El Premio Nobel otorgado a Bob Dylan puso el acento en la calidad poética de la obra de un artista consagrado como compositor de canciones. El caso destacado de Chico Buarque, con cinco novelas publicadas. Otros exponentes locales y extranjeros.
11 de enero de 2017
Clásicos. Buarque, Dylan y el camino que va de los discos a los libros. (Hardie/Rex Shutterstock/Dachary, Lynch/Rex Shutterstock/Dachary)
Qué tienen en común Bob Dylan y Víctor Heredia? ¿Qué Joaquín Sabina y Flavio Cianciarulo? ¿Y Fito Páez, Nick Cave, Caetano Veloso, Leonard Cohen, Luis Alberto Spinetta y Atahualpa Yupanqui? Son músicos populares que en algún momento de su vida se han dedicado a escribir ficción, ya sea en prosa o poesía. La lista es mucho más larga, extenuante. Casi una extensión natural de un oficio que tiene que ver con el manejo del lenguaje.
Luego del Premio Nobel de Literatura otorgado a Dylan y, también, luego de la muerte de Leonard Cohen, la relación entre música y literatura fue puesta en foco nuevamente y desde diferentes ángulos. Para no tener que nadar en una océano interminable y ahogarse en el intento, primero sería necesario extrapolar la caprichosa idea –un tanto resbaladiza, es cierto– de la autobiografía y de las memorias. Se supone que hay en ese concepto un registro más o menos periodístico, aunque desde las célebres Crónicas, de Dylan, hasta la autobiografía Hace muchos años, que Paul McCartney realizó con Barry Miles, ese registro se desliza por el recuerdo sesgado o la autocelebración.
El tema es la ficción: confeccionar un relato o diseñar un poema que no necesariamente tengan que estar apoyados en algo que ocurrió. Otra vez: el universo es demasiado amplio para abordarlo y va desde la hermosa historia de amor de dos coyas de Cerro Bayo, de Yupanqui, al poemario Guitarra negra, de Spinetta o la novela La puta diabla, de Fito Páez, para citar tres ejemplos nacionales.
Pulso narrativo
La canción pop –entendiendo como «pop» la acepción castellana «popular»– suele apoyarse en una historia que se plantea y se desarrolla en tres, cuatro minutos. Sin entrar en la fatigada polémica desatada con el caso Dylan en cuanto a si una obra cancionística debe ser considerada en el marco de un premio de literatura –y soslayando el juego de legitimaciones que se dirime en estas cuestiones–, existen matices que pueden llegar a vislumbrar un acercamiento decidido a cierta pulsión narrativa, literaria. Para ser claros: no es lo mismo «Volvió una noche», de Alfredo Le Pera, que «Pedro Navaja» de Rubén Blades, aunque las dos cuenten una historia.
Blades suele decir –y lo refrescó hace poco en su página de Facebook– que «Pedro Navaja» era una canción que amaba Gabriel García Márquez. «Luego de lo de Dylan recordé que hace décadas conversábamos sobre estos temas con Gabo», dice el panameño. «Él estaba completamente de acuerdo con que la música popular era capaz de producir letras y argumentos de alto contenido y nivel literario. Por eso fue que una vez escribió que lamentaba el no haber sido el escritor de “Pedro Navaja”. Acompañando a la posible exageración está la indiscutible realidad de su respeto y consideración al argumento y a la forma en que presenté la narración del episodio».
Existe un músico popular que encarna como nadie la tensa relación entre canción y literatura: Chico Burque. Salió del laberinto como aconsejaban los árabes: por arriba. El brasileño ya tiene cinco novelas editadas. Y mucho antes de esa dedicación alternada pero a tiempo completo –cuando escribe novelas no compone canciones, y viceversa– ya había transitado el terreno incierto en el que los límites entre canción y obra poética aparecen difuminados. Buarque es el autor de la que se considera una de las mejores canciones de la música popular latinoamericana: «Construcción». Como la obra mayor de Blades, este tema plantea valores estéticos que superan la media de la canción.
La historia que cuenta «Construcción» es sencilla, pero tiene una resolución formal formidable. Grabada originalmente en 1971, narra la muerte de un albañil en un crescendo circular en el que las palabras esdrújulas que componen el eje poético se van intercalando y así van modificando leve pero sustancialmente el sentido de la letra. Por su precisión y su estructura casi matemática, preanuncia la decisión de Chico de meterse de lleno en la literatura.
