Cuento | Por Inés Garland

El rapto de las sabinas

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Inés Garland

Inés Garland (Buenos Aires, 1960) es escritora, traductora y coordinadora de talleres de narrativa. Sus obras para adultos, jóvenes y niños han sido traducidas a varios idiomas. Es autora de los libros de cuentos La arquitectura del océano y Con la espada de mi boca, y de las novelas El rey de los centauros, Una reina perfecta y Una vida más verdadera. Publicó también las novelas para jóvenes Piedra, papel o tijera (ganadora del premio Deutscher Jugendliteraturpreis), Lilo (ganadora de los premios Ala Delta y Strega Ragazze e Ragazzi) y De la boca de un león (premio Alandar).

Ninguno de los dos se acordó después de cómo llegaron a amanecer desnudos en una de las carpas que ni siquiera era la suya, una pierna de ella sobre las de él, el brazo de él sobre el torso de ella, la mano como una pequeña bóveda sobre el ombligo de ella, los dedos rozándole el pubis. Ella fue la primera en despertarse. Abrió los ojos como si viniera de otra galaxia y tardó en llegar, en sentir el brazo de él, en oír su respiración ahí al lado, mansa, todavía en otra parte. Se apartó con violencia. El brazo de él cayó desplomado. Ella empezó a tantear para buscar su ropa entre el amasijo de las bolsas de dormir, los pantalones de él, la remera, su bombacha tenía una media enroscada. Dios mío. Se le cruzó lo que le había contado Allegra sobre los italianos que colgaban de la ventana la sábana con la mancha de sangre para demostrarles a todos la virginidad de su esposa; los españoles y los gitanos también, había dicho el Tula. ¿Cuándo habían hablado de eso? Y mientras levantaba la ropa, revolvía, la mancha de sangre, dónde, tenía que estar en alguna parte, abrió las solapas de la carpa ¿debajo del cuerpo de Ariel? lo empujó para hacerlo rodar. Él se quejó y abrió los ojos.

–¿Qué hacés acá? –dijo, y ella se tapó con los pantalones de él.

Si él no hubiera estado tan asustado, se habría reído de verla con los pantalones colgándole por delante del cuerpo en cuclillas, inútiles, el cuerpo desnudo se asomaba por los costados, muy blanco. Ella nunca le había gustado. Tenía cara de ratita y unos ojos celestes casi transparentes que él no podía descifrar. Sus amigos y él le decían Cyborg porque los ojos parecían de vidrio.

–Qué me hiciste –dijo ella.

–No te hice nada.

–Sí. Me drogaste, me diste algo.

–Yo no te di nada –pero era evidente que ella no le creía.

–Sí que me diste –dijo ella y se largó a llorar.

Él también tenía ganas de llorar. No podía defenderse de las acusaciones, nunca podía defenderse de las acusaciones. Hasta su propia madre lo acusaba. En la reunión de padres –le habían contado– su madre había dicho que era un drogadicto, había pedido ayuda para controlarlo. Su propia madre. Pero él no le había dado nada a ratita. De eso sí se acordaba. No había llevado porro al fogón.

–Yo no te di nada, Cele.

Por algún motivo, se miró el pene y fue como si se diera cuenta de pronto de que estaba desnudo.

–¿Me darías mi pantalón?

Pero ella se aferró al pantalón como a un peluche y lloró más fuerte.

–No llores –dijo él. Cuando otras chicas lloraban, él las abrazaba, pero ahora no podía moverse. Su madre cuando lloraba no se dejaba abrazar porque estaba siempre enojada. ¿Sabría alguna de sus compañeras lo que había pasado la noche anterior, en qué momento habían terminado los dos en esa carpa? Le daba tanto miedo que hubieran hecho algo por culpa de él que no podía abrazar a Celeste.

–¿Creés que pasó algo? –empezó a decir ella y miró hacia abajo su propio cuerpo– ¿Estaré? –pero tampoco completó la frase y otra vez el llanto, ahora con hipo.

–Creo que no te hice nada –dijo él, y se volvió a mirar el pene.

Quiso decir algo de las sábanas a la mañana siguiente cuando tenía esos sueños que a veces ni recordaba, pero las palabras no le salieron, le daba demasiada vergüenza; no veía que hubiera señales de que eso hubiera pasado, pero tampoco sabía cómo era cuando era con una mujer. Ella podía tenerlo todo adentro.

–¿Por qué no te fijás? –se interrumpió. ¿Cómo le iba a pedir que buscara rastros de él en su propio cuerpo?

Ella no dejó de llorar ni cuando le devolvió los pantalones ni cuando se puso la bombacha, el vestido, se ató el pelo, él la escuchaba como si el llanto le llegara de lejos, se vistió también, quiso olerse las manos, pero no se las olió. Después se quedaron frente a frente, sentados como dos indios en conciliábulo. A ella ahora las lágrimas le caían por la cara en silencio. Él trataba de sentir algo, pero no sentía más que estupor.

–Perdonáme –dijo, aunque no sabía por qué lo estaba diciendo.

Y entonces ella dejó de llorar.

–Sos un hijo de puta –dijo. Y salió de la carpa antes de que él pudiera reaccionar.

