6 de agosto de 2024
Reynaldo Sietecase (Rosario, 1961) es poeta, narrador y periodista. Publicó las novelas Un crimen argentino (2002), A cuántos hay que matar (2010), No pidas nada (2017) y La Rey (2024), además del libro de cuentos Pendejos (2007). Su poesía fue recopilada en las antologías Nadie es de nadie (2019) y Lengua sucia (2020). El libro No hay tiempo que perder (2011) reúne una selección de sus crónicas. También publicó la investigación periodística Kamikazes. Los mejores peores años de la Argentina (2013) y el ensayo fotográfico Desnudos de vidriera (2017).
«Tenés que traer al abuelo», me pidió.
Y lo hice. Cómo no lo iba a hacer si la adoraba. Fueron siete viajes, pero se lo llevé completo. Fue como armar un rompecabezas.
Cuando el agua empezó a subir fueron pocos los que presintieron el peligro. El agua siempre sube en marzo. Es la lógica del Litoral: los ríos se hinchan por el torrente que traen desde Brasil y por las lluvias. Ese año duplicaron el torrente habitual. Fue una de esas crecidas que se recuerdan por generaciones.
A la tristeza que cargaba por la muerte de su marido, mi abuela Neneca había sumado una angustia que amenazaba con arrasarla. Ella estaba arrepentida de no haberlo sacado cuando todos lo hicieron. Su angustia me resultaba extraña, porque yo ni siquiera lo recordaba. Habían pasado diez años desde que un infarto lo había sorprendido mientras regaba las plantas del jardín, yo era un pibito y ahora solo tenía su foto como referencia. El problema fue la inundación. En ese momento ella pensó que lo mejor era dejarlo donde estaba: el viejo nunca había salido del pueblo. «¿Por qué tiene que irse ahora?», le dijo a mi madre cuando intentó convencerla.
El líquido corrió hacia abajo sin salir de su cauce, pero lanzando mordiscos rabiosos hacia las orillas. Luego el torrente marrón empujó hacia los costados haciendo crecer arroyos, bañados y lagunas, inundando lugares que se conocían por secos. Fue la primera señal. Muchos pensaron que a lo sumo podría arrastrar a los ranchos de la costa, los que están peor hechos, en el pueblo la cosa nunca pasaba a mayores. Tal vez podían llegar a desbordarse las cloacas de las pocas calles asfaltadas. Pero esa vez la mojadura no se detuvo.
Ni lo dudé. Le dije que sí apenas me lo pidió. Hubiera hecho cualquier cosa por ella.
El arroyo subió sin parar y el agua primero borró la pequeña playa de recreo y luego tapó el parque sur, inundando también el cementerio. Estaban en la zona más baja, justo antes de las vías.
Pienso que el abuelo también quería volver a su casa. Se había quedado solo allí. En ese lugar húmedo y olvidado donde, alguna vez, hubo flores y pájaros y el cielo revelaba su aspecto más luminoso. En realidad, no totalmente solo. Lo acompañaban Cuca, el borracho, y Adelita, la hija de la primera maestra que llegó al pueblo. Yo hablaba con ellos cuando iba buscarlo.
El agua llegó a la altura del cogote de la Virgen y eso que la escultura está sobre un pedestal del tamaño de un auto. En su avance se tragó las parrillas y los juegos infantiles del parque. En ese momento nadie se acordó de los muertos. Si no fuera por el terraplén por donde corre la ruta provincial, que está más bien alto, el agua se hubiese metido de lleno en el pueblo.
En el primer viaje tuve que pisar con cuidado para no resbalar, si me descuidaba podía terminar chapaleando en el barro. Había un olor terrible, a podrido, un vaho pestilente como el que sale de las cloacas, pero medio dulzón. Al principio me dio asco, pero después me acostumbré. Me tomó una semana cumplir con el encargo. Mi abuela me acompañaba hasta el terraplén, y luego yo seguía solo. Bajaba hasta la parte de atrás del cementerio por el viejo camino de ripio, me tomaba unos diez minutos pedaleando a buen ritmo. Luego dejaba la bici contra un álamo seco y pasaba por entre los alambres.
