4 de noviembre de 2023
Condenado por robo de bebés y abuso sexual, el ex jefe de inteligencia de la ESMA volvió a cobrar notoriedad al hacer público su apoyo a Javier Milei. Un ícono del terrorismo de Estado.
Comodoro Py. En agosto de 2003 y beneficiado por las leyes de impunidad, Acosta sale de los tribunales luego del pedido de extradicion solicitado por el juez español Baltazar Garzón.
Foto: NA
Una vez lo tuve ante mis ojos. Fue durante un atardecer del invierno de 1998 en la confitería Richmond, de la calle Florida, cuando advertí la presencia del periodista Víctor Lapegna, un colaborador de la última dictadura que supo ser jefe de prensa del almirante Emilio Massera. Desde su mesa no dejaba de mirar en derredor, como si esperara a alguien. Ese alguien no tardó en llegar. Se trataba de un tipo canoso y esmirriado, cuya cara alargada le confería una expresión levemente equina.
Esa cara fue por años un secreto guardado bajo siete llaves. Hasta que su «cholulismo» le jugó una mala pasada al posar, a mediados de 1982, en una fotografía publicada por la revista La Semana junto a tres personajillos de la farándula: Noemí Alan, Adriana Brodsky y Rolo Puente. Aquella imagen fue tomada durante un festival en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) para rendir tributo a los combatientes de Malvinas. Esa vez, el susodicho lucía uniforme. Era nada menos que el capitán de fragata Jorge Eduardo Acosta (a) «El Tigre», un ícono del terrorismo de Estado.
A metros de allí, un número indeterminado de seres humanos, todos con capuchas, se hacinaban en un inmenso sótano, a la espera de la muerte.
A más de tres lustros de aquel jubileo, Acosta –bendecido por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final–, departía con Lapegna en voz muy baja. Quizás hablaran de la súbita notoriedad que volvieron a cobrar ciertos esbirros de la Armada, investigados en esos días por integrar la agencia de seguridad Brides (Brigadas de la ESMA), encargada de custodiar al empresario Alfredo Yabrán, quien, acorralado por la investigación sobre el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas, terminó volándose con un escopetazo la tapa de los sesos.
Ahora, habiendo transcurrido otros cinco lustros, el Tigre languidece en la Unidad 34 de Campo de Mayo. Allí cumple dos condenas a prisión perpetua por los crímenes en la ESMA, otra a 30 años por robo de bebés y, por si fuera poco, una más, a 24 años, por delitos sexuales a mujeres cautivas.
Pero en medio de su vía crucis penal avizora la luz de una esperanza: el triunfo de Javier Milei en el balotaje. Una posibilidad fáctica que –según cree– podría revertir los castigos que le deparó el destino. Tal corazonada la expuso en un texto difundido por el sitio web Prisioneros en Argentina, donde, entre otras consideraciones, proclama: «Se aproxima la hora del conocimiento y la verdad. Pero no la que surgió en los juicios manejados por la patria socialista».
No está de más reparar en este sujeto.
La industria del exterminio
Mucho antes de su apodo felino, a Jorge Eduardo –primogénito de una madre viuda– todos le decían «Gales». Lo cierto es que fue un niño dócil y retraído. Pero sus compañeros de clase, en una escuela del barrio de Saavedra, le hacían el vacío por cultivar un hobby que los horrorizaba. Es que en un rincón de su cuarto había construido un –diríase– patíbulo de aves para martirizar palomas y gorriones que atrapaba en el patio del hogar; lo hacía hasta que sus pequeñas víctimas exhalaran el último suspiro, muy atraído por la lenta progresión de ese proceso letal.
Transcurría el comienzo de la década de 1950.
Un cuarto de siglo después, siendo ya un oficial de la Armada, se ganó el aprecio de la superioridad al diseñar en la ESMA un patíbulo de personas.
