11 de mayo de 2024
Predicó con el ejemplo, hizo del compromiso político y social una bandera enarbolada contra la desigualdad y la injusticia. Lo mató una patota de ultraderecha al salir de misa.
Homenaje. El barrio donde vivió y catequizó lleva su nombre.
Foto: Getty Images
Su linaje, su cuna en el Palacio Ugarteche, su perfume importado y, muchísimo menos, su estampa de galán de cine; nada de él, todavía de sotana negra, hacía juego en el conventillo que visitaba en el barrio de Constitución. La piedad era cosa del Señor, sí. Pero aquella tarde tras el golpe de Estado de 1955 Carlos Mugica descubriría otra cosa, pintada con tiza en un callejón: «Sin Perón no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos». Los pobres a los que empezaba a querer no estaban del lado de la Iglesia que lo había enamorado.
Esa dicotomía la comprobó, ya ordenado, en la Parroquia del Socorro en la Recoleta, frente a monseñor Antonio Caggiano, su máxima autoridad. Ante las quejas de los feligreses por su prédica en favor de los más necesitados, Mugica replicó que «la misión del sacerdote es evangelizar a los pobres e interpelar a los ricos, pero a veces los ricos no quieren escuchar».
Ya en los 70, también en una disputa con su autoridad eclesiástica, monseñor Juan Carlos Aramburu, otra vez por sus plegarias y, además, por su creciente actividad política, el cura explicó que «he dedicado y dedicaré mi sacerdocio a la defensa de los oprimidos. Podría dedicarme exclusivamente a las clases más altas, lo que es más agradable, me evitaría problemas y conquistaría su adhesión».
Para ese entonces Mugica era un «cura villero». Bien metidos los pies en el barro de la Villa 31, cara visible del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, el grupo que, junto con compañeros como Daniel de la Serra, Hugo Botán, Jorge Vernazza y Rodolfo Ricciardelli, se proponía «estar presente en el mundo trabajador y pobre, compartiendo su suerte, buscando intensificar una imagen de Iglesia solidaria y accesible».
En las vísperas de los 50 años del asesinato del padre Mugica, la tensión entre una Iglesia que miraba a los descartados y las periferias y otra que miraba para otro lado ante la desigualdad y la injusticia social sigue hoy como ayer. Otras disputas afectaron y hasta causaron el crimen del sacerdote: Montoneros, el peronismo y un mundo que ardía con el ideal del «hombre nuevo».
De armas y arados
Mugica conoció a Mario Firmenich y Carlos Ramus cuando estos estudiaban en el Colegio Nacional Buenos Aires. Solía llevarlos a viajes misioneros a predicar con el ejemplo. Un día, en Reconquista (Santa Fe), al cierre de una jornada de visita a obreros cansados de ser «la alpargata del patrón», el cura reunió al grupo alrededor del fuego para interpelarlos con una pregunta: «¿Qué hiciste hoy por tus hermanos? ¿Y qué no hiciste? Para nosotros la auténtica revolución significa formar hombres que vivan en función de servicio hacia los otros. El ideal de la vida cristiana es tener lo suficiente, lo necesario, nada más».
Esa revolución tomaría otras formas y caminos. Y Mugica sabía diferenciarlos: «Yo debería estar en Montoneros, porque me siento responsable del camino que tomaron estos chicos. Yo los formé en aquellas excursiones de scoutismo católico, yo los llevé a la villa de Retiro, para que vean de cerca cómo vivían sus hermanos… Pero no puedo estar ahí y por eso me separé de ellos hace tiempo, porque estoy dispuesto a que me maten, pero no estoy dispuesto a matar». La disidencia se haría más palpable en una misa en conmemoración por la muerte de Fernando Abal Medina y Ramus, donde Mugica, citando a la Biblia, sentenció: «Hay que dejar las armas y empuñar los arados». Montoneros, de todas formas, le había ofrecido al cura ser primer candidato a diputado para las elecciones de marzo de 1973. Orgánico, pidió opinión al MSTM. Le aconsejaron que desista.
Fue el principio del fin.
Textual. «La misión del sacerdote es evangelizar a los pobres e interpelar a los ricos».
Foto: AGN
Juan Domingo Perón (que había regresado a Argentina a fines de 1972 en un vuelo que compartió, entre otros, con Mugica) le propuso sumarse al Ministerio de Bienestar Social, que –en rigor– estaba bajo el control de José López Rega. El sacerdote se había posicionado sin dobleces junto al tres veces presidente en el enfrentamiento entre su modelo de conducción y la tracción de los «jóvenes imberbes» echados de la Plaza. Decía Mugica que «si la juventud renuncia a buscar la revolución en los libros (con el peligro de morirse en un error de imprenta) y asciende al pueblo asumiendo sus problemas reales y su lucha por acabar con el gran pecado de nuestro tiempo, la explotación del hombre por el hombre, el destino de la revolución justicialista quedará asegurado».
Con una pala en la mano
Tales palabras encandilaron a Perón, enojaron definitivamente a Montoneros y despertaron el celo en el creador de la temible «Triple A». Mugica trabajaría ad honorem solo tres meses. Vio que su nombramiento era apenas una máscara, limitado en capacidad operativa real para concretar su sueño: construir 500.000 viviendas populares para convertir las villas en barrios obreros. Renunció, no sin antes denunciar públicamente que los planes del Ministerio no eran los de aliviar los padecimientos de las clases bajas sino ir a la erradicación de la villa para (ayer como hoy) negocios inmobiliarios. «El Brujo» no se lo perdonó.
El 11 de mayo de 1974, cuando terminaba de dar misa en la Parroquia San Francisco Solano de Mataderos, Mugica fue asesinado a balazos en la vereda. A su lado estaba su colaborador más cercano, Ricardo Capelli, quien sobrevivió a pesar de haber recibido cuatro tiros. Muchos años más tarde dio a la Justicia el identikit del asesino. Era Ricardo Almirón, custodio de López Rega. El jefe y su sicario se fugarían juntos a España meses después del crimen. En la patota asesina estaba también otro custodio de «Lopecito», Juan Ramón Morales. Almirón y él están acusados de haber matado también a, entre otros, Rodolfo Ortega Peña, Silvio Frondizi y Julio Troxler. Almirón fue extraditado en 2008. Quedó preso y murió un año después. Morales nunca tuvo juicio, murió impune en 2007.
Mugica es presente y futuro. Así lo asegura el equipo de sacerdotes para la pastoral en las villas (al que el papa Francisco visibilizó hacia adentro y fuera de la Santa Sede dándole a uno de ellos la jerarquía de Obispo). Rescatan el compromiso del cura con la política que «como forma más alta de caridad, nos anima a exigir la presencia de un Estado que no se aleje de los más pobres». Y destacan su tarea en las villas, «que nos pide que se logre la tan necesaria integración sociourbana de los más de 5.000 barrios populares. Y que la Iglesia organizada tenga presencia activa en cada uno de ellos».
Fue la pluma del escritor Dalmiro Sáenz la que acaso dio el perfil más humano sobre un hombre de fe: «Yo no creo en Dios, creo en los curas. Esa frase la oí en una Villa Miseria. Me la dijo un hombre con una pala en la mano mientras señalaba al padre Mugica con la cabeza».
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