La abuela contaba que, durante los dos meses posteriores al desborde, los vecinos se llegaban hasta la ruta cada atardecer para ver si el agua seguía subiendo, se detenía o bajaba un poco. La medían a ojo con el cuerpo de la Virgen: en el primer mes solo se veía su cabeza, parecía una bañista solitaria. A los dos meses, el agua estaba a la altura de las tetas, recién al tercer mes se la pudo ver entera. «Si el agua la tapaba, era sacrilegio», dijo Neneca cuando la fuimos a visitar después de la crecida. «Más que sacrilegio, hubiese sido una tragedia», respondió mi madre imaginando que de seguir subiendo el agua podría haber matado gente. Pero subió lento, como avisando, y nadie se ahogó salvo unas pocas vacas.
Recién encendía la linterna cuando estaba adentro, en la parte de las tumbas que se sucedían después del pórtico. Mi abuela me había contado, en la primera visita que hicimos para llevarle flores al abuelo, que pertenecían a los suicidas y que, por esa razón, estaban del lado de afuera entre la entrada y la primera hilera de lápidas. «Matarse es pecado mortal», me dijo. Recuerdo que me resultó graciosa la expresión y exagerado el castigo, pero no le dije nada. Eran solo tres y nadie les dejaba flores. En los días del rescate debo haber caminado sobre ellos sin saberlo.
Con mi madre viajábamos al pueblo una vez al mes, el ferrocarril salía de la Estación Rosario Norte y recorría una veintena de pueblos de la provincia, uno de ellos era Timbú. Allí se habían instalado los padres de mis abuelos cuando llegaron de Calabria en el 1900. Nos quedábamos desde el viernes al mediodía hasta el domingo al atardecer y en las vacaciones de verano nos instalábamos todo enero. El pueblo era la libertad. Allí los pibes ganábamos la calle y nadie nos daba recomendaciones. Nos metíamos en el tanque australiano que estaba en el campo, había kermeses y carreras cuadreras, bailes de carnaval y tómbola en el club, pero con la inundación todo cambió. El pueblo quedó a salvo, pero el agua anegó muchos campos que quedaron improductivos y dejó un resabio de tristeza y pobreza que incentivó la emigración.
Fue Adelita la que me indicó el lugar exacto. Yo estaba medio perdido buscando alguna referencia para poder orientarme cuando ella apareció desde atrás de la estatua de un ángel descabezado. Al principio me sobresalté y casi salgo corriendo, pero ella me llamó por mi nombre y, con una sonrisa, me ofreció ayuda. Neneca me había hablado de su mamá. Una placa recuerda su nombre en la escuela del pueblo. Fue una de las maestras normalistas que trajo Sarmiento desde Estados Unidos. Adelita tenía seis o siete años. Yo estaba con campera, pero ella, que vestía sólo con una blusa blanca y una falda verde con florcitas parecía no tener frío. «Vení», dijo, y la seguí. Después de dar unas vueltas, me mostró el lugar exacto.
Al cementerio se pudo entrar una semana después de que se retirara el agua completamente. El paisaje era desolador. Las tumbas que estaban sobre tierra tenían partidas sus tapas y el agua había filtrado hacia abajo en su lenta retirada. Una decena de ataúdes, que estaban en los nichos del panteón municipal, salieron flotando y quedaron esparcidos hasta quinientos metros alrededor. El cementerio fue clausurado y se les dio a los deudos seis meses de tiempo para que retiraran a sus parientes y los llevaran al cementerio de Seibal, la localidad vecina. La mayor parte de los habitantes de Timbú contrató personal privado o pidieron ayuda de los bomberos y se llevaron a sus muertos. Algunos decidieron cremar los restos y esparcir las cenizas en el campo o en la plaza principal.
