15 de abril de 2025
Último exponente del boom latinoamericano, el escritor peruano deja una obra monumental que supo conjugar realidad social y renovación estética. Viraje ideológico y legado literario.

Clásico. En su cuantiosa producción se destacan títulos como La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral y La fiesta del chivo.
Foto: Getty Images
En 1963, años de renovación de la escritura latinoamericana, con las obras de Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz y Rayuela, de Julio Cortázar, el más joven de ellos, Mario Vargas Llosa, alcanzaba notoriedad con su novela La ciudad y los perros. Nacido en Arequipa, Perú, en 1936, cimentó una expresión nueva a través de sus primeros relatos, Los cachorros y los jefes, abonando a un fenómeno literario que habría de trascender a escala internacional, el boom latinoamericano, producto de factores sociales, culturales y políticos que esos autores –que abrevaban tanto en la tradición anglosajona como en las enseñanzas de Borges, Rulfo u Onetti– plasmaron en sus obras.
Una ecuación virtuosa fue la de conjugar los nuevos recursos y las rupturas respecto de relatos tradicionalistas sobre el territorio latinoamericano, para narrarlo de otro modo, con las ricas posibilidades que ofrecían los cambios en el modo de configurar los personajes y sus múltiples voces, variar los puntos de vista narrativos o presentar el tiempo de manera no lineal, aprovechando así el legado de figuras como James Joyce, William Faulkner, Virginia Woolf y otros. La aparición de La ciudad y los perros fue un hito en el desarrollo de la novela hispanoamericana, en tanto ponía en juego formas narrativas diferentes de las habituales para mostrar una realidad social dispar y violenta a través de los discursos alternados de los protagonistas, representativos de distintas clases en conflicto, cifrando en ellos el cuestionamiento a la organización social del Perú.
Además del consagratorio premio Biblioteca Breve de Seix Barral, adjudicado a un joven que no llegaba a los 30 años, la novela fue celebrada por la crítica y entró de lleno en el boom latinoamericano.
Siguieron a esa publicación logradas novelas como La casa verde, poniendo en escena las regiones peruanas: costa, sierra y selva, marcando los contrastes y distancias, retomada años después en Lituma en los Andes. Los diálogos intercalados que muestran dos escenas simultáneas con voces pronunciadas en lugares y situaciones distintas, es otro de los hallazgos que Vargas Llosa imprimió a sus relatos.
Intereses diversos
Su vasta obra no es homogénea. Junto a la denuncia manifiesta en extensas novelas como Conversación en la Catedral, donde condena la dictadura en Perú, también concibió textos con otros tonos tal vez farsescos como La tía Julia y el escribidor o Pantaleón y las visitadoras. Si Perú pudo ser el epicentro de su narrativa, considerando que era preciso para la literatura nacional consolidar un perfil propio, sin embargo sus intereses históricos y geográficos lo trasladaron a otros ámbitos: así se configura su Guerra del fin del mundo. Basándose en el testimonio del brasilero Euclides da Cunha, Os sertoes, reescribe e interpreta un hecho histórico que reedita la famosa oposición de civilización y barbarie.
Cabe destacar que ya entonces Vargas Llosa cuestionaba las posiciones de izquierda, lo que deja ver en algunos de los personajes. En una novela como Historia de Mayta se evidencia claramente su progresivo viraje ideológico, desde una juvenil y conveniente adhesión a la Revolución Cubana a una toma de posición en favor de la derecha, manifiesta en sus escritos, su participación en encuentros, sus declaraciones y sus artículos periodísticos. Este camino puede verse a partir de Contra viento y marea, primera recopilación de sus notas, donde todavía sostiene su postura opositora al capitalismo, pero al mismo tiempo habla de la condición del intelectual como un «aguafiestas», que se rebela contra la aceptación de dogmas o consignas. El encanto de esa postura crítica era el esbozo de lo que iría afianzándose en el tiempo: una convicción extrema que lo llevó a adoptar otro dogma y a defender de manera acrítica a las derechas.
Baste comparar aquel texto con recopilaciones posteriores como Los desafíos de la libertad y El lenguaje de la pasión, panfletos ambos que evidencian su adscripción al neoliberalismo.
En su cuantiosa obra, también se abocó al ensayo: valga señalar uno temprano sobre Gustave Flaubert, titulado La orgía perpetua. Acerca de un compañero del boom, del que se separaría irremediablemente por las diferencias ideológicas, escribió García Márquez. Historia de un deicidio, casi inconseguible luego de la definitiva ruptura entre ambos. Incursionó asimismo en una mezcla de relato histórico con el género biográfico, tal como sucede en El paraíso en la otra esquina, donde pone en escena al pintor Paul Gauguin y a su abuela Flora Tristán, con una pretendida intención erótica que fracasa por completo.
Con La fiesta del chivo cumplió muy tardíamente con el acuerdo establecido entre varios autores latinoamericanos acerca de escribir novelas de dictadores. Y fue una ventura, porque más allá de sus prejuicios e ideologías explícitos, su talento logra mostrar admirablemente la decadencia y caída del dictador guatemalteco Rafael Trujillo y el ascenso de un personaje gris que mantuvo el orden establecido. Testimonio de la virtud narrativa de Mario Vargas Llosa.