A partir del 24 de marzo de 1976, unas cinco mil pasaron por allí, y no más de un puñado logró sobrevivir. Aquel sitio era un centro de exterminio en escala casi industrial, además de ser el más vasto del país. Y él, como jefe del Grupo de Tareas (GT) 3.3.2, era su amo y señor. Tanto es así que ordenaba los secuestros, intervenía en los interrogatorios y, por último, levantando un dedo, decidía quienes se irían «para arriba», en alusión a los «vuelos de la muerte», un recurso de su inventiva.
Su logro más apreciado en la materia fue el de las «monjitas voladoras». Así, entre risas, solía referirse a las religiosas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, secuestradas junto a tres Madres de Plaza de Mayo –Esther Careaga, María Ponce de Blanco y Azucena Villaflor– y un grupo de militantes que se reunía con ellas en la Iglesia de la Santa Cruz.
Al Tigre le encantaba darse dique con sus hazañas. Y al relatar las más crueles, enarcaba las cejas, como cuando en alguna sobremesa reconoció que la joven sueca Dagmar Hagelin, de 17 años, había sido secuestrada por error, al ser confundida con la militante montonera y sobreviviente de la masacre de Trelew María Antonia Berger. Pues bien, a sabiendas de dicha equivocación, ella también fue arrojada desde un avión al Río de la Plata.
–No nos quedaba otra –dijo, fingiendo pena, al evocar este episodio.
Aun así, para Massera, su eficacia estaba fuera de duda.
Al ser interpelado por el general Jorge Rafael Videla al respecto –en vista a la repercusión internacional del asunto–, el jefe naval fue tajante:
–Acosta es el oficial más completo que conocí en toda mi carrera.
El amor en tiempos de cólera
Cabe destacar que sus crímenes también se extendieron por fuera de la «lucha antisubversiva», incursionando así en el campo del «fuego amigo».
Tal fue el caso del empresario (procesista) Fernando Branca. También el del embajador (procesista) en Venezuela, Héctor Hidalgo Solá. Y el de la diplomática (procesista) Elena Holmberg.
El primero era esposo de Martha Rodríguez Mc Cormack, una amante de Massera, y selló su suerte al querer «pasarlo» en un negocio. Su secuestro ocurrió el 28 de abril de 1977 en la localidad de San Fernando.
El Tigre supervisó el operativo a la distancia.
El segundo, un político radical próximo a Videla –cuando este ya tenía diferencias con Massera–, pagó cara la ocurrencia de fantasear en voz alta una salida cívica del régimen, y con él en la Casa Rosada. Su secuestro ocurrió el 8 de julio de 1977 en el barrio de Recoleta.
El Tigre supervisó el operativo a la distancia.
Lo de la señora Holmberg, en cambio, fue casi una comedia negra.
A los 45 años, aquella mujer petisa, enjuta, de aspecto torvo y carácter áspero, era una diplomática de segunda línea. Su destino era la Ciudad Luz, desde donde escribía y enviaba a Buenos Aires informes sobre «extremistas» exiliados allí.
A mediados de 1977, Massera envió a una docena de integrantes del GT 3.3.2 para contrarrestar «la campaña antiargentina en el exterior». Así nació el Centro Piloto de París (CCP). Entre esos represores estaba el capitán de navío Jorge Perrén. El flechazo entre Elena y él fue fulminante.
Durante unas semanas ese amor navegó viento en popa.
Pero hubo un problema: la llegada a Francia de la esposa del marino. Y el escándalo fue mayúsculo. Perrén entonces convenció a Elena de suspender el vínculo para retomarlo luego en Buenos Aires. Ella aceptó de mala gana.
Ya en mayo de 1978, los del CCP regresaron al país.
Fue un alivio para Perrén. Hasta que, meses después, también Elena fue trasladada a Buenos Aires.
El tironeo entre ellos continuó con un agravante: ella lo amenazaba con revelar manejos presupuestarios turbios de los represores en París.
Esta trama culminó con una cita entre ambos, pactada para la tarde del 20 de diciembre de 1978 en una confitería céntrica.
Pero Elena Holmberg jamás llegó allí.
Su secuestro ocurrió ese día en la esquina de Arenales y Uruguay.
El Tigre supervisó el operativo a la distancia.
Así fue la historia del exmarino encarcelado que ahora anhela el triunfo electoral de Javier Milei.