Cuento | Por Natalia López Gagliardo

Anverso

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Natalia López Gagliardo

Natalia López Gagliardo (El Trébol, Santa Fe, 1987) es profesora en Letras por la Facultad de Humanidades y Artes, en la Universidad Nacional de Rosario, e integra la Coordinación de la carrera de Gestión Cultural, donde además se desempeña como docente del Taller de Escritura I y II. Fue incluida en la antología 9 nueves. Narrativa contemporánea santafesina (2022) y publicó el relato Los tarados (2022). Su libro de cuentos Zippo fue finalista en la edición 2021 del Concurso de Narrativa Manuel Musto, que organiza la Municipalidad de Rosario.

Anoche nevó.

Unos días atrás estábamos especulando con la posibilidad de volver con lluvia, ahora el problema era volver con hielo.

«¿Qué hacemos?»

Habíamos venido por la 178 West desde Simi Valley. Después de hacer una parada técnica en un Starbucks de Bakersfield (la raya del culo del Estado de California), agarramos Kern Canyon Road, ruta que acompaña al homónimo río a través del homónimo cañón, hasta Wofford Heights. Todo muy hermoso, pero el último tramo fue una seguidilla de curvas cerradas y precipicios. Por momentos parecía que se te venía la montaña encima. No. Ya la había pasado mal, no tenía muchas ganas de repetir la experiencia en condiciones adversas.

«Todo nos está diciendo que nos quedemos, no sé, pensalo».

Nos reímos.

Nos reímos, pero no habíamos hecho otra cosa más que hablar de eso, al punto de ir a ver varias propiedades en venta que Leigh consideraba «razonables para nuestro presupuesto». Nuestro viaje a San Francisco nos demostró sin lugar a dudas que nos equivocamos de profesión. Lake Isabella estaba mostrándonos, tal vez, otras posibilidades.

The dream is free, the hustle is sold separately.1

«Maryann dice que es más seguro volver por atrás. Nos va a llevar un poco más, pero bueno…».

«Joya».

Llenamos los vasos térmicos de café y empezamos la lenta caravana de llevar todos nuestros bártulos al auto. Levantar campamento se hacía cada vez más difícil. Hicimos un último recorrido para revisar puertas, ventanas, y asegurarnos de que todo estuviera enchufado o desenchufado según correspondiera.

Todo listo.

Dejamos la llave en la cajita de la puerta de entrada, y yo volví a chequear que el ventanal estuviese cerrado. Nos despedimos de la casa, y ya más melancólicas nos subimos al auto, dimos marcha atrás, atravesamos el portón, saludamos a la casa con la mano y bajamos lentamente hasta el camino principal. Antes de incorporarnos al tráfico, esperamos que la señora de Google Maps se ubicara, porque últimamente estaba tirando cualquiera.

Doble a la izquierda con dirección–bien, vamos.

Con un pronóstico meteorológico reservado, anoche habíamos analizado las dos posibilidades: 178 West y 178 East, y nos enviamos las instrucciones por Telegram por las dudas.

Por el momento, la señora venía bien. Leigh me cuenta que había buscado en internet el precio de las botas y las camperas que nos prestó Maryann.

«Con razón eran tan lindas».

Pasamos el parque donde habíamos desayunado unos días atrás. Esta vez, doblamos a la izquierda en el cruce y seguimos.

Según lo que habíamos visto, la 178 East subía hasta Canebrake y de ahí bajaba, con moderadas curvas, hasta cortar con la 14 South la cual nos llevaría, a su vez, a través del desierto Mojave hasta Santa Clarita. De ahí a Beverly Hills, nuestra penúltima parada antes de la despedida.

Si bien el verde sigue siendo escaso, es un paisaje montañoso fértil y no deja de maravillarme su belleza. Eso significa que cada cinco minutos digo:

«Ay, qué hermoso».

O:

«Ay, qué lindo».

La señora de Google Maps nos dice que tenemos que seguir. De a ratos las nubes se abren y dejan pasar el sol.

«O sea, el paisaje es hermoso pero está todo seco…».

«Sí, por eso son más lindos los Redwoods».

«Amé los Redwoods».

«Le dije a Maryann que te habías quedado mal porque no llegamos a ir a ver los secuoyas. Así que ya tenemos una excusa para pedirle prestada la casa otra vez…».

