8 de febrero de 2018
En paralelo a la exclusiva Cumbre de Davos, la ONG Oxfam presentó su informe sobre la distribución mundial de la riqueza. Las cifras son apabullantes. Solo con una séptima parte de la riqueza que acaparó la porción más rica del planeta en 2017, podría haberse erradicado la pobreza mundial. Entre 2006 y 2015 los salarios aumentaron en promedio un 2% anual, mientras que la riqueza de los milmillonarios se incrementó en 12%, seis veces más. Estos son solo algunos ejemplos.
Pero en estas líneas me interesa referirme en particular a la distribución regional de la riqueza. Mientras América del Norte y Europa poseen el 64% de la riqueza mundial, allí vive solo el 17% de la población. En el otro extremo, la participación de África en la riqueza mundial no llega al 1%, y posee un 12% de la población mundial. Latinoamérica, por su parte, con el 9% de la población, acapara solo el 3% de la riqueza global.
Adicionalmente, al analizar la distribución de la riqueza al interior de cada país, nos encontramos con que vivir en un país desarrollado que posee una buena porción de la riqueza mundial no es garantía suficiente para evitar la pobreza. Estados Unidos, sin ir más lejos, acapara el 36% de la riqueza global y, sin embargo, solo algunos pueden disfrutarla. La riqueza que poseen los tres estadounidenses más ricos equivale a la de los 160 millones de personas pertenecientes a la franja más pobre de esa sociedad. No caben dudas de que el tan mentado efecto «derrame» de los ricos hacia los pobres no encuentra asidero en la realidad. Una realidad que está regida por las leyes de mercado. Evidencia más que suficiente para concluir que la presencia del Estado como redistribuidor equitativo de ingresos se torna cada vez más necesaria.