a Juan José Castelli en nuestro contemporáneo»: reelaboró la voz del personaje histórico, como luego hizo con la de Juan Manuel de Rosas en El farmer (1996), y el general Paz en Ese manco Paz (2002).
Rivera recibió el premio nacional de Literatura y sus libros se publicaron con grandes editoriales, pero fue un escritor incómodo que no perdió de vista los conflictos de la época y la interrogación política de la literatura: «¿Cuál es nuestro grado de complicidad con el mundo que nos rodea? ¿Qué hemos hecho para cambiarlo?», se preguntaba.

 

Realismo delirante
Laiseca (Rosario, 1941) trabajó como peón de cosecha y operario callejero de la empresa Entel antes de llegar a un trabajo más o menos relacionado con la literatura, como corrector y luego reseñista en el diario La Razón. Los primeros contactos con el ambiente editorial fueron conflictivos (le cambiaron el título a Su turno, su primera novela) y durante muchos años escribió prácticamente en secreto y en la pobreza.
En esas condiciones elaboró dos reflexiones centrales en su práctica como escritor: la idea de la literatura como compensación simbólica y la concepción del realismo delirante, un tipo de representación basado en una acumulación de saberes heterogéneos y en el libre juego de la imaginación. Los Soria (1998), una novela de 1.300 páginas que narra la historia de una civilización durante el reinado mundial de tres dictaduras, a la que dedicó diez años de trabajo, fue la pieza clave de su obra.
En 2002 comenzó a realizar el ciclo televisivo Cuentos de terror, donde reinterpretaba textos clásicos del género. Una mínima ambientación e insospechadas cualidades como actor hicieron que el programa alcanzara difusión y Laiseca se hiciera conocido para un público más amplio. Siempre desde una posición excéntrica: «Lo más sano es estar lejos del poder», decía.

 

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