«Bien ahí».

Me gusta la idea de que deje plantada la semilla.

Seguimos subiendo. Se estiran las distancias entre las casas, los árboles, las cosas, otros autos. El paisaje empieza a cambiar.

Ya no nos sorprenden esos huequitos de sol, pasamos del nublado al overcast. Aunque la flechita se sigue moviendo, la señora permanece en silencio. Debe ser porque solo se puede seguir.

Si se nos queda el auto acá estamos al horno, pienso. Leigh dice:

«Literalmente, somos las únicas en la ruta. Si nos pasa algo, no vamos a conseguir ayuda».

«Ay, ¿por qué decís eso?».

Le pego un chirlo en el brazo. Ella se encoge de hombros, pero se ríe.

«Por lo menos mi tío dejó de llamar. Nunca me llamó tanto».

«Ob-se-sio-na-do conmigo».

«Me dijo que eras una pistolera bárbara…».

Me agarré las tetas y disparé en inglés pew, pew, pew.

Nos reímos. Le quisimos patear la invitación, pero el tío John había insistido. Un pesado, dejanos llorar en paz.

Lo que me preocupa es que, cuando fuimos a ver una de las casas que estaban en venta, las calles eran súper empinadas y en un momento se quedó el auto y no arrancaba. Leigh había dicho algo de la batería, yo pensé y sigo pensando que no tengo idea de nada.

«Nos trajo hasta acá», le hago un mimito a la puerta del Corolla. «Espero que el Tío John llame al 911 si no llegamos».

«Sí, además le dije que agarramos por acá».

Así funciona el how did you get here 2 en LA y zonas aledañas.

Parece que estamos alcanzando un horizonte, el camino desaparece un poco más adelante en un espeso gris. Ya no hay casas, árboles, cosas, mucho menos otros autos. Los vidrios comienzan a llenarse de pequeños puntos de agua. Estamos empujando una niebla fría.

Leigh ajusta la calefacción y vuelve a entrar en modo automático.

La fuerza de gravedad me empuja firme contra el asiento. Trato de respirar más profundo, abriendo el pecho. Siento que el auto hace fuerza conmigo.

Un respiro más, el ángulo cae y estamos en un amable estrecho, moteado de arbustos bajos y una moderada capa de nieve.

«Oh, wow».

Me sale muy Owen Wilson y Leigh se ríe.

Vamos Corollita, vamos.

La ruta baja, relajada, entre las montañas. Es una postal rarísima, un desierto alienígena gris salpicado de blanco. La masa gomosa de neblina empieza a transformarse en una cúpula más oscura, más amplia, que lo abraza todo. No sé si es una tormenta o un banco de niebla, no sé cómo funciona acá la cosa, pero definitivamente algún fenómeno atmosférico está ocurriendo.

Una gentil maniobra con el auto, y las montañas se despliegan frente a nosotras en un gesto cinematográfico: un gran plano general, un camino rodeado de contornos y lejanos picos.

Respiro un poco mejor. Leigh estira la mano como una invitación y yo la acepto.

La ruta sube y baja en suaves ondas y el auto se desplaza con ligereza. Sobre nosotras, ese plato oscuro uniforme y perpendicular que puede ser tanto una nube como la nave nodriza de Mother God comienza a perder velocidad. De uno y otro lado, suaves y voluptuosas colinas en cámara lenta.

 «Coliiiiiiinas, coliiiiiiinas…».

Me río.

«¿Qué?».

Digo que no con la cabeza. No tengo ganas de traducir. El tiempo pasa, nuestros cuerpos se mueven. Ya podemos ver el ángulo recto en el que la 178 East choca con la 14 South.

La señora de Google Maps grita instrucciones.

«Ay, señora, cálmese».

«¿Qué dijo?».

«Acá a la derecha. Aerospace Highway».

Clic, clic, clic. Luz de giro.

Hay señales de civilización, si bien el backdrop sigue siendo bastante marciano. Tras un momento de piedra roja y arena, entramos en el Mojave como una flecha extraña.

Otro será el paisaje mañana, en la misma línea recta.

En la próxima respiración ya nos habremos despedido.


[1] El sueño es gratis, el «rebusque» se vende por separado.
[2] Cómo llegaste/ por dónde viniste.

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