6 de octubre de 2024
Venimos escuchando distintas voces que advierten en tono de catástrofe sobre la caída de la natalidad en el país y en el mundo. Desde el multimillonario Elon Musk hasta el papa Francisco, el primer ministro de Corea del Norte y la vicejefa de Gobierno porteña Clara Muzzio, entre otros personajes variopintos. Me hacen reír sobre todo los varones que son ricos o célibes y pretenden convertirnos en incubadoras.
El tema se abordó en profundidad y desde distintas aristas en esta nota y me llevó a preguntarme y preguntarle a mujeres de mi alrededor, de más de 40, todas madres, de sectores medios –más acomodados, más empobrecidos–, si hubieran tenido hijos conociendo de antemano y con claridad la letra chica de la maternidad.
«El momento más feliz de mi vida fue cuando mis hijos se fueron a vivir con el padre, de quien me había separado», me dijo una maestra jardinera recién jubilada, a quien no se puede acusar de no amar a los niños y a las niñas. «Ninguna de mis tres hijas, todas ellas adolescentes, dice que va a tener hijos. Y creo que es porque me han visto lidiar con la crianza y mi trabajo», me dijo una médica, de 48 años, felizmente casada. «Es demasiado trabajo. Y no se compensa ¿Cuándo nos toca vivir a nosotras?», me respondió una contadora de 45, madre de dos. «No hubiera tenido cuatro», me dijo mi mamá, de 84 años, que nos tuvo a mis tres hermanos y a mí con planificación quirúrgica cuando decidieron tenernos junto a mi padre. Son apenas algunos comentarios. De ninguna manera se trata de una muestra representativa ni de un estudio cualitativo. Apenas, un reflejo de ciertas sensaciones.
Con quienes hablé del asunto –nada menor– concluimos que hay una mirada edulcorada de la maternidad, y que en realidad es dura e ingrata en algunos aspectos, sobre todo en este mundo capitalista que poco genera para hacernosla más fácil. ¿Suena egoísta? Puede ser.
Pero en contextos como el de Argentina, con crisis económicas recurrentes, con escaso acompañamiento en la crianza de los padres de las criaturas, con un Estado que se desentiende de las políticas de cuidado –y el sector privado, muchas veces también–, con empleos que nos exprimen y nos dificultan conciliar vida laboral y familiar, y con el deseo encendido de querer vivir vidas más plenas, más allá del destino de la maternidad, cada vez más mujeres se plantan y deciden no tener hijos o al menos lo piensan. Es un escenario posible. Antes era poco frecuente, aunque siempre hubo algunas que pudieron hacerlo. ¿Y el deseo de ser madres? Ahora me pregunto si no es la propia sociedad capitalista la que nos crea la necesidad y el deseo de serlo. Preguntas que me hago.
¿Qué cambió? Ya no nos pesa la culpa de contar el lado B de la maternidad. Antes era un secreto que no se compartía porque no estaba bien visto quejarse del «regalo del cielo» o de las «bendis». Los feminismos nos abrieron las cabezas y nos permitieron pensarnos no solo en el rol de madres. Y decirlo. Ya no nos engañan con el verso de la abnegación. Con amor o sin amor, es trabajo. Estamos hartas de hacer malabares entre las tareas domésticas y de cuidado, nuestras trayectorias educativas y/o laborales y nuestros deseos y sueños. También queremos tiempo para el ocio. También sin culpa.
Porque además, como dedicamos más horas a criar y cuidar que los varones padres –lo muestran las encuestas de uso de tiempo–, trabajamos menos en el mercado laboral pago y esa ecuación nos juega en contra a la hora de jubilarnos. También ahí la balanza de género es desigual.
Hemos roto la foto que sacraliza la maternidad. Y lo hemos contado a viva voz. Las que tuvimos hijos, ya no podemos salir de la rueda –como un hámster– y seguimos corriendo. Pero nuestras hijas –más ellas que ellos–, que nos vieron –o ven– tironeadas por las obligaciones de la casa, es muy probable que no se vayan a comer la curva. El acceso a los métodos anticonceptivos, la educación sexual integral y la posibilidad del aborto legal son clave para que cada joven pueda elegir si quiere o no quiere tener hijos. No hay tradwife que las puedan convencer de volver a la cocina, a amamantar y a cambiar pañales como destino ineludible femenino. Pero que el rechazo al mandato de la maternidad –o su cuestionamiento– no sea un nuevo estigma como tiempo atrás caía sobre «la solterona» de la familia.