14 de agosto de 2024
Fue condenado dos veces a prisión perpetua y a una suerte de muerte civil por los crímenes que cometió durante la dictadura. Hoy parece haber revivido gracias a los diputados de La Libertad Avanza.
Diciembre de 1984. Astiz a un año del fin de la dictadura que lo tuvo como uno de sus emblemas.
Foto: Archivo Acción
Días pasados fue profusamente difundida por la prensa la fotografía de cinco diputados oficialistas con trece represores de la última dictadura, en la Unidad 31 del penal de Ezeiza. En el extremo izquierdo de la imagen, recortado por las siluetas de otros dos esbirros, se asoma un rostro. Resulta difícil reconocer en sus rasgos al denominado «Ángel Rubio», dado que, a los 72 años, él ya no es rubio sino canoso y además, sonríe, una rareza en su lenguaje facial.
Pero su modo de exhibirse tiene una notable semejanza con otro registro gráfico que data de 1978, durante una reunión de exiliados argentinos en París.
Allí, también en el extremo izquierdo de la imagen, recortado por dos siluetas, se asoma su rostro, aunque aún rubicundo, sin sonreír y con la mirada en fuga hacia un punto indefinido.
Bajo el nombre falso de Alberto Escudero, el tipo se había infiltrado en el Comité Argentino de Información y Solidaridad (CAIS). No obstante, tal imagen bastó para que, pocos días después, una sobreviviente de la ESMA lo reconociera. Entonces huyo hacia Berlín y, desde ahí, regresó a Buenos Aires.
Aquello no evitó que la suya fuera la primera cara de un genocida del llamado «Proceso de Reorganización Nacional» en tomar estado público. Se sabía, asimismo, que reportaba al Grupo de Tareas (GT) 3.3.2 de la Armada. Pero su identidad continuaba siendo un secreto guardado bajo siete llaves.
Eso, en rigor, saldría luego a la luz a raíz de otra foto.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
París, 1979. Alfredo Astiz (izquierda), infiltrado en una reunión de exiliados argentinos. A la derecha, también destacado en la foto, el historiador Gabriel Périés.
Foto: Archivo Acción
Actos de servicio
Durante el caluroso atardecer del 21 de noviembre de 1977, el secretario de Estado estadounidense, Cyrus Vance, de visita oficial en el país, depositaba una ofrenda floral ante la estatua del General San Martín, en la plaza que lleva su nombre. Un griterío malograba la ceremonia. Las Madres de Plaza de Mayo atravesaron las vallas para denunciar el secuestro de sus hijos. Las encabezaba Azucena Villaflor, una de sus fundadoras.
La policía intervino con violencia.
Un uniformado se abalanzo sobre ella, pero la rescató de sus garras ese muchacho rubio. Ella abandonó aquel lugar del brazo de su salvador, quien dijo llamarse Gustavo Niño, y que estaba allí por un familiar desaparecido.
Desde entonces, ambos se hicieron inseparables.
Hasta el 8 de diciembre de 1977. Ese día, en la iglesia Santa Cruz hubo una reunión con más de 50 personas. Eran Madres y militantes. El motivo era preparar una solicitada para el diario La Nación. Allí también se encontraba la monja francesa Alice Domon. Y Gustavo Niño, quien preguntó por Azucena. Alguien le contestó que ella no vendría. Y esa respuesta pareció contrariarlo. Fue el primero en irse.
En ese instante, se desató la cacería.
«Niño» ya había marcado a las víctimas. La jauría corrió hacia las Madres. Apresaron a varias; la monja no pudo escapar. Los secuestrados fueron diez.
Ese festín criminal tuvo coletazos inmediatos: en una calle de Almagro fue secuestrada otra monja francesa, Léonie Duquet, y, a la mañana siguiente sucedió lo mismo con Azucena en su casa de Sarandí.
La solicitada en La Nación salió el 10 de diciembre. Y allí resaltaba el nombre de Gustavo Niño.
Ese día, en la ESMA, Azucena y las monjas francesas fueron torturadas. Y el esbirro que se hacía llamar así observaba la escena desde un rincón.
Poco después, ellas terminaron asesinadas.
Finalmente, al evaluar tal «misión» el jefe del GT 3.3.2, Jorge «Tigre» Acosta, le palmeó un hombro al «Ángel Rubio» en señal de aprobación.
