21 de marzo de 2024
El sistema de redistribución de impuestos nacionales es casi un muestrario de las crisis económicas y políticas que atravesaron la historia del país. Enmiendas para sostener un régimen solidario entre provincias.
La coparticipación es un sistema por el cual la Nación redistribuye parte de la recaudación de ciertos impuestos nacionales, de modo que las jurisdicciones con mayores recursos cedan algo en favor de las que menos tienen. Es decir, un régimen solidario entre las provincias. Sin coparticipación las disparidades regionales se agudizarían, aumentando los desequilibrios. Las consecuencias serían perniciosas para el conjunto, ya que conllevaría atraso en el desarrollo de ciertas regiones, fenómenos migratorios sin planificación sociourbana adecuada, pérdida de soberanía en territorios estratégicos, entre otras.
Las relaciones entre los tres niveles de gobierno −nación, provincias y municipios−, son el resultado de enfrentamientos y acuerdos a lo largo de nuestra historia. La mayoría de las provincias son anteriores al Estado nacional. Sin embargo, le resignaron el monopolio de las fuerzas armadas, la emisión de moneda y los recursos de la Aduana a esta nueva entidad, que carecía de territorio propio, hasta dar con los estrechos confines de la Capital Federal.
En la Constitución Nacional de 1853/1860 se acordó que la Nación recaudase por Aduana (derechos al comercio exterior) y las provincias por impuestos internos (directos o indirectos). Tras la crisis de balance de pagos de 1890, la Nación vio afectada su recaudación y debió comenzar a mudar su fuente de ingresos, a una más estable. Así, algunos impuestos directos e indirectos pasaron a ser concurrentes entre Nación y provincias. Tras la crisis de 1930 tampoco alcanzó con los impuestos indirectos, y el Estado nacional debió buscar nuevas fuentes de recaudación, sancionando en 1932 el impuesto a los réditos (futuro impuesto a las Ganancias).
Ante las severas crisis, la Nación avanzó sobre impuestos que eran exclusivos de las provincias y que cobraban en sus territorios. Así, se tornó necesario administrar esa yuxtaposición de competencias y conformar un régimen que redistribuyera a las provincias parte de lo recaudado por la Nación. En 1935 nació la coparticipación federal de impuestos, donde las provincias se comprometieron a derogar impuestos internos vigentes. Después se agregó la coparticipación de los impuestos a las ventas y a los réditos; y más tarde los impuestos a las ganancias eventuales y beneficios extraordinarios.
De transitoria a eterna
En 1973 se unificaron todos estos regímenes de coparticipación en la Ley 20.221, que incluían todos los impuestos nacionales, salvo los del comercio exterior y los que tuvieran asignación específica. A partir de ese año, el 48,5% de los recursos coparticipables se repartían entre las provincias y se introdujo un criterio de distribución a través de coeficientes, teniendo en cuenta indicadores económicos y sociales.
Durante la dictadura cívico-militar el Ejecutivo inició un proceso de descentralización fiscal, transfiriendo a las provincias la obligación de proveer servicios de salud y educación (primaria) sin pasarles el financiamiento respectivo. La fuerte caída del salario real dispuesto por el régimen dictatorial, sumado a la reducción de los aportes patronales, y a la política de desindustrialización, llevó a que en 1980 se introdujeran las precoparticipaciones: una parte del IVA pasó a cubrir el sistema de seguridad social. Las provincias comenzaron a experimentar ahogos financieros pasando a depender cada vez más de lo Aportes del Tesoro Nacional (ATN) por fuera de la coparticipación.
La Ley 20.221 perdió vigencia al finalizar 1984 pero no fue posible llegar a un nuevo consenso. La Nación quedó así en la potestad de repartir los recursos de forma discrecional. En 1988 comenzó a regir una ley transitoria, la 23.548, con fecha de caducidad al 31 de diciembre de 1989, que incluía una prórroga automática, en caso de no llegarse a ningún acuerdo, situación que efectivamente sucedió. Ante el problema del traspaso de los servicios, se aumentó del 48,5% al 54,66% la distribución total del Estado a las provincias; pero no se contempló ningún criterio para la posterior distribución de ese total a cada una de las provincias. Los coeficientes se establecieron cristalizando las distribuciones realizadas durante el Gobierno de Raúl Alfonsín, cuando no regía ninguna ley de coparticipación y el reparto era discrecional. Por otra parte, se puso límites a los ATN, solo serían del 1% de los impuestos coparticipables.
Con la reforma de la Constitución de 1994 se elaboró un nuevo sistema que debía sancionarse a fines de 1996, dándole por primera vez rango constitucional. Al tiempo que, a las provincias se les seguía transfiriendo servicios sin recursos, para maquillar la reducción del tamaño del Estado nacional ante el FMI, y de paso, disciplinarlas. Eran épocas en las que el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo sostenía que algunas provincias eran «inviables» y debían reagruparse.
En esa ocasión tampoco se llegó a un consenso. La solución fue concertar diversos arreglos por fuera de la coparticipación. Los nombres revelan el clima de cada época. Así, en los comienzos de la convertibilidad, la hegemonía menemista planteó los «Pactos» (1992 y 1993); las dificultades de la Alianza, ante la inminente crisis de la convertibilidad, dispuso «Compromisos» (1999 y 2000); la recuperación de la posconvertibilidad convocó a «Acuerdos» (2002 y 2016); y en la pérdida de mayorías en los oficialismos se apeló a los «Consensos» (2017, 2018 y 2020). De este modo, con la ley coexisten regímenes especiales para financiar diversos fondos nacionales y programas específicos. Estos conformaron lo que se suele llamar «el laberinto de la coparticipación» en la cual estamos atrapados. De los laberintos se sale por arriba, pero deben salir 24 provincias, todas al mismo tiempo.