9 de junio de 2024
Miguel Vitagliano (Buenos Aires, 1961) es escritor, crítico y titular de la cátedra Teoría Literaria III en la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado, entre otras, las novelas Posdata para las flores (1991), Los ojos así (1996, Premio Anna-Seghers Preis), Vuelo triunfal (2003), La educación de los sentidos (2006); Cuarteto para autos viejos (2008) y Enterrados (2018). Como ensayista, es autor de Papeles para una novela (2010), Lecturas críticas sobre la narrativa argentina (1996) y, coautor, con Abel
Gilbert, de El terror y la gloria. La vida, el fútbol y la política en la Argentina del Mundial del 78 (1998).
Aristóteles Onassis
No era un buen estudiante. Decía que no necesitaba diplomas para hacer lo que quería, y su padre le repetía lo mismo desde la infancia: «Ari, hay que hablar menos y escuchar más».
Había nacido en 1906, en Esmirna, Grecia; el padre se llamaba Sócrates y era un próspero comerciante de tabaco. Perdió a su madre a los seis años. Recordaba poco de ella, acaso por eso sintió, a lo largo de la vida, que encontraba destellos de su presencia en las situaciones más diversas. A veces en las manos de una mujer que dormía a su lado, en el olor a pan caliente, en un barco durante la caída de sol, o en sus propios ojos, como en ese instante en que levantó la cabeza del lavabo y se miró al espejo. Sí, estaba dispuesto a emigrar hacia Buenos Aires; Sócrates solía decirle que era una buena ciudad para continuar con el negocio del tabaco.
Onassis llegó al Río de la Plata con 17 años, algún dinero y las enseñanzas del padre. El empleo que consiguió fue en la United Telephone y le pareció una ironía: tanto le habían dicho que escuchara a las personas y ahora debía pasarse las noches conectando llamadas entre desconocidos. Un trabajo mecánico y aburrido, nunca oía que hablaran de algo interesante. Una madrugada, sin embargo, lo atrajo una conversación en inglés; hablaban de un negocio financiero, de la conmoción que iba a producirse en la Bolsa de Buenos Aires ante la compra de un importante frigorífico por inversionistas norteamericanos. ¿Sería su oportunidad? Memorizó los detalles y horas después se presentó en la oficina de un comisionista de Bolsa. Compró acciones de la empresa, que pronto multiplicaron su precio en el mercado.
–Una decisión muy oportuna –comentó el comisionista y se guardó el pulgar en el bolsillo del chaleco, escrutando al joven cliente-. ¿Cómo se le ocurrió?
Onassis pensó en su padre y mantuvo la boca cerrada.
Con el dinero de esa inversión –a las que se sumaron otras dos no tan exitosas–, hizo la primera importación de tabaco desde Grecia y se la vendió a Piccardo. Muchísimo después llegarían sus negocios como empresario naviero y los fletes marítimos para transportar el petróleo de los yacimientos descubiertos en el Golfo Pérsico. El mundo soñaba con barcos y Onassis supo escucharlo. Al dejar Argentina en 1932, a sus 26 años, depositó en una cuenta en Suiza el primer millón de dólares.
Pero volvamos a la mañana en que se despedía del comisionista, cuando aún no vislumbraba convertirse en uno de los millonarios más populares del siglo XX. ¿Qué hizo ese día? Nada en especial, regresó al trabajo convencido de que debía estar alerta a las conversaciones. Pronto lo despidieron por andar espiando. Buscó un nuevo trabajo. Consiguió uno de lavacopas en una confitería de Corrientes y Talcahuano de nombre más que significativo, La Real. De inmediato se hizo amigo de un joven empleado en el negocio de al lado, César Tiempo. Solo le esquivaba el diálogo en cuanto entraba a La Real gente del espectáculo. Sobre todo, el cantor al que admiraba desde que lo oyó la primera vez. Gardel le regalaba cada tanto una de sus sonrisas. Fue en una madrugada de otoño que Onassis persiguió el recorrido que hacía el pocillo usado por Gardel hasta llegar a la cocina. Lo enjuagó apenas, como si tocara un alma, y enseguida lo escondió entre sus pertinencias para llevárselo.