A la vuelta de Semana Santa, en los recreos, durante días, las chicas rodeaban a Celeste. No había tenido muchas amigas hasta entonces, pero de repente eran un enjambre zumbando, les daban la espalda a ellos, los varones, pero giraban la cabeza para mirarlos cada tanto, no a él, a todos.

–Te va a denunciar –le dijo el Tula.

Allegra le había contado que todas pensaban que Celeste tenía que denunciarlo. Ariel les había contado a El Tula y a Pedro, solo ellos sabían que ni él ni Celeste se acordaban de lo que había pasado. Los demás se enteraron por Celeste y por las otras chicas. Se rieron mucho de Cyborg en el vestuario. Él no había querido reírse, pero Gus  se puso a imitar la voz de Celeste y le dijo perra caliente y le había agarrado la cabeza a él y decía miren, miren el machito hermoso que se comió Cyborg, y él se rio de vergüenza o de nervios, y Gus dijo que Cyborg se iba a convertir en presidenta de la clase ahora porque se había masticado al más lindo de todos y repitió lo de perra caliente porque los otros se reían. Pedro se fue del vestuario y El Tula no se reía, y él después, en su casa, hubiera querido no haberse reído, hubiera querido haberle dicho a Andrés que no estaba bien hablar así. Se había reído porque no se quería sentir solo, pero nunca se había sentido más solo que mientras se reía.

Esa tarde, cuando Ariel llegó a su casa, la madre había llamado al padre, el padre estaba ahí, estaban los dos sentados como antes de la separación y él, qué estúpido, pensó por un instante que habían vuelto a estar juntos, que era eso lo que le iban a decir aunque con esas caras era tan evidente que no podía ser eso, pero la mente es muy rápida, es más rápida que todo, no, más rápidas son las emociones, decía su padre. ¿Qué emociones?

La madre no le creyó. Nunca le creía. El padre le dijo algo de las drogas y el alcohol, nada que no le hubiera dicho antes, aunque alguna vez le había pedido que le consiguiera marihuana, y la madre tenía esa cara que ponía cuando el padre hablaba, una cara que a él lo llevaba a imaginar a su padre como en un comic rodeado de  la palabra bla. Bla bla bla bla. La madre no le creía nada a nadie, pero menos que menos al padre.

Sin embargo le había creído a Celeste, o, mejor dicho, a la madre de Celeste. Y estaba diciendo que nunca en su vida nada la había avergonzado tanto. Lo que la madre decía se le caía encima a él. Basura.

–Dejalo hablar –dijo el padre.

Pero él no podía hablar. No tenía nada que decir. O tenía tanto que decir que era imposible empezar a hablar.

–No pasó nada –se oyó protestar.

La madre le pegó un cachetazo.

–¿Nada? Te vamos a tener que cambiar de colegio –dijo.

Tres años más tarde, sigue sin acordarse de lo que pasó esa noche. En el nuevo colegio nadie sabía la historia. Cuando se encuentra con el Tula le gustaría que no le contara nada ni de Celeste ni de las demás chicas ni de Andrés ni de Pedro, ni de ninguno de sus compañeros. Según el Tula, sus padres no se habían creído el cuento de Celeste, y fueron los únicos que siguieron invitándolo a la casa. Alguna vez, al principio, el Tula pidió que lo cambiaran de colegio también, pero los padres se opusieron. No porque no quisieran que fueran amigos sino porque era complicado. «¿Por qué te vas a ir? Vos no hiciste nada», había dicho la madre del Tula.

–Pero entonces creen que yo sí –dijo Ariel.

–No, dicen que no. Yo creo que también es culpa de Celeste –dijo el Tula.

Culpa. ¿Culpa de qué? Había algo que él no lograba terminar de entender y nadie lo ayudaba a descubrir qué era. Muy poco después de que lo cambiaran de colegio, Allegra le contó al Tula que los padres de Celeste la habían llevado a una ginecóloga para tener pruebas para hacer un juicio, pero que la ginecóloga había dicho que no había ninguna prueba. Allegra se había peleado con Celeste porque Celeste no lo quería decir en el colegio.

Ariel pensó ir a ver a Celeste y pedirle que lo dijera. Trató de hablar con ella, pero ella no quiso. Y entonces, él dejó de darle vueltas al asunto.

Ahora, quién sabe por qué, Celeste decidió subir a Facebook la foto de él y contar todo de nuevo. Abajo sus amigos de antes y, desde hace unas horas, algunos de sus amigos nuevos, dejan comentarios. Celeste tiene miles de likes y muchos compartidos. Hasta Allegra le puso un corazón. Dicen cosas horribles de él.

–Ya te pedí perdón hace tres años, Celeste –le escribe él en el muro.

Pero sigue sin saber por qué le pide perdón. Sigue sin saber qué le hizo. Él siente que lo que sea que hicieron lo hicieron los dos, pero no lo dice. Le gustaría tanto acordarse. La piel de Celeste esa mañana en la carpa, tan blanca, el cuerpo de él acostado sobre las bolsas de dormir, el cansancio, la resaca, la perplejidad. La vulnerabilidad, la vulnerabilidad. No es que pueda usar esa palabra, ni siquiera se le cruza por la cabeza.

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