18 de febrero de 2025
Álvaro Abós (Buenos Aires, 1941) publicó Restos humanos (novela, 1991), Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires (ensayo, 2000) y Eichmann en Argentina (investigación histórica, 2004), entre otros. Su último título es la novela Capilla ardiente (2024).

–Señores y señoras. Tengan ustedes la completa seguridad de que quien les habla no es ningún improvisado en el tema de la presente conferencia. Muy por el contrario, pueden ustedes confiar en que, dentro de su humildad. Tachar. Pueden ustedes estar seguros de que, modestia aparte, quien les habla conoce el tema. Y ese conocimiento no proviene de puras especulaciones teóricas o de saberes adquiridos en otro lado que no sea la pura experiencia. La experiencia, señores y señoras, es la verdadera madre del saber. El saber es hijo del estudio. El vicio es el padre del ocio. Tachar todo desde experiencia. La experiencia, señores y señoras, y el trabajo constante y la aplicación y la responsabilidad es lo único que fundamenta el éxito de nuestro trabajo. Porque el nuestro, debo apresurarme a afirmarlo y lo haré con todo el énfasis que ustedes han de permitirme, es un trabajo delicado, más aún, delicadísimo. Lo nuestro, señores, tiene mucho de cirujano. Y lo digo por la finura, por la delicadeza, por el toque justo, por el movimiento perfectamente coordinado. La importancia de la tarea bien hecha. No todos lo ven así. Eso debemos reconocerlo. Muchos, desgraciadamente, tiran abajo nuestro prestigio. Y eso es lamentable. Porque, señores, debo decirlo de una buena vez. Existe más de uno, sí señores, sí lo digo y lo repito. Tachar. No debo exaltarme ni alzar la voz.
El hombre tenía una jarra de agua y una copa sobre la mesa. Con la vista recorrió un imaginario auditorio, escrutando las caras del público fantasmal.
–Más de uno ha quedado, después, amigo. Esto le ha pasado a quien les habla. Quedar amigo. Porque, ¿qué debe entenderse por amigo? Acaso, ¿no es alguien por el que se siente algo? ¿Un sentimiento? ¿Odio? No, odio, no, de ninguna manera, eso es un error, odio. Si ustedes me lo permiten, intentaré explicarlo. Con el consentimiento de ustedes, intentaré explicarlo. Esto. Cuando él viene, cuando a él lo traen, ya está directamente destrozado y aún no le tocaron un pelo. ¿Y saben ustedes por qué sucede esto, señores? Porque todo es una cuestión mental. Es puramente mental. Y ustedes pueden compararlo, aunque nada tenga que ver, con la acupuntura china, esa ciencia milenaria. Lo nuestro es parecido. Encontrar el punto exacto. El momento preciso. La situación adecuada. El receptor maduro para que reaccione como se pretende. El estímulo es lo de menos. Los chinos usan un pequeño pinchazo. La punta del instrumento que utilizan los chinos, nuestros maestros legendarios, es tan aguda y fina que parece imperceptible, y su inmersión en la textura de la piel se asemeja al cosquilleo del ala de una mariposa, a la caricia de un pétalo, una brisa tibia, el suspiro de un ángel. Nosotros… Es mental. Señores, si ustedes quieren saber lo que es esto exactamente, imagínense que deben ir al dentista. Usted, amigo mío, cierra los ojos, escucha el torno y, aunque el dentista le toque las encías con una pluma de paloma, usted pega un salto hasta el techo. Por eso, señores, cuando lo traen, ya llega destrozado, por lo que ha pensado, por lo que le contaron, por lo que imaginó y le puedo asegurar que todo eso no es cuento. Para él, cada palabra, cada recuerdo es como una puñalada. Para él ese es el peor momento. Cuando lo traen.
