4 de diciembre de 2024
Alejandra Laurencich (Buenos Aires, 1963) es narradora, guionista y editora. Publicó los libros de cuentos El día menos pensado (2022), Lo que dicen cuando callan (2013), Historias de mujeres oscuras (2007) y Coronadas de Gloria (2002), el ensayo El taller. Nociones sobre el oficio de escribir (2014) y las novelas El imperfecto laberinto del amor (2022), Las olas del mundo (2015), Vete de mí (2009). Parte de su obra narrativa ha sido traducida al inglés, alemán, portugués y hebreo. Creó y dirigió la revista literaria La balandra.
Tantas veces en la escuela primaria se había sentido así: nerviosa, inquieta, con una voracidad extraña y feroz. Sobre todo después de haber escuchado la exposición de la maestra, después de haber copiado con esmero lo que la señorita había ordenado copiar en el cuaderno, después de todo lo que una buena alumna puede hacer para cumplir con las autoridades y tenía que esperar a que sus compañeras terminaran la tarea. Entonces se aburría. Y el aburrimiento le traía esa hambre de algo.
Para apaciguarse, en ocasiones abría el cuaderno por atrás y en la última página se ponía a dibujar. Una taza de café con leche, humeante taza de loza como la que le servían en el vagón comedor del tren cuando iba en verano a Miramar; luego el plato; y otro plato; y allí los sándwiches de miga, líneas y líneas de sándwiches, que coloreaba con rojo de tomate, violeta de jamón y verde clarito de lechuga; luego una gran torta en otro plato, a big cake como se leía en el libro de inglés, chocolate y crema y pedazos de duraznos en almíbar. Simulaba ir comiendo todo aquello, fingiendo deleite al modo que veía hacer a los chicos de su edad en las propagandas, y le iba borrando pedazos al dibujo mientras trataba de concentrarse en los sabores, los trozos de durazno, el gusto cremoso del café con leche, qué rico todo esto, otro sándwich más. Dibujaba finalmente el plato vacío, la taza vacía. Miraba a su alrededor, el resto de la clase aún no había terminado de copiar lo que era necesario copiar. Entonces comenzaba la decepción. No había comido ninguna torta, no había paladeado ningún café con leche. Todo era una gran estupidez. La maestra seguía sentada a su escritorio, el cielo seguía teniendo el color insípido de las mañanas largas, el hambre seguía rugiendo. Comenzaba la furia, el deseo de caos. Que sonara la alarma de la escuela. Que las monjas y las maestras, con sus peinados de peluquería, tuvieran expresiones repentinas de pánico. Que todo se conmocionara, que las dejaran salir corriendo por los pasillos. Que las mandaran a casa porque en el mundo había explotado una bomba nuclear. En alguna parte de China, Alaska, Singapur, incluso en los Estados Unidos (donde ya no vivía su tía Mary), o en Brasil, o hasta en la Patagonia, en cualquier lado donde el episodio no les trajera después problemas de agua, televisión, enfermedades feas. Que el mundo explotara en alguna parte. Y que se suspendieran las clases en señal de duelo, como cuando había muerto Perón. Entonces sí, cerraba los ojos con fervor y se hundía en ese túnel que la comunicaba con Dios: Por favor, por favor, que ocurra una catástrofe.
Veinte años más tarde, cada tanto, se veía pidiendo lo mismo: algo que conmocionara el mundo, que le hiciera olvidar su angustia, que solidarizara a todos en busca de un bien superior, ajeno a las mezquindades. Pero que ocurriese más cerca, ya no en Alaska o Estambul. Algo en la ciudad, en el barrio vecino, en la esquina. Grave y enorme. Imposible de desatender. Que el mundo estallara en el jardín de enfrente.
Alguna vez, por aquellos años, se encontró sentada en el suelo alfombrado de una gran sala, en un círculo de personas dispuestas a la autoayuda. Todos se miraban y sonreían entre sí. Había sahumerios encendidos y bonitas plantas en los rincones. Tuvieron que descalzarse para acatar las instrucciones de Tadeo, el coordinador: alzar los brazos al cielo, repetir consignas, cantar el nombre de los demás mirándolos a los ojos. A ella le tocó entonar el de Marta, una señora madura con tufo a desodorante barato. Pero casi no se le escuchó la voz, ni pudo mirarla. La furia crecía en su interior.
Después de una hora y media volvieron a sentarse en ronda. El coordinador pidió que cada uno expresara los pensamientos sobre el mundo que acudieran a su mente. Ella pensó en los deseos de catástrofe que a veces la asaltaban.
–¿Martha?– dijo Tadeo mirando a la señora madura.
–El mundo…– repitió la mujer y se quedó asintiendo, una y otra vez como si estuviera degustando un pedacito de chocolate–. Es un desafío a conocer… –dijo por fin, con tono convencido, y agregó–: Me gustaría explorarlo entero. –La miró a ella y le guiñó un ojo.
–Bien, muy bien… ¿Vos? –El coordinador señaló a otro participante, de piel tostada y músculos de deportista.
–Es mi casa –soltó sin dudar el muchacho–. El mundo es mi casa. O el gimnasio. Donde estoy cómodo –dijo y enseguida tuvo un tic, sacudió la cabeza como si un flequillo imaginario le cubriera los ojos.
Pero qué gran idiotez es todo esto, pensó ella y se rio un poco, del tic, de la pregunta, del patetismo de las respuestas. El muchacho la miró. Todos miraron hacia ella. Tadeo la invitó a hablar y se quedó esperando su intervención.
–La verdad es que no sé –murmuró ella ruborizada, mientras acudían a su mente aquellos pedidos de caos. La imagen de sus compañeras inclinadas sobre el pupitre–. El mundo puede irse a la mierda en cualquier momento. –Se rio otra vez, pero nadie la acompañó en la reacción.
–¿Por qué estás tan segura? –Fue la pregunta del coordinador.
–Y porque es así, hay mucha gente que lo desea. Es un lugar peligroso para vivir.
Tadeo se quedó observándola. Luego asintió y siguió con la ronda. Ella quedó perturbada ¿Era la única que había tomado en broma el ejercicio?
Al finalizar la ronda el coordinador les dijo que, cuando hablaban del mundo, se estaban refiriendo en realidad a su propio cuerpo, a su propio ser.
Ella salió del lugar con la tristeza frecuente. Todos se abrazaban con efusividad y se pasaban sus e-mails o celulares. No quiso hacer lo mismo. Alzó la mano a modo de saludo y se echó a caminar. Encendió un cigarrillo. Unas cuadras más adelante entró a un bar. El televisor estaba encendido y mostraba un documental sobre el apareamiento de los delfines. Debajo, en letras mayúsculas, corría el anuncio de que G. W. Bush había ganado las elecciones en Estados Unidos. Pidió un triple de jamón y tomate. Y un café con leche.