A los 34 años iba a sumar a sus posesiones el primer barco petrolero y pronto se convirtió en «El griego de oro». Vivió un gran amor con María Callas con quien se casó en 1959, y se divorció en 1968 para unirse a Jacqueline Kennedy. Hasta el día de su muerte, en 1975, siempre supo distraerse cuando alguien le preguntaba por ese pocillo de café que atesoraba entre sus más preciadas pertenencias.
Julio Otto Dittrich
Nació en 1872 en Alsacia, por entonces territorio alemán, y emigró a Buenos Aires a los dieciocho años. El joven Dittrich sabía muy poco del país, aunque le parecía suficiente: todo estaba por hacerse en esa nueva tierra. Durante el cruce del Atlántico no dejó de pensar en barcos y máquinas, en lo magnífico que sería inventar nuevas cosas que hicieran disfrutable la vida de los hombres. En Buenos Aires trabajó en industrias metalúrgicas y llegó a emplearse como ingeniero maquinista en la marina de guerra. Militó en el Partido Socialista y, siguiendo las recomendaciones partidarias, adoptó la nacionalidad argentina. Tuvo mujer, tuvo hijos, y a todos les mostraba sus inventos, máquinas y novedosos medios de transportes que nunca dejaban de ser proyectos a escala y dibujos.
Las veces que compartía esos inventos con sus compañeros recibía apenas sonrisas incómodas. Jamás una pregunta siquiera sobre el anaranjado de las válvulas de sus máquinas voladoras. Todo estaba en lápiz gris menos esas válvulas rodeadas de una aureola amarilla que sugería la invisible energía eléctrica. Tampoco su esposa decía mucho ante los dibujos, aunque disfrutaba oírlo contar sobre esa energía que podía cambiar la vida de la humanidad.
–¿Y en cuánto tiempo ese tren de electricidad cruza el mar? –podía soltarle al oído en mitad de la noche.
Dittrich se despabilaba y contestaba que no era exactamente un tren, que la gigantesca nave se parecía más a un monstruo alado de miles de ojos, a un avión que llegaría a París en menos de veinte horas. La esposa preguntaba enseguida por el uso de la electricidad en los hogares, las fábricas y las calles, y Dittrich le contaba de sus inventos y también de otros que se le iban ocurriendo mientras la noche se llenaba de luz. Sin duda que fue impulsado por la energía de esos desvelos que un día decidió contar sus inventos más que exponerlos en dibujos y maquetas.
En 1908, a los treinta y cuatro años, logró terminar su proyecto más ambicioso y perfecto. No era una maqueta ni el plano de una máquina, escribió un libro que describía un mundo perfecto lleno de sus inventos. El título fue Buenos Aires en 1950 bajo el régimen socialista. En esa obra estaban resueltas todas las preguntas de su esposa y las que deberían hacerse sus compañeros socialistas.
Dittrich había inventado un mundo socialista con palabras, solo faltaba esperar que los demás se convencieran de su existencia. Un mundo sin dinero en el que la electricidad resolvía los problemas de energía y transporte, un mundo sin miserias, justo y confortable; un mundo en el que la medicina curaba buena parte de las enfermedades y hacía trasplantes valiéndose de prótesis de un material similar a la piel que solucionaba los problemas a cientos de tullidos. Un mundo perfecto y, como tal, un mundo bello, lleno de colorido y sin uniformes.
La mayor parte de esos inventos formaban parte ya de los relatos de Dittrich en sus escenas familiares. La máquina inédita era la invención de la trama del libro que justificaba la descripción de ese mundo. Una trama-engranaje, la revolución, que Dittrich diseñó acorde a las necesidades del futuro inmediato: los hombres comprendían que el socialismo era el único modo digno de vida.
El modo de poner en funcionamiento esa trama-engranaje era sencillo y habitual en las novelas: un padre, después de hibernar en un hospital desde 1925, recupera la conciencia en 1950 y su hijo debe contarle lo que ha ocurrido desde entonces en el mundo. Explicarle qué es la Gran Sociedad Universal, por qué el país ahora integra lo que se llama Pueblo 13 y por qué en todo el mundo se habla el esperanto.
Julio Otto Dittrich murió el 3 de abril de 1950, el mismo año en que había imaginado el despertar de una Argentina socialista. Murió sin sobresaltos, tranquilo y satisfecho.