Una sombra pareció atormentar el rostro del hombre. Llevó su mano crispada a la frente. Luego, levantó la mirada y la clavó en un punto distante. Cerró los ojos y miró hacia arriba. ¿Un auditorio, una vasta audiencia, el mundo, quién lo escuchaba? Y yo no podía alejar mis ojos de él, arrobado. Y yo, yo no podía dejar de mirarlo, fascinado.
–Se concentra –prosigue el hombre–, aprieta los puños, se pone hecho una piedra. Se pone duro. Pero aguanta. Tengan en cuenta que la cosa aún no ha comenzado. Estamos él y yo. Y él es un bloque hermético, un acorazado humano. Mirándome fijo pero sin verme, porque está recogido en él. Apretando los ojos para no verme, porque está concentrado, convertido en una estatua, en un bloque. En ese momento yo, si quiero, lo mando salir, lo dejo ir. Sin haber hecho nada. Sin decirle una palabra. ¡Y él se va a ir destrozado! Pero, señores, perdonen ustedes que a veces las divagaciones me alejen del tema central de estas mal hilvanadas palabras. Vuelvo a la situación que les estaba relatando. Él y yo solos. Dos extraños. Él, cerrado, aislado, petrificado. Imagínense ustedes que empiezo a hablarle. Le quiero dar un cigarrillo. Nada. Cuento la historia de mi vida. Le describo la muerte de mi madre. Como si hablara a una estatua. Puedo regalarle dinero. Puedo hacer cualquier cosa y nada. Yo no existo. ¿Y saben por qué no existo? Porque él no me ve, no me oye. Sólo ve y oye lo que se imagina. Lo que le va a pasar. Entonces empiezo a trabajar. Trabajo. En la forma en que yo lo hago. ¿Él? Nada. ¿Sufrimiento? ¿Dolor? Señores, permítanme ustedes que les pregunte una cosa. ¿Nunca les dolió el estómago? ¿Nunca tuvieron retortijones? ¿Nunca les dolió la cabeza y les dijeron a sus mujeres que no podían más? ¿Cuántas veces, jugando al fútbol, recibieron un pelotazo en el bajo vientre? ¿Cuántas veces se dieron con el martillo en un dedo? El dolor, el dolor, señores, ¿qué es el dolor? Las cosas, queridos amigos, son muy relativas, de todo se hace demasiada historia y yo, permítanme ustedes el atrevimiento que me tomo al decirles esto, yo, de las palabras ya estoy cansado.
El hombre hizo una pausa. Levantó la vista un momento. Cerró los ojos como si invocase a una inspiración huidiza. Con la mano dibujó un gesto circular. Vertió agua en la copa y se mojó los labios.
–Si habré vivido ese momento, señores míos, queridos amigos que en esta tarde comparten conmigo estos momentos de perdurable. Tachar. Queridos amigos que han tenido a bien compartir estas confidencias. Ese momento, amigos, es sublime. Y les puedo asegurar una cosa. Sensaciones semejantes no afirmaría que fueran numerosas. Nada más. Sensaciones así, señores y señoras, puedo asegurarles que no abundan. He dicho.
El hombre desconectó el aparato. Se levantó. Inclinándose hacia adelante, doblándose como un muñeco mecánico, ensayó una reverencia. En sus oídos parecían resonar imaginarios aplausos, cerrados, densos como un trueno. El hombre juntó sus notas, se secó la transpiración, se ciñó el reloj en la muñeca, miró a un costado y a otro, como si saludara a alguien con leves movimientos de cabeza. Murmuró:
–Cuando tengo que pronunciar una conferencia, me gusta ir bien preparado…
Y dicho esto, se dirigió hacia mí, que lo había escuchado sentado en aquella silla, las manos y los pies atados, una mordaza en la boca, él y yo solos en la habitación, uno frente al otro. Se dirigió hacia mí, encendió la fuerte luz que caía directamente sobre mis ojos, cegándome. Y tomando en sus manos el instrumento punzante se acercó a mí, se acercó, mientras yo lo miraba con espanto.