12 de julio de 2017
La quita de 70.000 pensiones a personas con discapacidad es una nueva escalada en el ajuste fiscal. Se apuntó a uno de los sectores más excluidos de la población, caracterizado por un elevado índice de pobreza.
Dos factores explican la alta correlación entre discapacidad y pobreza. Sufren mayor desempleo, cercano al 80%, y deben afrontar gastos adicionales al resto de la población, por necesidad de transporte accesible, asistencia personal y tratamientos para la salud. En tanto, en comunidades pobres prevalece más la discapacidad. La pensión que se otorga a quienes no trabajan, es apenas un paliativo, pero esencial para la subsistencia. Su eliminación, sumada a las políticas inflacionarias de Cambiemos, es un cóctel letal para el sector. Asimismo, la medida dejó entrever la concepción retrógrada de la discapacidad que tienen los funcionarios. Se fundamentó apelando a un decreto de 1997 que define la incapacidad laboral a partir de métricas médicas, cuando esta surge de la interacción de la persona con el entorno. El énfasis debe centrarse en derribar las barreras que la sociedad impone y no en el déficit de la persona. Así lo plantea la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad de ONU, norma que obliga al país a armonizar su legislación. Ello amerita el reemplazo del decreto por uno respetuoso de la dignidad de las personas.
Para colmo, semanas atrás se lanzó, con «globos y platillos», un Plan Nacional de Discapacidad que por el momento es puro marketing. No tiene metas ni presupuesto. Es el Estado quien debe garantizar trabajo antes que eliminar pensiones, pero no hay indicio de avances en esa dirección. Sin duda, un caso testigo de cómo Cambiemos piensa al Estado. Un puñal para los sectores más vulnerables.