Si la depresión es la epidemia del siglo XXI, la búsqueda de la felicidad se convirtió en un bien promocionado tanto por libros de autoayuda como por gobiernos o empresas. De la filosofía a las redes sociales, historia de una obsesión contemporánea.
25 de octubre de 2017
(Pablo Blasberg)
No te olvides de ser feliz», se lee en uno de esos tazones con frases motivadoras, tan de moda en el último tiempo, como si la felicidad fuera algo que se pudiera elegir en una góndola. En realidad, se trata de un anhelo personal y subjetivo que, para algunos, implica lograr lo que se proponen o llevar una vida con propósito o tener cubiertas sus necesidades básicas, mientras que, para otros, puede ser sinónimo de éxito o de cierto estándar de vida.
Según la Real Academia Española, «felicidad» viene del vocablo latín «felicitas», que significa «estado de grata satisfacción espiritual y física». También puede referirse a una «cosa, circunstancia o suceso que produce ese estado» o a la «ausencia de inconvenientes o tropiezos». Aunque se trate de algo inherente al hombre, parece haberse convertido en una obsesión en el siglo XXI. Y, lo que es peor, en un nuevo objeto de consumo: la publicidad asocia cada vez más los productos con las emociones (incluso si se trata de vender algo tan frío como un cuchillo de cocina); hay sitios de Internet en los que, al final de un artículo, a los usuarios se les pregunta cómo los hizo sentir; los libros de autoayuda sobre la felicidad (desde aquellos que se focalizan en el éxito, hasta los que se centran en aspectos espirituales o en datos científicos) tienen más salida que nunca, y las farmacéuticas están en búsqueda de una droga de la alegría (que no es el Viagra). Esto, en una época en que campea la depresión, con 350 millones de personas que la sufren en el mundo.
Filósofos de la Antigüedad como Platón y Aristóteles equiparaban la felicidad con la virtud, mientras que Epicuro, más a tono con los tiempos que corren, decía que el «placer» constituía «el bien supremo y la meta máxima de la vida». De los filósofos contemporáneos, el polaco Zygmunt Bauman sostuvo que «todas las ideas de felicidad acaban en una tienda». Algo que, por lo visto, sirve para aplacar otros dos males de esta época: la soledad y el hastío. «Coincido con que la felicidad en el siglo XXI está muy cerca de una tienda, especialmente, una tienda de teléfonos con WhatsApp, Facebook e Instagram», dice Claudia Borensztejn, psicoanalista y presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina. «Impacta cómo la felicidad puede estar en un pulgar para arriba, hasta el extremo de haber incorporado un nuevo verbo que es “laikear”: te laikeo, laikeame, me laikeó. Podríamos hablar, parafraseando a Bauman, de felicidad like/light», sostiene.
¿Ser feliz se ha vuelto una obligación? Algunos medios anglosajones señalan que hoy «ser miserable no está bien visto». De hecho, existe una nueva droga llamada Wellbutrin, que promete aliviar los síntomas depresivos severos que ocurren tras la pérdida de un ser querido. «Se supone que es tan efectiva, que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría ha determinado que estar infeliz por más de dos semanas, luego de la muerte de un ser querido, puede ser considerado una enfermedad mental», ironiza un artículo del diario británico The Guardian.
Dicho artículo plantea la pregunta «¿Por qué el capitalismo nos ha vuelto narcisistas?» y hace referencia a La industria de la felicidad, un libro del sociólogo William Davies. Según él, «la ciencia está avanzado rápido en respaldar esta agenda, con neurocientíficos que identifican cómo la felicidad y la infelicidad están inscriptas físicamente en el cerebro».
Al parecer, ser feliz es bueno para los negocios. «Un trabajador alegre es un 12% más productivo», proclaman las estadísticas, mientras la «ciencia de los sentimientos humanos se vuelve una de las formas más crecientes del conocimiento manipulador. Al punto que sentimientos, amistad, creatividad, responsabilidad moral; todo lo que el sistema acostumbraba a contemplar con sospecha, a criticar, ha sido cooptado con el propósito de maximizar ganancias», enumera Davies.
El buen vivir
Nicolás Viotti, doctor en Antropología e investigador del CONICET indica que la obsesión por la felicidad es «algo que se observa en grupos de clase media de las grandes ciudades y de ahí se irradia, si se quiere, hacia otros», y que está dado por tendencias como la espiritualidad contemporánea y la preocupación por el yo, que promueve el movimiento de la autoayuda. «La palabra de moda es “bienestar”, una palabra que ya existía, pero que en los últimos años ha adquirido preponderancia en los discursos, desde la publicidad, hasta las empresas, que esperan que sus trabajadores estén cómodos», afirma. «Si bien la sociedad de mercado promueve estas ofertas de bienestar, el bienestar tiene propósitos no estrictamente mercantiles: también se relaciona con esa contracultura de los 60, el modelo alternativo a la sociedad de mercado. Esto fue cooptado por el mercado, pero junto con este tipo de “bienestar” coexiste la idea del buen vivir, que propugnan los movimientos indigenistas: la revalorización de las prácticas ancestrales, el respeto a la naturaleza», subraya.
Borensztejn comenta que, «en cierto sentido, el querer ser feliz está desprestigiado. Casi nadie consulta diciendo “quiero ser feliz”, pero es el motivo latente de toda consulta. Lo hacen por sufrimientos, síntomas, angustias, preocupaciones. Y, desde ya, no la eliminación sino la atemperación de estos provocan felicidad». No todos los pacientes, eso sí, están dispuestos a hacer el esfuerzo que el proceso conlleva. «Ahora, la expectativa de cambio es rápida… La gente busca resolver o que le resuelvan pronto sus problemas». O sea que la inmediatez, otro signo de estos tiempos, también es llevada a ese espacio íntimo. Como si la felicidad fuera una fórmula instantánea.