11 de noviembre de 2023
Investigación. A partir del caso Castellanos, el autor revisa el rol del periodismo durante la última dictadura.
Estado de sospecha
Osvaldo Aguirre
EDUVIM
225 páginas
A través de una biografía que pone el foco en la trayectoria periodística del protagonista más que en su vida personal, Osvaldo Aguirre sobrevuela la relación entre el periodismo y la dictadura, el uso de la comunicación por parte de los genocidas para lavar su imagen y, en el caso particular de Emilio Eduardo Massera, intentar el lanzamiento de una carrera política. En ese recorrido aparece también el aberrante aprovechamiento de mano de obra esclava de detenidos y detenidas desaparecidas para esos proyectos.
Y no es todo lo que enfoca la mirada al leer Estado de sospecha. Luis María Castellanos y el periodismo bajo la dictadura (1976-1983), una investigación de Aguirre publicada por la editorial de la Universidad Nacional de Villa María. Talentoso periodista, poeta y escritor, Castellanos desarrolló una intensa carrera periodística que comenzó a recorrer el camino del desprestigio cuando se develó en el informe de la CONADEP y en el Juicio a las Juntas militares su participación como asesor de prensa de Massera. Además, pese a que esto no pudo ser probado, fue acusado de visitar la ESMA y hasta de participar en interrogatorios.
El testimonio de la periodista Myriam Lewin en el Juicio a las Juntas, consignado en el libro, señala el trabajo de Castellanos en los medios fundados para propagandizar al genocida Massera y su conocimiento de haber compartido tareas con quienes, como Lewin, estaban bajo el yugo de la detención y eran obligados a desempeñar tareas en dichos medios.
Rigurosa, basada en cuantiosa bibliografía, material de archivo y entrevistas, la investigación reconstruye momentos históricos del período más oscuro de la historia argentina: la censura de prensa, los periodistas y medios que fueron cómplices a conciencia y quienes trabajaban como podían en aquel funesto contexto, así como los deleznables vínculos de comunicadores con servicios de inteligencia que fungían como fuentes privilegiadas para desplegar la peor forma del periodismo. Asimismo, el trabajo da cuenta del miedo que imperaba en las redacciones de aquel tiempo en el que informar con veracidad era una tarea de alto riesgo.
Castellanos, según todos los entrevistados, era brillante como periodista, hosco y partícipe de la bohemia de las viejas redacciones, con largas sobremesas de whisky y tabaco. Su trayectoria se apagó en medio del desprestigio y tras un paso, ya en democracia, por medios vinculados a operaciones de inteligencia más que a la acción informativa. Aguirre escribe en un pasaje del libro que «Castellanos amaba las historias de John Le Carré y había pasado a convertirse en uno de los personajes de ese mundo donde el borde entre ficción y realidad se vuelve difícil de discernir. Era una especie de topo, o así lo consideraban sus compañeros, como se llama en la jerga del espionaje a los agentes de penetración profunda en el campo enemigo que permanecen “dormidos” hasta que llega el momento de actuar».