2 de enero de 2025
La difusión de imágenes íntimas sin consentimiento constituye una forma relativamente nueva y particularmente cruel de acoso, del que son víctimas mujeres y niñas. Historias de sobrevivientes y proyectos de ley.
Zona de riesgo. El territorio digital se convirtió en un escenario central de las violencias de género.
Foto: Shutterstock
Florencia Villegas no recuerda exactamente qué le pasó la primera vez que vio una foto íntima suya subida a un sitio de pornografía. Sí sabe que desde ese exacto día, su vida cambió para siempre. Que fue solo el principio de una espiral de terror que la envolvió hace ya más de seis años, y que todavía la daña. Porque detrás de eso vino el descubrimiento de que eran decenas las páginas porno y las fotos suyas subidas sin su consentimiento, junto a otras de sus redes sociales, sus datos personales, sus contactos en redes. Alguien había montado todo para volverla expuesta, vulnerable. Hasta le dejaba pistas y avisos de esa exposición de su intimidad, cada vez más humillante. Distintos usuarios la contactaban por redes, el acoso se multiplicaba. No tardó en caer en la cuenta de que una expareja suya estaba detrás de todo ese ataque. Y de que no era la única: contabilizó 32 víctimas de este mismo agresor, incluidas menores de edad.
Radicó la denuncia, no en su ciudad, San Justo, sino en Santa Fe capital, «por la vergüenza terrible que sentía», repasa ahora en diálogo con Acción. Esa vergüenza fue sin embargo la marca constante de un proceso judicial que describe como revictimizante, y que terminó en la nada: su denuncia fue desestimada porque «no hubo afectación a los bienes personales». Ni siquiera actuó un fiscal de oficio ante las pruebas de las menores de edad expuestas como ella. Y el agresor siguió adelante, como si nada.
Su vida se transformó en una pesadilla: ataques de pánico, rechazo a salir por miedo a ser reconocida, terror nocturno. Perdió el trabajo, dejó la facultad. Todo ocurría en las redes, pero tenía consecuencias concretas en sus relaciones, en su salud, en sus proyectos. Se sentía «como en una cárcel, donde cualquiera puede hacer cualquier cosa con vos y con tu cuerpo».
Florencia se puso a investigar sobre esta nueva forma de acoso que la Justicia aún no registraba como tal. Entonces encontró que muchas otras mujeres sufrían situaciones similares. Se unió a ellas, denunció públicamente. Finamente pudo reconocerse como lo que era: una víctima de violencia digital, un delito aún no tipificado en la Argentina. Y una sobreviviente, en tanto otras que pasaron por lo mismo llegaron al suicidio.
Imagen virtual, territorio real
La lucha de Florencia y de sus compañeras, junto a distintas redes de mujeres y legisladoras, como Mónica Macha, hizo posible que finalmente se sancionara en octubre del año pasado la Ley Olimpia, que identifica a la violencia digital como una forma de violencia de género. Lleva ese nombre por la activista mexicana Olimpia Coral Melo, la joven que logró en su país una legislación pionera que protege a las víctimas del ciberacoso. Otro nombre fue dolorosa inspiración para otro proyecto de ley: el de Belén San Román, la joven de 25 años, madre de dos hijos e integrante de la Policía bonaerense, que se suicidó en 2020 en Bragado, luego de que un hombre la extorsionara y viralizara contenido sexual suyo.
El caso de Belén estuvo a punto de cerrarse por «inexistencia de delito». Pero la presión social llevó a confirmar que Tobías Villarruel, con quien Belén mantenía una relación virtual, le había exigido dinero para no difundir videos íntimos. La joven llegó a vender su auto para pagarle al hombre, que aun así soltó las imágenes a las redes. El tremendo caso dio lugar al proyecto de Ley Belén, que incorpora figuras penales para la difusión sin consentimiento de material sexual digital y para la «sextorsión» o extorsión con amenaza de publicación de material íntimo.
El proyecto entró al Congreso en 2022 y se debatió en la Comisión de Legislación Penal de Diputados. Pero mientras espera los tiempos para su tratamiento, y mientras la Ley Olimpia permanece sancionada pero casi nulamente aplicada por un Gobierno que quitó todo apoyo a la prevención de las violencias de género, la realidad avanza. Y el territorio digital se vuelve parte cada vez más central en esa realidad, sobre todo entre los jóvenes.
