Política | ¿OFICIALISMO U OPOSICIÓN?

Disyuntiva radical

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Alberto López Girondo

El respaldo de un sector al veto presidencial por los haberes jubilatorios profundizó la crisis interna de la UCR. Realineamientos y el riesgo a una ruptura con alto costo político.

Aquel viejo axioma de que el radicalismo «se rompa pero no se doble» parece tener los días contados. Cierto es que, desde su fundación, en 1891, el partido de Leandro N. Alem padeció múltiples sangrías ante cada nuevo escenario nacional. Cierto también que la Unión Cívica Radical fue una escisión de la Unión Cívica, construida tras la revolución de 1890 contra el régimen roquista y de la que participaba Bartolomé Mitre. Y que una cosa era el yrigoyenismo y otra el «antipersonalismo» de Marcelo T. Alvear. O que durante el peronismo y tras el golpe de 1955 sufrió nuevos desgajamientos. Pero en lo formal, al menos desde 1984 y con un presidente de ese palo, Raúl Alfonsín, la sigla UCR representó a un sector amplio de la población, fundamentalmente de clase media y de profesiones liberales, con aspiraciones de un país democrático, respetuoso de los derechos humanos y de la justicia social.

La coordinación de Alfonsín con el senador Eduardo Duhalde, más acá en la historia, fue clave para sostener la institucionalidad del país en aquellos aciagos días de diciembre de 2001 y darle un giro al modelo económico. En 2007, un gobernador «boina blanca» como Julio Cobos acompañó a Cristina Fernández en la fórmula presidencial. Alianza de poca duración a raíz del enfrentamiento por la Resolución 125. En la Convención de Gualeguaychú de 2015, la UCR ató su destino a un proyecto de país con Mauricio Macri, que mucho se parecía al que combatía en su origen y dejó fisuras que se fueron profundizando desde entonces para quedar en carne viva con la actitud de un puñado de legisladores ante el veto presidencial a la reforma previsional.

El apoyo a Javier Milei en el balotaje ya había generado rispideces internas. Sergio Massa, el candidato por Unión por la Patria, había sido la otra opción hace nueve meses y tenía vínculos con gobernadores radicales, como el jujeño Gerardo Morales, por entonces presidente del Comité partidario. Pero entre un postulante «contaminado» por el kirchnerismo o un hombre que mostraba desequilibrios emocionales y tendencias neofascistas, las urnas fueron contundentes ante una dirigencia partidaria que eligió no definirse.

Desde antes incluso de la asunción del paleolibertario las diferencias estaban latentes en el seno parlamentario del radicalismo y mucho les costó elegir al titular del bloque en diputados. El cargo quedó para el cordobés Rodrigo de Loredo, en detrimento del bonaerense Facundo Manes. El primero expresa mejor la tendencia conservadora –línea alvearista–; el neurólogo, la socialdemocracia del alfonsinismo. La disputa fue feroz y si la sangre no llegó al río fue porque se venía otra etapa en el país y convenía orejear las cartas antes de jugarse.

El caso es que la conducción está ahora altamente cuestionada. A tal punto hay una disolución en la UCR que tanto el presidente del partido, el senador Martín Lousteau, como el de la Convención Nacional, Gastón Manes, tienen como principal problema no quedar pedaleando en el aire ante las continuas «desobediencias» a las decisiones de las cúpulas. Más aún, cómo explicar que los mismos que un día apoyan mayoritariamente una ley al otro sostengan lo contrario con igual fervor. Es lo que sucedió con la magra recomposición para los jubilados ampliamente votada en ambas Cámaras. La estrella ahí fue el tucumano Mariano Campero, que el 4 de junio apoyaba enfáticamente «honrar a nuestros abuelos» con una iniciativa que fue presentada por la UCR.

No fueron pocos los que recordaron esa frase de Groucho Marx, «estas son mis convicciones, y si no les gustan tengo otras» el 16 de septiembre, al escuchar que Campero decía, sin inmutarse: «Pocas veces en mi vida actué con tanta convicción como cuando decidí blindar el equilibrio fiscal de este Gobierno».

Había cuentas pendientes de Campero con su partido a nivel provincial y ya a fines julio planteó una fractura de la UCR de Tucumán, lo que podría ser una justificación personal; pero no fue el único que se dio vuelta en el aire. Si no se alcanzaron los dos tercios necesarios para torcer el veto presidencial fue por el apoyo también (¿in?) condicional de otros diputados de ese espacio como Luis Picat, Martín Arjol, Pablo Cervi y José Federico Tournier. Ellos integraron el bloque de 87 «héroes», como los calificó el presidente de la Nación, homenajeados con un asado en la Quinta de Olivos por «defender el déficit cero, salvando al país de la quiebra», según la perspectiva gubernamental.

De nada valieron las críticas de la Convención de días antes, cuando se adelantaba el vuelco en sus convicciones. Mucho menos sirvió el castigo a los «rebeldes» emitido con posterioridad en un documento indignado.

De Loredo fue el encargado de defender a los díscolos afirmando que el castigo «no tiene ningún efecto directo sobre el bloque de diputados nacionales de la UCR» y que sus pares decidirían si van a hacer algo al respecto.

Nada dijo De Loredo de cuando Cobos también fue expulsado por integrar la fórmula del entonces Frente para la Victoria con Cristina Fernández. Y ahí está el mendocino como vicepresidente segundo de Diputados por la UCR, en una muestra de que nada es permanente. Lo que no es predecible es si lo de ese grupito de disidentes es un nuevo doblez o una ruptura definitiva. Porque se sabe que hay otros a la espera de ver como vienen las cartas en futuras manos.
A ellos quizás se dirige un cuestionable video –compartido por el presidente Milei– en el que de un modo agresivo y descalificante como no se conoció en la propaganda política nacional, el oficialismo muestra a los opositores como zombies envenenados con un virus que destruye los cerebros, el Ku-K12. Algunos tendrían el cerebro atrofiado, otros se les unieron por conveniencia, sugiere la pieza publicitaria. Son fácilmente identificables el sindicalista Roberto Baradel, el músico Fito Páez, la actriz Florencia Peña, la diputada Natalia Zaracho. No podía faltar en la apertura Néstor Kirchner, ni Cristina Fernández o Massa y Alberto Fernández en medio del relato. Y tampoco, como es el estilo presidencial, un león que se presenta como la salvación de los argentinos al final.

Zaracho se sumó a la Cámara Baja en 2023 como representante del Frente Patria Grande que lidera Juan Grabois y no reniega de su origen como cartonera. Más bien aporta una mirada desde ese lugar que no abunda ni en el Congreso ni en el debate público. Desde allí «leyó» el asado con los 87 diputados como una flamante coalición ultraderechista.

No es muy diferente, curiosamente, la interpretación de esa celebración a la que le dio el abogado y exdiputado de Juntos por el Cambio, Daniel Lipovetzky.

O la del diputado Facundo Manes, que por poco no fue jefe del bloque.

Al cabo de 134 años, la UCR está otra vez ante una disyuntiva crucial. Y sus correligionarios se debaten entre la resistencia a la acusación de estar infectados de un virus maligno o buscar consensos para no resignar los valores que representaron en la sociedad.

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