Cuento | Por Silvia Itkin

La hora inmóvil

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Silvia Itkin (Buenos Aires, 1958) trabajó como periodista en medios gráficos y audiovisuales y como editora en Ediciones B y en Obloshka. Publicó libros periodísticos por encargo, la investigación Estamos en el aire. Una historia de la televisión argentina (en coautoría, 1999, 2016) y un libro de cuentos, Nunca terminamos de conocernos (2018).

El ruido de la mano de Kumi sobre el vidrio, una y otra vez, una y otra vez. Amanda le pregunta qué está haciendo y ella, sin dejar de golpear: Aplasto esas luciérnagas gigantes.

Afuera los hombres con chalecos fosforescentes cruzan la ruta de lado a lado y ordenan las filas en las banquinas. Amanda sale del auto y escucha: que esto va para largo, que hasta el amanecer, nada, que van a dejar luces de emergencia, que apaguen las balizas, que no hay batería que aguante.      

¿Qué te dijeron?
Lo que ya sabíamos.

Vuelve de la costa a cargo del auto de Kumi, y a cargo de Kumi y de su brazo roto. No se acuerda bien qué hueso, cúbito o radio.
Amanda la ve acomodarse sobre su hombro derecho, el yeso colgante del lado izquierdo, la cabeza sobre la ventanilla empañada, escucha su respiración, y la voz como si fuera a entrar al sueño con un cuento: no saques la mano, vi una película donde la niebla se comía a la gente, en serio, salías y te arrancaba un pedazo.

Se duerme. Está igual, o casi.

Pablo, hermano de Kumi, presentaba a su novia. ¿Así que profesora de profesores?, dijo la madre. La puerta de la familia se abrió para Amanda con un sonido de fanfarria. Quiso ser esa nueva para siempre, la bienvenida fresca, estar en las fotos sin el rigor de la cronología.

No pudo decir la madre mucho más, porque el padre tomó la palabra y la retuvo toda la noche. Aquel primer día, el padre dejó establecido que Pablo era el hijo perfecto, y ella, una adquisición a su altura. Acá estamos, dijo el padre, esto somos y señaló a sus hijos.
Algo de aquellos años tironea, incomoda como el asiento, tiene la forma de una pregunta, pide que los próximos años enciendan sus señales. Amanda quisiera ver al final del camino una historia nítida con los personajes bien peinados, vestidos para la foto de ocasión.

En el verano la madre se fue al sur. Dejó al padre sin estruendo, apartó con la mano los años vividos y mostró sus promesas: una cabaña, el aire de los bosques, la naturaleza como todo horizonte. Irse era ampliarse, como quien dice: hasta acá fuimos esto, ahora es distinto. Kumi vio en la nueva vida de la madre un verano infantil a orillas del lago. Pablo no dijo nada, hasta que habló unos meses más tarde.

Kumi se despierta y le cuenta que soñó con Pablo y que jugaban a adivinarse los gestos tras los vidrios. Le pregunta por qué él no vino a buscarla.

No era la primera vez que hubo que ir a sacarla de algo. Pero esa mañana cuando llegó y la vio enyesada y ojerosa, fue otra cosa. Como si se hubieran restado los años entre ellas. La abrazó, Kumi le agradeció y dijo que todo había sido un error, que si no fuera por la mujer con su numerito. Y no dijo más.

El numerito había arrastrado a Amanda hasta el pueblo de la costa donde vive el ex de Kumi con otra mujer. Él le pidió que fuera a buscar lo que estaba todavía entre las cosas de él; en el baúl: unos libros y unos utensilios. Cuánto cuesta desarmar un mecanismo entre dos, acallar esa relojería rota. Siempre hace tic tac en algún lado.
Amanda desempaña el vidrio y mira hacia donde cree que sigue estando el cielo. No sabe cuándo amanece en el campo, no sabe dónde están los bordes de las cosas.

Al rato Kumi se sopla los dedos que asoman del yeso y los mueve.

¿Te duele?

No mucho. Me pica el brazo, pero debe ser porque no me puedo rascar.

La picazón fantasma, dice Amanda.

Se ríen.

Cómo fue que te pasó.

Ya te conté.

No entiendo por qué te caíste.

Yo tenía las cosas en la mano para cargarlas en el auto, estaba por irme cuando entró la mariposa. Negra, ¿te dije? Grande. La mujer enloqueció, empezó a sacudir los brazos, le gritaba a él que la sacara, él apagó las luces, yo en el medio con la bolsa, pero ella seguía igual. Y salgo, explicame por qué salí, a esa terracita de madera que tienen… Salí a ver si la mariposa estaba afuera. Y me olvidé de los escalones. ¿Te parece que una mariposa puede estar agazapada, esperando? 

