6 de febrero de 2024
Pragmático de pura cepa, su nombramiento como secretario de Turismo, Ambiente y Deporte de Javier Milei corona una historia de lealtades cambiantes. Retrato de un hombre perseverante.
Al principio, el asunto hizo suponer que se trataba de una fake. Pero, con suma celeridad, el vocero presidencial, Manuel Adorni, despejó tal impresión, no sin añadir un dato clave:
–Daniel Scioli es una persona de confianza del ministro (del Interior) Guillermo Francos, en quien confía –insistió– para llevar adelante la tarea de ser secretario de Turismo, Ambiente y Deporte de la Nación.
Una oleada de asombro, aunque carente de estupor, atravesó entonces a la opinión pública. ¿Acaso se cumplía la teoría del eterno retorno? Porque el primer cargo gubernamental que ese hombre obtuvo fue precisamente el de secretario de Turismo (a secas), entre diciembre de 2001 y mayo de 2003, tras ocupar una banca en la Cámara de Diputados. En esa ocasión, su mentor fue el efímero presidente Adolfo Rodríguez Saa, velozmente sucedido por Eduardo Duhalde, quien lo conservó a su lado.
Desde entonces ya transcurrieron más de dos décadas. En dicho lapso, Scioli llegó a ser –por momentos– una figura central de la política argentina, siempre bajo las banderas del peronismo. Hasta ahora, cuando su sorpresivo pase a un régimen neoliberal de ultraderecha (sin contabilizar las semanas en las cuales la actual Cancillería lo retuvo como embajador en Brasil) aporta una nueva cuota de irrealidad a la alocada distopía del presente.
¿Qué clase de ambición habría palpitado en Scioli como para aceptar a pies juntillas semejante nombramiento?
Al respecto, bien vale bucear en su pasado.
Las llamaradas
Durante la madrugada del 15 de mayo de 1986 hubo un incendio, que fue calificado por la prensa de «dantesco», en el edificio de avenida Callao 2014, del barrio de Recoleta. Las llamas se habían iniciado en una especie de cabaña construida ilegalmente en el patio trasero de un departamento del noveno piso.
La joven pareja que lo habitaba pudo saltar en baby doll y pijama a un balcón lindante. Ella se quebró un tobillo; él tosía monóxido de carbono.
La noche anterior, luego de un asado con amigos, fueron a dormir sin apagar del todo las brasas.
Para ellos fue una desgracia con suerte.
En ese momento estaba a la vista el efecto de aquel descuido: el fuego ya envolvía los pisos superiores; otros vecinos –algunos en paños menores– evacuaban atropelladamente el lugar, y en el ascensor, trabado entre el sexto y el séptimo piso, yacía el cadáver chamuscado del portero.
En medio de aquellas circunstancias, el hombre del pijama, al ser subido a una ambulancia en estado de shock, de pronto abrió los párpados. Y gritó:
–¡Mi Rolex! ¡Busquen mi Rolex!
Luego, se desvaneció.
Era nada menos que Daniel Scioli.
Por entonces, a los 29 años, él ya poseía una módica celebridad a raíz de una extravagancia deportiva: la motonáutica.
Sus hazañas semanales como piloto de la clase 6L del Offshore solían ser transmitidas en vivo desde un helicóptero por Canal 9 (emisora de la que su padre, José Osvaldo, era accionista, además de regentear su propia cadena de tiendas dedicadas al rubro de los electrodomésticos).
Lo cierto es que aquella vidriera televisiva hizo que la pinturería Alba patrocinara su campaña sin fijarse en gastos. Tanto es así que hasta repatrió de Nueva York al artista plástico Pérez Celis para decorar –por 15.000 dólares– la lancha del campeón. Su pincel dejó sobre la carrocería una vistosa llamarada roja y amarilla.
Esa misma nave lo llevó a plantarse de cara ante la muerte, luego de que una ola producida por un buque petrolero lo hiciera volar por el aire para caer de refilón sobre su brazo derecho, mutilándoselo de cuajo. Eso ocurrió el 4 de diciembre de 1989 en el río Paraná, a la altura de Rosario, durante el último tramo de una competencia internacional.
Scioli fue trasladado con desesperante apuro a un quirófano, mientras en el río aún se buscaba el brazo con miras a un implante.
Quizás, en estado de shock, él haya recordado la llamarada del maestro Pérez Celis. Es que, de pronto, abrió los párpados. Y gritó:
–¡La carrocería! ¡Busquen la carrocería!
Luego, se desvaneció.
El animal político
No es una exageración alegar que Scioli hizo del infortunio su fortaleza. Tal cualidad, en el campo de la motonáutica, se tradujo en el logro consecutivo de ocho títulos mundiales. Su arribo a las movedizas arenas de la política –vista por algunos con desdén– fue el inicio de una carrera meteórica y ascendente: desde 1997 (además de legislador y secretario de Turismo, como ya se dijo) fue el primer vicepresidente de la era kirchnerista y gobernador de Buenos Aires durante dos períodos.
En ese tránsito supo sepultar su alineamiento con Carlos Menem (quien propició su llegada al Congreso de la Nación) y, luego, el vínculo que lo unía a Duhalde (quien le arrimó su nombre a Néstor Kirchner para acompañarlo en la fórmula electoral de 2003). El corredor de lanchas resultó ser un pragmático de pura cepa, con una habilidad notable en la sustitución de lealtades.
A fines de 2007, cuando se convirtió en gobernador de la provincia más vasta y populosa del país, su figura ya brillaba con luz propia.
Los ocho años en La Plata le depararon una imagen saludable, al punto de ser honrado con la candidatura presidencial en las elecciones de 2015.
Scioli estaba convencido de que aquello fue fruto de su filosa cruzada contra la inseguridad. En este punto es necesario detenernos.
Su primer ministro del área fue nada menos que el fiscal (en licencia) Carlos Stornelli, un ser de luz. Pues bien, para comenzar borró de un plumazo la reforma policial realizada por León Arslanián, restaurando las atribuciones más picantes que La Bonaerense había tenido en sus peores épocas. Y así fue cómo esa fuerza volvió a gerenciar casi todos los delitos contemplados por el Código Penal. En fin, «mano dura» y presencia policial en las calles a cambio de «vista gorda» ante los negocios de los uniformados, para así establecer una ilusoria sensación de orden. Tal fórmula de demagogia punitiva continuó con su reemplazante, Ricardo Casal, un antiguo oficial penitenciario con diploma de abogado, a quien Scioli adoraba. Ese individuo fue su ministro preferido y el fetiche de su gestión.
Scioli abandonó La Plata en diciembre de 2015 con la cabeza gacha. No solo finalizaba una etapa que lo llevó al cenit de su carrera política, sino que, además, su ensoñación presidencialista acababa de desplomarse al ser vencido por Mauricio Macri en las elecciones de ese año.
Su destino inmediato fue el ostracismo.
Cuatro años después, ya bajo el gobierno de Alberto Fernández, obtuvo el conchabo de embajador en Brasil. Un exilio dorado.
Ahora, con Javier Milei en la Casa Rosada, vuelve a la vida (pública).
Es que para él nunca está dicha la última palabra.