Sociedad | MUNDO DIGITAL

El precio del odio

Tiempo de lectura: ...
Esteban Magnani

Los discursos agresivos se multiplican en las redes y se expanden en la sociedad. No son un buen negocio, pero pueden servir para sumar seguidores y encontrar formas de ganar dinero.

Estudios. Los posteos dirigidos a las reacciones viscerales generan mayor interacción. El algoritmo los privilegia.

Foto: Getty Images

¿Qué se gana difundiendo el odio? Al mirar redes sociodigitales como X es posible imaginar un objetivo económico. Es cierto: puede ocurrir que alguien gane dinero con esos mensajes, pero son muy pocos quienes logran ingresos significativos, más en países como Argentina, donde el alcance es relativamente bajo. Sin embargo, los discursos de odio y las campañas de desinformación pueden ser una buena forma de acumular seguidores que permitan montar un negocio o conseguir un trabajo.

Quienes buscan aumentar su impacto en las redes sociodigitales aprenden pronto a seducir al algoritmo que decide el alcance de los posteos, videos y contenidos. El algoritmo multiplica la exposición de aquello que produce comentarios, se comparte, se comenta o se discute. Ese contenido atractivo lleva a la gente a pasar más tiempo frente a la pantalla, lo que permite mostrar más publicidades y ganar más dinero.

Diversos estudios comprobaron que los posteos dirigidos a nuestras reacciones más viscerales generan mayor interacción: la indignación, la sorpresa, el enojo nos hacen responder antes de pensar. Es por eso que los discursos más extremos generan reacciones tanto entre quienes están de acuerdo y «al fin alguien se atreve a decirlo» o porque resulta increíble que alguien sostenga semejante estupidez o agresión. Al algoritmo no le importa: ese contenido logra el objetivo de producir reacciones y se lo reproducirá hasta agotarlo. 

Ahora bien: ¿eso se traduce en dinero? Puede ser, pero muy poco, al menos de manera directa. ¿Entonces?


¿Cómo monetizar?
X es una de las redes más tóxicas desde que redujo al mínimo sus mecanismos de moderación. Además, su dueño, Elon Musk, es una de las fuentes principales de noticias falsas, racistas, misóginas o que promueven la democracia censitaria. Esta red ofrece ganar dinero a quienes tienen una cuenta verificada y pagan por ello. Obtener esa tilde azul para individuos puede costar 32 dólares anuales mientras que para una organización puede llegar a los 10.000 dólares

¿Cuáles son las posibilidades de recuperar ese dinero? Es difícil saberlo: muy pocos influencers con numerosos seguidores revelan cuánto reciben realmente de las plataformas y cuando lo hacen no suelen ser muy confiables. En algunos sitios calculan que quienes se asocian a la red social para que ubique publicidades junto a sus posteos pueden recibir cerca de 8,5 dólares por cada millón de impresiones, una cifra astronómica para la inmensa mayoría de los usuarios. También depende del poder adquisitivo de quienes ven las publicidades: no vale lo mismo el interés de un norteamericano o un europeo que un africano o un latinoamericano.

En otras redes las condiciones son un poco más amables, pero los requisitos de cantidad de visualizaciones o regularidad en las publicaciones implican un trabajo bastante profesional y a escala que no siempre cubre la inversión. Por ejemplo, YouTube exige para comenzar a monetizar, entre otras cosas, 4.000 horas anuales de visualizaciones de todos los videos subidos o 10 millones de visualizaciones de videos cortos en los últimos 90 días. Con estas exigencias, no es habitual que un trol en Argentina, aún si se dedica todo el día a producir contenidos, supere el umbral necesario para monetizar su actividad. 

Alex Jones. Fue demandado por familiares de víctimas por sus mentiras tras la masacre de la escuela Sandy Hook.

Foto: Getty Images

A escala menos profesional puede ocurrir que se use la provocación y el insulto para aumentar la cantidad de seguidores y luego colar entre ellos algún posteo esponsoreado con links a productos. Un caso extremo de este modelo se puede ver en el excelente documental La verdad contra Alex Jones, donde se cuenta la historia de este «conductor» de extrema derecha que comenzó con un programa en un canal de cable: las teorías conspirativas le permitían vender unas pastillas dietarias de dudoso impacto. 

En el paroxismo de su método sostuvo por años que nunca ocurrió la masacre de Sandy Hooks, una escuela donde en 2012 murieron 20 niños de entre 6 y 7 años. Los padres, además de su tremenda pérdida, sufrieron agresiones constantes por parte de seguidores de Jones que los acusaban de fingir la muerte de sus hijos. Hartos de la situación lo demandaron y le ganaron un largo juicio en 2022.


Amateurs y profesionales
Sin embargo, los mayores incentivos para participar de las redes sociales no son económicos. El reconocimiento social es algo valioso para los seres humanos y las interacciones que ofrece el mundo digital explotan esta necesidad. Eso genera un incentivo por destacarse, por ir un paso más allá de lo aceptado para hacerse visible y generar reacciones que el algoritmo detecte como efectivas, en un loop de reconocimiento social que puede ser muy adictivo incluso para quienes lo hacen de manera amateur.

De esta manera, es posible que, tal como un niño llama la atención diciendo una mala palabra, alguien en una red social logre lo mismo; pero una vez que cruzar un límite se torne habitual, será necesario redoblar la apuesta una y otra vez. Cuando estos comportamientos logran su efecto, otros los imitan corriendo siempre las fronteras de lo «decible». Mientras tanto los comentarios más sensatos o reflexivos languidecen ignorados por el algoritmo.

Por otro lado, el contexto puede colaborar con este fenómeno. Es probable que los discursos de odio actuales hayan aprovechado cierto énfasis en la corrección política de quienes pelean por los derechos de las minorías. De esa manera facilitaron, paradójicamente, que los insultos generaran una mayor reacción visceral y se habilitara todo un territorio en disputa con reacciones a uno y otro lado de la grieta.

Los algoritmos fogonean estas disputas simplemente porque generan ingresos, pero los políticos pueden aprovecharlas para activar a sus seguidores. Como decía Steve Bannon, el jefe de campaña de Donald Trump en 2016, «hay que inundar la zona de mierda», algo que él hizo desde sus sitios de noticias falsas diseñadas para seducir al algoritmo e impedir discusiones argumentadas. 

Este recurso es el que en Argentina llamaríamos «pudrirla», es decir, bloquear cualquier discusión productiva con insultos, agresiones, mentiras y demás. Tanto se ha profesionalizado este recurso que hace años existen trolcenters que también utilizan bots (cuentas automatizadas), como lo demuestran sucesivos eventos de «caricias significativas» o los más recientes supuestos indios que opinaron sobre el paro docente. 

Estos ejércitos virtuales funcionan como herramientas de disciplinamiento social. Antes se manejaban en las sombras, pero su accionar es cada vez más visible y menos anónimo. También algunas cuentas pueden funcionar como líderes para coordinar a otras en una estrategia premiada recientemente con cargos en el Estado.

En resumen, las razones para insultar y agredir en redes sociales son muchas y variadas. Además, ahora, aquellos que tengan más capacidad de viralizar sus insultos y dedicación pueden transformarlas en un conchabo permanente.

Estás leyendo:

Sociedad MUNDO DIGITAL

El precio del odio

1 comentario

Dejar un comentario

Tenés que estar identificado para dejar un comentario.