Con las instrucciones de Neneca no lo hubiese encontrado, me hizo un plano en un papel y me pasó como referencia la imagen de un Cristo que se había venido abajo por el agua. En el lugar solo quedaba en pie, pero con grandes rajaduras, el panteón de la familia Villareal, los fundadores del pueblo. Adelita me salvó, porque yo no recordaba a qué distancia de la construcción más lujosa del camposanto estaba enterrado el abuelo.
Cuando Neneca me pidió ayuda yo tenía trece años. Recuerdo que había viajado solo al pueblo para quedarme durante el verano porque mis padres habían decidido hacer su primer viaje a Europa. Me acompañaron hasta la estación y le recomendaron al guarda que se asegurase de que bajara en Timbú, donde me estarían esperando. La primera noche, después de cenar, la abuela me explicó que yo era la única persona que podía hacerlo. Ella estaba por cumplir los ochenta y, a pesar de estar lúcida y bastante entera, tenía problemas para caminar a causa del reuma. Se ayudaba con un bastón cuya empuñadura era la cabeza de un pato. Me contó que el municipio había vendido el viejo cementerio y desde hacía unos meses el terreno estaba vallado porque un empresario porteño pretendía construir un hotel, ahora que en la región habían descubierto aguas termales. En pocas semanas, el cementerio iba a ser arrasado como parte del proyecto.
La lápida del abuelo estaba partida en tres pedazos por la acción del agua. Por lo que no fue difícil moverla. Cuca me ayudó. Yo pensé que se había vuelto a la ciudad, era de Santa Fe capital. Lo último que sabía de él, era que había tenido un accidente cruzando la ruta, pero se lo veía bien. Yo lo conocía de pibe, de tanto pasar por la puerta del bar del Tincho. Una tarde, con un amigo, le tiramos unas bombitas de agua mientras estaba dormido, borracho, en medio de la calle. Le dije que me arrepentía de haberlo molestado esa vez. Adelita lanzó una carcajada cuando escuchó la anécdota. Por suerte él ni se acordaba de la travesura. Me ayudó a bajar a la fosa, que no era muy profunda y también colaboró en la apertura de la tapa del féretro. No fue difícil hacer saltar los herrajes del cajón porque la madera podrida cedió al primer tirón.
Mi abuela me hizo jurar que no diría nada sobre su pedido. Que si se lo decía a mi madre se enojaría con ella y la trataría de loca. Me dijo que sabía que podía confiar en mí, que no estábamos haciendo nada malo porque solo íbamos a recuperar algo que le pertenecía. Antes de la primera excursión me regaló una bicicleta nueva, de esas que vienen con un canastito delante del manubrio. Desde entonces no tuve que pedirle la bici prestada a nadie para andar por el pueblo.
La abuela sabía que no iba a asustarme y menos de los muertos. Ella decía que yo era así de chico. Que nunca me asustaba con nada. Los pibes del pueblo, incluso los más grandes, se quedaban en sus casas a la hora de la siesta si les decían que estaba dando vueltas «la llorona», pero que yo salía a jugar igual. Creo que por eso se animó a pedirme ayuda. Además, ella me dijo la verdad, que me iba a encontrar con un esqueleto nada más y que no hay nada que temer de unos huesos. Además, hice todo lo que me dijo. A su pedido me coloqué en el cuello una cadena que tenía su alianza de casamiento engarzada. «Para que te reconozca», me dijo.
Lo primero que le llevé fue el brazo izquierdo, el que tenía la mano con el anillo de oro. Una alianza idéntica a la que estaba pegada a mi pecho. Cuca me ayudó a cortarlo, había llevado la sierra que la abuela compró en la ferretería de su comadre. Corté con mucho cuidado a la altura del hombro y metí el brazo en una bolsa de arpillera. Luego pasé entre los alambres, puse la bolsa en el canasto de la bici y empecé a pedalear. Adelita cantaba una canción en inglés. Lo hizo cada vez que la visité, pero ahora no puedo recordarla.
Una vez en la casa le entregué el brazo a la abuela, llevaba el anillo en uno de los bolsillos del pantalón, pero decidí conservarlo. La abuela apenas miró adentro de la bolsa y no dijo nada. Antes de dormir me preparó una taza de chocolate caliente.