Ciudad de México. La Ley Olimipia lleva el nombre de su principal impulsora, víctima de la difusión no autorizada de material de contenido sexual.
Foto: Getty Images
Ni una más
Ema Bondaruk tenía 16 años, era una joven alegre, llena de proyectos, buena hija, buena hermana, la describe su mamá. El 18 de agosto pasado Ema se suicidó en su casa de Longchamps. Fue días después de verse desnuda en las pantallas de celulares, tablets, computadoras, de todos sus amigos y conocidos, de todo el colegio, de adultos incluso. Todos habían visto y compartido el video de un momento íntimo con un compañero de otro curso; él se lo había mandado a otro amigo, y de allí siguió viajando, reenvío tras reenvío. «Ella les pidió que por favor pararan, pude ver cuánto sufría cuando vi sus redes sociales. Todos siguieron reproduciendo el video», recuerda su mamá entre lágrimas.
«Hoy a Ema la conocen en todo el mundo por su último acto, que no la define. Ema era hija, hermana, sobrina. Pero todos la conocen como la chica que se suicidó porque se difundieron imágenes sexuales suyas. Todo el mundo habló de Ema. A nadie le importó quién había difundido esas imágenes», plantea su mamá, Laura Gómez. «La noche anterior habíamos tenido una cena hermosa con proyectos, planeando vacaciones familiares. Y en 24 horas Ema se desbordó, tuvo un sufrimiento emocional terrible. Ema confió y la defraudaron. Yo estoy entrando a un mundo nuevo, porque soy de otra generación, desconozco todo esto. Entonces no supe bien qué le pasaba cuando me llamaron de la escuela y me dijeron que había pasado esto. En la escuela tampoco supieron qué hacer, no la contuvieron, lo transmitieron como un reto», relata.
«Me sumo a esta lucha por la memoria de Ema, y para que no haya más Emas», dijo esta madre en el Congreso, convocada a dar testimonio para impulsar la Ley Belén. Esa lucha suma un nuevo nombre: ya comenzaron a trabajar en el proyecto de Ley Ema, para garantizar que las escuelas tengan formación para abordar estos casos. «Para que ninguna escuela revictimice más, para que cualquier chica que esté pasando por esto, en lugar de ser señalada y sentirse culpable, pueda ir con confianza a pedir ayuda», pidió la mamá.
El algoritmo patriarcal
La falta de consentimiento para la difusión de imágenes que fueron otorgadas en la intimidad es clave en estas prácticas digitales violentas. Pero hay muchos otros casos de imágenes hackeadas, extraídas de celulares perdidos o robados, y últimamente, modificadas con inteligencia artificial, como «deepfakes» que también se multiplican en las escuelas: los jóvenes toman fotos de las redes sociales de sus compañeras y las alteran para compartirlas «desnudas». Otros dos proyectos de ley recientes apuntan a crear jurisprudencia para el hostigamiento y la suplantación de identidad.
«Esta violencia es facilitada por las tecnologías, pero viene de mucho antes, se perpetúa y se agrava dentro de un algoritmo patriarcal», advierte Olimpia Coral Melo. «Para las plataformas digitales la prioridad son los modelos de negocios, no los modelos de sociedad, y no podemos quedar a merced de esto. Necesitamos políticas públicas para prevenir, investigar, sancionar y adoptar medidas que resulten reparatorias para las víctimas de esta violencia», reclama Lucía Gatikin, directora de género y Diversidad en Amnistía internacional Argentina. «Las mujeres tenemos derecho a estar libres y seguras, también en internet», sintetiza la abogada Florencia Zerda, autora del libro Violencia de género digital e integrante de la organización Gentic contra la ciberviolencia de género.
¿Qué quiere decir Florencia a las mujeres que están sufirendo este tipo de violencia? Lo mismo que Eliana Sotelo, Camila Segli, Emilse Farfán, Florencia Zerde, la mamá de Ema y tantas y tantas que atravesaron este dolor y hoy salen a decir basta. «Que no tengan miedo. Que no sientan vergüenza. Que no es su culpa. Y que no están solas».