Lo cierto es que un hecho precedente incidía en su estima hacía él. Fue el 27 de enero de aquel año cuando, durante un operativo en Morón, le dio la voz de alto a una chica que huía asustada.
Luego apoyó una rodilla sobre la vereda, ensayando así una posición de tiro casi deportiva, antes de disparar.
El tiro hirió en la cabeza a la joven sueca Dagmar Hagelin, de 17 años.
Nunca más se supo de ella.
Meses después, su victimario sería enviado a Francia con otros marinos para integrar el Centro Piloto de París (CPP), una suerte de embajada paralela con el objetivo de contrarrestar la «campaña antiargentina en el exterior».
En este punto, es necesario avanzar hacia el 25 de abril de 1982, durante la Guerra de Malvinas. Ese día, las tropas británicas tomaron el control de las Islas Georgias del Sur, tras capitular en forma presurosa el oficial argentino al mando de dicha plaza.
Una foto que dio la vuelta al mundo lo muestra al firmar la rendición.
En aquel instante, la primera cara conocida del terrorismo de Estado en Argentina adquirió nombre y apellido. Era la del capitán de fragata Alfredo Astiz. Eso sellaría su destino.
Noviembre 2017. Astiz ante el Tribunal Oral Federal que lo condenó a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA.
Foto: NA
El pasado siempre vuelve
–Lo que me arruinó la vida fue mi nivel de exposición –diría, al ser visitado, en 2023, por la ya casi olvidada Cecilia Pando en Ezeiza.
Llevaba dos décadas tras las rejas.
Sus días allí transcurren lentamente, pero sin sobresaltos. El vínculo que mantiene con otros represores presos es de camaradería, y los guardiacárceles, que son muy respetuosos con él, lo tratan de «capitán», pese a ya no serlo.
Fue en enero de 1998 cuando el presidente Carlos Menem lo expulsó de la Armada, perdiendo así su condición castrense. Sin embargo, eso no se debió a las atrocidades cometidas por él durante la dictadura sino a la repercusión de un reportaje que, días antes, le había concedido a la periodista Gabriela Cerruti para el semanario Tres Puntos.
En aquella ocasión, el bueno de Astiz se ufanó de ser «el hombre mejor preparado en este país para matar a un político o a un periodista».
Tal frase no ocultaba un dejo de nostalgia hacia los años de plomo.
Porque, si bien en aquel entonces aún gozaba del beneficio de las leyes alfonsinistas de «Obediencia Debida» y «Punto Final», seguidas por el indulto menemista a los criminales de la dictadura, su vida era una pesadilla.
Ya desde su regreso de Malvinas, la sociedad civil lo miraba de reojo. Para colmo, tras ser condenado «en ausencia» a perpetuidad por un tribunal parisino (por el asesinato de las dos monjas francesas), a lo que se añadía una orden internacional de captura contra él, expedida por la Justicia sueca (por el asesinato de Dagmar Hagelin), Astiz no podía salir del país.
Aun así, intentó una existencia normal. Y a tal efecto, solía conjurar su aislamiento en discotecas de moda. Pero grande fue su desazón, en una noche de 1995, cuando al llegar a New York City, un templo bailable de la epoca, vio su frente empapelado con enormes carteles que decían: «¿Sabés con quién estás bailando? Con un asesino».
Los escraches hacia su persona fueron moneda corriente. En otro local nocturno, esta vez de Gualeguay, una piba le prodigó un escupitajo, antes de ser casi linchado por los presentes. En Bariloche, donde había ido a esquiar, un hombre lo molió a puñetazos y patadas. En la sede marplatense del Yatch Club Argentino fue insultado por los socios. Y en Playa Grande, una multitud de veraneantes rodeó su carpa para conminarlo a retirarse.
Astiz se había convertido en una mancha venenosa.
¿Acaso habría encontrado una pizca de sosiego en 2003, al ser detenido en forma preventiva, luego de que el presidente Néstor Kirchner decretara la reanudación de los juicios por delitos de lesa humanidad?
¿Acaso volvió a ser el «Ángel Rubio» al convertirse en la «estrella» de los tres juicios orales de la Megacausa ESMA?
Pues bien, de tales procesos se fue (a la cárcel, claro) con dos condenas a prisión perpetua e inhabilitación absoluta.
Alfredo Astiz es ahora un cadáver insepulto.