¿Y él?

Vino a ayudarme, y me dijo que fuéramos al hospital, sentía un dolor que no me salían las palabras.

¿Y ella?

Ni idea, no la vi más.

Dice otra vez perdoname. Amanda le envuelve los dedos con parte de su bufanda. Kumi, casi quince años antes, queriéndola como quieren los niños y los gatos: arremolinada tocaba las texturas de su ropa, que eran las de una mujer hecha y derecha.

Me acordé de una historia, dice Kumi, por ahí ya la conocés. Para el día del maestro los chicos le llevaban regalos a mamá, era pobre la escuela, muy. Y eran horribles los regalos, mamá los guardaba en una parte de un mueble con una puerta ciega. Yo me reía, Pablo no. Se encerraba en su cuarto y lloraba en silencio hasta quedarse casi sin aire porque no quería que nadie lo escuchara. Yo sabía por qué. Me lo contó cuando mamá se jubiló. Me dijo qué suerte.

Amanda mete los dedos en el cuello del pulóver, para que entre aire.
Sale a fumar. Camina aferrada al borde del auto. La niebla la refresca, la despeja. Tiene hambre. Hay una caja de alfajores que compró en la terminal, un reflejo de turista, no supo para quién, o sí: un dulce para la quebradura de Kumi.

Vuelve para abrir el baúl. Pisa el borde mantecoso de la banquina y clava la rodilla en una piedra. Nadie la ve, nadie sabe que está ahí levantándose mientras se enchastra. Hay más congoja que dolor. Entra al auto, el pantalón tiene un tajo, la piel machucada y roja.

Kumi, dice.

No la escucha.

Kumi, un poco más alto hasta que la despierta y le muestra las manos mugrientas, le pide que saque pañuelos de la guantera y el alcohol.

Kumi enciende la luz.

Nos deben ver como la casita de los pescadores en el ártico.

¿Qué pescadores?

Los de las películas. ¿No viste nunca esa escena? Están adentro de una casita, hacen un agujero en el hielo, esperan sacar algo. Qué vida.

Kumi le pregunta si va a quitarse el pantalón o abrir más el tajo de la tela.

Solo dice sí con la cabeza.

¿Sí a qué?

Ya está roto, abrilo, dice Amanda.

El raspón es grande. Aprieta las muelas por el ardor.

Kumi le levanta la pierna con suavidad y la apoya sobre las suyas. Amanda cierra los ojos.

Es el final del otoño. ¿Cómo se llamaba esa película llena de nieve que vio noches atrás, mientras Pablo armaba la valija? Un profesor en el campo blanco mide los cambios del clima con sus instrumentos en el exterior. La vida es eso: medir, anotar, comer, dormir, a veces sale el sol. Abre los ojos, escribe con el índice sobre el vidrio niebla y nieve, una, dos, tres veces. Son palabras que empiezan igual, pero terminan distinto. Fuerza, a distancia, una foto familiar: ella y Kumi en el auto, bajo la niebla; Pablo y la madre, bajo la nieve. El padre no aparece en la foto.

Qué escribís, dice Kumi, entredormida.

Amanda borra. El sueño sigue retobado.

Otra vez Pablo: mete y mete abrigo, es un chico a punto de cruzar un umbral desconocido y salvaje. Ese entusiasmo. Le dice que el final del otoño es el tiempo de cosechar la rosa mosqueta, que va a estar ahí con la madre, que ya sabe, porque la madre se lo explicó, que la cosecha es un cuerpo a cuerpo con el arbusto, que araña los brazos, pero es el precio que hay que pagar por el dulce, dijo la madre.

Pablo está dispuesto a pagar ese precio, y cualquier otro, con tal de irse de la ciudad a ver. A ver qué, le había preguntado Amanda. Ahora en el auto, bajo la niebla, los gestos de Pablo abandonan la alegría.

¿Qué es lo que vas a ver?, dice en voz baja Amanda, los ojos cerrados, la frente sobre el vidrio. Se duerme al fin.

Un ruido de motores la despierta, no se da cuenta de dónde está.
Ey, ey, podemos seguir. Kumi sonriente golpea desde afuera.

Baja el vidrio. La garganta apretada se desborda. Kumi, con su mano buena, le acaricia el pelo y le pregunta qué pasa.

Debe ser el alivio. Amanda se seca la cara.

Vayan tranquilas. Un hombre con el chaleco brillante bajo el sol palmea el techo del auto.

En el horizonte, un rayo atraviesa las nubes.

Parece una película de Dios, dice Kumi.

Sí, dice Amanda, tal cual.

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