18 de abril de 2024
Raquel Robles (Santa Fe, 1971) es docente especializada en la gestión de instituciones educativas y escritora. Ha publicado entre otros libros las novelas Perder (Premio Clarín, 2008), La dieta de las malas noticias (2012), Pequeños combatientes (2013) y Papá ha muerto (2019) y el libro de cuentos La política del detalle (2019). Es miembro fundador de la organización H.I.J.O.S.
Alrededor reina un silencio absoluto, perturbado sólo de tanto en tanto por el roer del ratón detrás del aparador. Afuera la ventisca silba como una bruja: aúlla, escupe, ríe a carcajadas. El contraste entre el escándalo de ruido afuera y la quietud adentro genera una expectación algo violenta. A Pozdek los ratones siempre lo habían impresionado. Vivir en ese pueblo de campo no había logrado adormecer el escozor y el asco que le daban los ratones. La gente parecía tener una relación simplemente territorial con los roedores. Mientras no invadieran demasiado nadie se molestaba en acciones drásticas.
El médico estaba sentado en un sillón ancho y oscuro. El estetoscopio descansaba en su falda como si fuera un gatito con la cola enrulada. «Ya casi no ejerzo. O más bien le podría decir que ahora mi tarea es más bien la de un consejero o un confesor. Escucho a la gente, le recomiendo cambios en la alimentación, la mando a caminar media hora por día y a tomar grandes cantidades de agua. Si no se mejoran con eso les digo que vayan al hospital. Pero ya ni siquiera receto medicamentos. Eso quedó atrás, cuando era joven y estaba solo con una enfermera y un ayudante. No tiene idea de lo terrorífica que es la tarea de un médico en un pueblo perdido como este.»
Pozdek sostiene la taza de té con las dos manos, como si necesitara darse calor. Es la noción de la nieve y del frío lo que lo tiene envarado como si recién hubiera sido rescatado de una tormenta. Porque en realidad adentro la estufa y la chimenea generan un calor agobiante. Eso y el ratón. Quiere escuchar al médico, pero no puede evitar imaginar al ratón agarrando con sus dos manitas tiernas un pedazo de pan mientras lo talla con los dientes. El sonido tenaz del ratón diligente se cuela en el espacio de silencio que hace el doctor entre palabra y palabra.
«Para mí es fácil aconsejarlo en el tema que lo preocupa, joven. Es simple. Yo odio la muerte. No crea que es una metáfora cuando los médicos decimos que combatimos contra la muerte. Es así. A veces la vencemos, a veces negociamos con ella.» Pozdek piensa que no se le había ocurrido la posibilidad de una negociación. Tal vez podría haber algo en el medio. Pero ¿qué podría haber entre la justicia y la venganza? Quizás la venganza podría no ser la muerte. Un castigo como el de vivir en una casa asediada por ratones. Tener que defender cada pedazo de comida, las patas de la mesa roídas, las noches con los cientos de ojitos brillando en la oscuridad. Sería un castigo insoportable. Mucho peor que la muerte. Pero tal vez no fuera insoportable más que para él. Si hubiera matado en el momento hubiera sido fácil. O bueno, hubiera sido posible. Pero ahora el ardor se iba disipando y no sabía si iba a ser capaz. «¿Quiere que encendamos una luz?» Pozdek se levanta de su silla y va hasta la ventana.
El médico sigue sentado en su sillón. Ahora se dan la espalda mutuamente. «No me di cuenta de que se había hecho de noche.» Pozdek hace dibujitos en el vidrio empañado. «En invierno los días son un suspiro. Cuando llegué acá supe lo que era el invierno. En la ciudad el invierno es otra cosa. En el campo el viento no se topa con nada, o con casi nada. Yo creía que el viento sólo aullaba en las novelas, pero no, el viento aúlla de verdad.»
El gatito-estetoscopio apenas se mueve en la falda del doctor. «Cuando me mandaron a este pueblo para hacer la residencia creí que iba a ser una aventura bucólica, que iba a atender catarros y a lo sumo piernas rotas de niños que jugaban a tirarse desde las lomas resbalando en la nieve. Pero la primera paciente que me tocó se había destrozado una pierna con una segadora.» Pozdek está tieso. Más tieso que antes. La espalda contra la ventana, los ojos muy abiertos. En la sala se escucha un leve zumbido de la estufa, el fuego que de pronto hace estallar el fruto de un eucalipto, algunos bichos que vuelan alrededor de la lámpara. Pero no se escucha al diligente ratón. Ya no está royendo nada. Tampoco se sienten sus patitas corriendo de un lado al otro detrás del aparador. ¿Dónde está, entonces? Ningún ratón se atrevería a dejarse ver, a irrumpir en una sala con dos humanos y la luz de una lámpara. ¿O sí?
A Pozdek se le seca la boca. Quiere salir corriendo, pero no puede. Un aliento helado le encoge el estómago. Quiere decir algo, pero no se le ocurre qué. Vino con un propósito muy profundo y ahora no puede pensar en otra cosa más que en ese ratón. El médico mete la mano en el bolsillo y saca un turrón. Se pone de pie y deja su estetoscopio en el sillón. Lo deja con delicadeza y se desplaza lentamente. Va hasta el aparador y le da unos golpecitos con su bastón. Después desgrana unas migas de turrón en un rincón de la sala y vuelve a sentarse. El ratón sale, rápido, tímido, decidido y se zampa la golosina. Pozdek siente un vahído. La consciencia se separa de su cuerpo un momento y no sabe si está viendo lo que ve o es un sueño, una alucinación creada por el cansancio, por la presión, por el miedo, por el tiempo que apremia y la decisión que es cada vez más difícil de tomar.
«Amigo, todas las vidas valen. No es un cliché, no es una frase hecha. Se lo digo yo que he salvado a energúmenos que no merecían respirar el mismo aire que nosotros. Pero la vida es más que quien la porta. Fíjese en ese ratón. Quién nos da derecho a decidir que nuestra vida es más importante que la de él. Salvar una vida es mejor venganza que matar.» No era una alucinación entonces. El ratón estaba ahí, estaba en el rincón, comía, hacía ruiditos con los dientes. Pozdek toma con precaución el tapado del perchero. Casi sin moverse, articulando sólo los brazos. Para alcanzar la puerta tiene que pasar muy cerca del ratón. Cierra los ojos con fuerza, después los abre y se concentra en el picaporte de la puerta. «Gracias por todo, doctor, no se moleste, la llave está puesta.» Las piernas le tiemblan y el estómago se retoba en espasmos de asco. Calcula los pasos –cuatro– y los da con determinación.
El saludo del médico le queda estampado en la espalda. El viento helado le da un cachetazo en cada mejilla y la nieve le moja inmediatamente los pantalones por debajo del tapado. Pero no importa. Se siente libre, casi feliz, tiene ganas de correr. La nieve blanca, prístina, debe haber congelado a los ratones o los habrá mandado al calor de las casas. No al calor de la suya porque está llena de veneno para ratas. Por afuera, en los rincones, detrás de las alacenas, por todas partes. El prospecto decía que no iba a encontrar ratas muertas porque se iban a morir a la intimidad de sus nidos. Se siente malo. O no tan noble como el médico. Quiere pensar que si hubiera nacido en la generación de sus padres al menos no hubiera sido soldado. No hubiera matado gente indefensa con los brazos levantados. De haber estado sediento de muerte, hubiera sido guerrillero, hubiera matado cinco por uno. Cinco soldados por cada compañero muerto. Aunque quién sabe. Tal vez hubiera sido un cobarde corriendo por la nieve huyendo de un ratoncito comedor de migas.