El crítico musical y escritor Eduardo Berti fue a fondo en el caso de «Construcción»: «La atribución del premio Nobel a Bob Dylan ha instalado una polémica (bastante conservadora, a mi juicio) en la que muchas personas se preguntaron si las letras de las canciones son literatura. Para argumentar en contra, se citan ejemplos de malas letras de canciones (que, ya sabemos, no faltan, más bien abundan), olvidando que el mismo argumento podría aplicarse para todos los géneros y que uno podría, entonces, dinamitar todos los premios Nobel de la historia citando ejemplos de malas novelas, de malos cuentos y de malos poemas. Conozco y valoro la obra de Dylan, lo que no me impide afirmar que acaso otros letristas merecían también (o incuso más) el Nobel. Pienso sobre todo en gente como Leonard Cohen o Chico Buarque, que no solamente son eximios poetas/músicos, sino que también han publicado libros muy buenos, sobre todo en el caso del brasileño».
Vale la pena introducirse en el universo literario de Chico Buarque. Tal vez así se explique por qué tanta gente –desde un costado ideológico, pero también desde una valoración estética– opinó que era más merecedor del Nobel que Dylan. Mientras la mayoría de los músicos metidos a escribas ofrecen la sensación de que se zambullen en largos textos como si fueran recreos expresivos, Buarque parece haber elaborado un plan literario.
Desde su debut con Estancia modelo (1974, Ediciones de la Flor) hasta El hermano alemán (2015, Random House), parece haber estado conversando con un fantasma: el de su padre. Sérgio Buarque fue un prestigioso historiador y sociólogo que le legó a su hijo una biblioteca gigante. Aunque algo ausente, de pequeño Chico le mostraba algunos textos buscando su aprobación. Tuvo que consagrarse como cantautor para recién autorizarse como escritor. El mismo Chico lo contó, trazando diferencias y similitudes de ambos oficios. «Antes de ser músico, yo quería ser escritor. Hasta que apareció la música en mi vida y me embarqué en ella. Pero la idea de dedicarme a la literatura no la abandoné. En los 70 publiqué mi primera novela. Desde entonces alterno las dos cosas. Cuando hago una no hago otra porque consumen mucho. Cuando estoy escribiendo ni siquiera oigo música. Pero mi escritura está muy influida por mi música. Tal vez en las traducciones se pierda algo, pero mis textos tratan de llevar cierto ritmo musical»
Historia familiar
Si Estancia modelo fue una agria y al mismo tiempo satírica crítica de la sociedad brasileña, si en Estorbo (1991, Tusquets) se desliza por un clima de Camus en pleno infierno urbano, si en Budapest (2003, Salamandra) logra a través de una maravillosa orfebrería lingüística situarse en una ciudad que jamás pisó en su vida, recién en El hermano alemán configura una obra de una profunda complejidad en la que interactúan realidad y ficción y en la que finalmente exhuma la figura de su padre para luego, tal vez, enterrarla definitivamente.
La historia es fascinante y parte de la conmoción que sintió cuando se enteró de que su padre había tenido un hijo en Alemania, en 1930. Sérgio Buarque había estado radicado en Berlín, trabajando de periodista. El hermano alemán de Chico murió en 1981: había sido un cantante y conductor de televisión. En su prosa, como quien mezcla cartas, el brasileño deja confundir los planos de su propia biografía y los de la del personaje. El protagonista que trata de reconstruir la historia familiar se le parece demasiado.
Por densidad, coherencia y belleza, Buarque se transformó en un intelectual total. Si fuera por él, ya hubiese dejado la música. Pero, dice, solo puede mantener su nivel de vida girando como artista. «En Brasil es muy difícil que un escritor viva solo de la literatura. Los escritores trabajan de funcionarios, profesores, periodistas. Y todo esto está tan lejos de la literatura como la música. A mí me cuesta la música. Compongo menos que a los 20. Es normal. La música popular es más un arte de juventud, con el tiempo ya no fluye con la abundancia de aquellos años primeros. Tengo que esforzarme más. Al principio tenés un millón de ideas, todo lo que te rodea sirve para hacer una canción. Después todo se vuelve más insípido, menos inspirador. Volver a escribir canciones, después de terminar un libro, resulta muy difícil porque el fraseo musical obedece a otra lógica. Por otra parte, cuando hacés una canción enseguida la mostrás. Vas al estudio, grabás, hay una fiesta, se bebe vino… El escritor está encerrado. Y se muere de envidia del músico famoso porque éste viaja en primera clase con champagne, mujer, amante, músicos, representante, hijos. Y el escritor en clase económica, apretado, amargado. No sé por qué soy escritor».
Hay ironía en las palabras de Buarque, la misma que sugiere su narrativa. Ahora que la polémica del Nobel a Dylan se apagó, ya no hay dudas. Si la Academia fuera coherente, si profundizara su política de apertura –que algunos tildaron de populista–, mientras Buarque sigue escribiendo con ritmo pausado pero firme, no debería pasar demasiado tiempo para que al autor de «Construcción» –la catedral de la canción latinoamericana– se lo vea caminando por las gélidas calles de Estocolmo, con el aire ausente que lo caracteriza. Sería justicia.