28 de diciembre de 2023
El megaproyecto enviado al Congreso apunta a llevar a cabo la más profunda y regresiva reforma de la historia política argentina. Ventajas para los poderosos y mano dura para los que protestan.
Desde el balcón. El presidente y su gabinete en la Casa Rosada tras la presentación del proyecto.
Foto: NA
Si el mega DNU del 20 de diciembre era una señal de que Javier Milei está dispuesto a ir a por todo con su programa regresivo, los 664 artículos de la ley ómnibus que envió el 27 contienen una alarmante pretensión de que el Congreso le otorgue la suma del poder público. El documento propone modificaciones que retrotraen el manejo de la cosa pública a aquello que los conservadores le criticaban a Juan Manuel de Rosas, a pesar de que Milei decidió presentarlo con el pomposo título de «Ley de Bases y Puntos de Partida para La Libertad de los Argentinos», en referencia al texto de Juan Bautista Alberdi que sirvió para la redacción de la Constitución argentina de 1852. Entre el 20 y el 27 del último mes de este año, atravesado por una tormenta de la que muchos argentinos aún no se han desayunado, y cuando arreciaban las voces de repudio al decretazo tildado de anticonstitucional por letrados de los más diversos sectores, Milei amenazó con llamar a un plebiscito para que sea la población la que determine la legitimidad del proyecto orientado a llevar a cabo la más profunda reforma política, económica y laboral en la democracia vernácula.
Lo que surge de las dos iniciativas es la idea de construir un Estado que amplía las ventajas para los poderosos y que tiene como rol casi exclusivo el de impedir a como dé lugar que los menos favorecidos se quejen por ser obligados a jugar con la cancha inclinada. Esa estrategia se vio el mismo 20 de diciembre, cuando la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, estrenó su protocolo antidisturbios. Y siguió en la marcha organizada por las centrales sindicales y organizaciones sociales frente al Palacio de Justicia una semana más tarde, cuando agentes de la Policía de la Ciudad cercaron y terminaron deteniendo a manifestantes que se retiraban de manera pacífica. Ya lo había dicho alguien tan distante de las izquierdas o el kirchnerismo como la lideresa de la Coalición Cívica, Elisa Carrió: «Este proyecto solo cierra con represión». Y para eso están Bullrich y el nuevo jefe de la policía porteña, Diego Kravetz. Lo de la vicepresidenta Victoria Villarruel, por el momento jugando en un segundo plano, parece destinado a sumar masa crítica en las Fuerzas Armadas para reconstruir la alianza cívico-militar de 1976.
Como sea, la apuesta de Milei y el grupo de estudios de abogados que elaboraron tanto el DNU como la ley ómnibus es ir lo más rápido posible hacia una reforma radical que demuela esas otras bases en las que se erigió esta Argentina que conocemos. La velocidad es primordial, porque el plan es machacar en caliente antes de que los votantes fieles de Milei, ese 30% de las PASO y la primera vuelta, se terminen de dar cuenta de que la casta eran ellos.
Pero si las condiciones no permiten avanzar al ritmo que se pretende desde la habitación del Hotel Libertador, está la amenaza de convocar a una consulta popular para avalar la reforma esquivando el rechazo legislativo. Milei no habló ante el recinto cuando asumió el cargo, sino de espaldas al Congreso. Más claro no podría haber sido. El que no quiso darse cuenta es porque estaba mirando otro partido. Y el fundador de La Libertad Avanza parece seguir los pasos de algunos antecesores regionales en esto de pasar por sobre las instituciones.
Democracias en tensión
El precedente más cercano es, por cierto, el salvadoreño Nayib Bukele. En el Gobierno desde 2019, este empresario publicitario pertenece a esa camada de presidentes de alto perfil que no dudan en imponer sus propuestas aun contra la letra y el espíritu de la ley. Su justificativo es que necesitaba mano dura para combatir la violencia de las maras. Las fotos de miles de detenidos humillados en las superpobladas cárceles salvadoreñas –muchos de ellos literalmente «cazados» en las calles y sin delitos comprobados– escandalizaron al mundo, pero le granjearon las simpatías del electorado salvadoreño, que no vio con malos ojos su ingreso a la fuerza a la Asamblea Nacional (Congreso) en febrero de 2020 para que los diputados le votaran un paquete de leyes de inversión. Luego, obtuvo mayorías para descabezar al Poder Judicial y remover a todos los integrantes de la Corte Suprema y la Procuraduría General.
El otro espejo de Milei es Alberto Fujimori, quien recuperó la libertad el último 6 de diciembre, luego de haber pasado los últimos 18 años cumpliendo sentencias por violaciones a los derechos humanos y corrupción. Fujimori impuso el neoliberalismo más extremo en Perú, en los años 90, cuando en estas pampas gobernaba Carlos Menem, otro modelo para Milei, y luego cayó en desgracia.
Cuando asumió, en 1990, este ingeniero de origen japonés lidió con un congreso de mayoría opositora, pero que le concedió en grajeas poderes especiales para las reformas neoliberales que tanto el FMI como el Banco Mundial requerían en el marco del Consenso de Washington. Para entonces, Perú atravesaba una inflación del 7.000% al año. Mientras tanto, se extendía en el país la lucha contra la guerrilla de Sendero Luminoso, lo que le daba un rol fundamental a las Fuerzas Armadas.
En ese escenario, había un choque generalizado entre las medidas que trataba de imponer el presidente y las denuncias por violaciones a derechos humanos en el interior del país a que los diputados prestaban oídos y trataban de dar respuesta institucional. Hasta que el 5 de abril de 1992, en un discurso por cadena nacional, Fujimori anunció que disolvía el Congreso y establecía una profunda reforma del Poder Judicial. El «Fujimorazo» fue un vuelo sin paracaídas en el que el presidente modificó las reglas de juego a voluntad –hasta cambió la Constitución nacional– y pudo quedarse en la Casa de Pizarro por diez años.
Pero en noviembre de 2000, la sucesión de escándalos de todo tipo, desde la compra de votos a la venta ilegal de armas, sumada a delitos de lesa humanidad y la esterilización forzosa de cerca de 200.000 mujeres indígenas, lo puso en la picota. Sabiéndose perdido, asistió a una cumbre presidencial en Brunei y de allí viajó a Japón, desde donde renunció al cargo. El Congreso no le aceptó la dimisión y lo destituyó por «permanente incapacidad moral». El último capítulo de esta saga –donde hubo extradiciones, liberaciones, amnistías y regreso a las cárceles– se desarrolló hace 20 días.
En esta Argentina atribulada por una alta inflación que el nuevo Gobierno se empeña en asimilar a una híper, no existen maras ni guerrilla, pero sí creatividad. En su anterior gestión, Bullrich llevó a cabo operaciones contra la supuesta Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). Ahora el enemigo son las marchas contra las peligrosas políticas del nuevo Gobierno. En el Poder Legislativo y el Judicial todavía no hubo respuestas contundentes y preocupadas contra este avance sobre las instituciones. ¿Será que no la ven o que entre ellos hay socios del silencio?