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Rey del infinito

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El británico, uno de los máximos exponentes en el campo de la física teórica, se manejó como nadie en los dominios de la abstracción matemática, pero trabajó incansablemente para que cualquiera pudiera entender el origen y destino del cosmos.


(Martin/AFP/Dachary)

Oh Dios, podría yo estar encerrado en una cáscara de nuez y tenerme por Rey del espacio infinito». La frase, acuñada por Shakespeare para hacérsela decir a Hamlet, fue citada por Borges en el comienzo de El Aleph, y evocada en el título de un libro (El universo en una cáscara de nuez, publicado en 2001) por otro sobre quien también pesa la incógnita de por qué no ganó el Nobel: el astrofísico británico Stephen Hawking (1942-2018), cuya muerte, a la edad de 76 años, ocurrió el pasado 14 de marzo.
Siempre según las propias palabras de Hawking, orgulloso por vender «más libros sobre física que Madonna sobre sexo», en su disciplina «todo está en la mente». Por eso (aunque sin duda también por muchos otros factores más, entre ellos su descomunal talento y un entorno capaz de compensar toda discapacidad física) la devastadora enfermedad que le sobrevino en su juventud no ha constituido para él «una seria desventaja».

Las partes y el todo
En la era de la física clásica –la que hoy se aprende en la secundaria– todo discurre en un infinito y perfecto espacio 3D tal cual lo imaginaron los antiguos geómetras griegos. En 1687, Newton quebró el panorama con una idea de lo más antiintuitiva: existe una fuerza de gravedad por la que todos los cuerpos se atraen mutuamente. Eso explicaba a la vez por qué la manzana cae y por qué la luna no cae.  Pero si todos los cuerpos se atraen, ¿porqué no se precipitan unos contra otros y no colapsa el universo?, le preguntaban. «Muy fácil –les respondía–: como el universo es infinito, no existe un punto central hacia el cual todo pueda concentrarse y colapsar». Espacio infinito y tiempo infinito y uniforme eran la garantía de un universo en perfecto orden y equilibrio.
Este universo subsistió hasta que a comienzos del siglo XX la Teoría de la Relatividad (por el lado de la inmensidad cósmica) y la Mecánica Cuántica (por el lado de lo inconmensurablemente pequeño) volvieron a ponerlo patas arriba. Para peor, en 1929 el astrónomo estadounidense Edwin Hubble descubrió que las galaxias se alejan unas de otras, lo que sugería que, en algún momento, todo lo existente alguna vez debió haber estado concentrado (singularidad) y que a partir de eso un evento descomunal en todo sentido –el Big Bang– le dio origen al cosmos tal y cual lo conocemos hoy: en expansión.
Hawking, cuyos méritos académicos lo llevaron a ocupar la cátedra del propio Isaac Newton en la Universidad de Cambridge, explicó en Una breve historia del tiempo (1988), un libro fácil de leer y con metáforas elocuentes, que ambas teorías son como mapas de territorios diferentes, a los que parece imposible combinar en un mismo mapa general. Fuera de la escala de nuestros sentidos, lo sideral y lo subatómico parecen gobernados por leyes diferentes, o bien faltan demasiadas piezas como para saber si el rompecabezas puede ser el mismo. Y el trabajo de buscarlas lo convirtió, según muchos, en uno de los máximos exponentes de la física teórica después de Albert Einstein.
El título de la película de James Marsh, que cuenta la vida de Stephen Hawking basándose en el relato autobiográfico de su primera esposa, Jane Wilde, es bastante elocuente respecto de lo que él perseguía y aún hoy parece lejos de ser hallado: una «teoría del todo» (The theory of Everything, 2014). El protagonismo del propio Hawking en la presentación del filme fue una página más en su faceta de celebrity, que incluyó su imagen en un capítulo de Los Simpsons y entre las estatuas de cera del museo Madame Tussauds de Londres, su aparición en un episodio de la serie The Big Bang Theory y su voz en «Keep talking» y «Talkin’ Hawkin», ambos temas de Pink Floyd. También rechazó la Orden del Imperio Británico que lo hubiera convertido en sir.

Agujeros no tan negros
Durante la primera parte de su carrera, Hawking trabajó con quien ha sido su gran maestro y mentor, Roger Penrose. Con él logró demostrar en 1970 que, si la teoría de Einstein es correcta, el universo tiene que haber surgido de una singularidad: ahí se inició el tiempo mismo, «y en caso de que algo hubiera ocurrido antes, no podría afectar de ninguna manera lo que ocurra en el presente». Muchos lo contradijeron y él les lanzó otra de sus famosas frases: «No se puede discutir contra un teorema matemático»; años después, él mismo renegaría de esa idea de singularidad inicial, en un contexto donde abundan teorías alternativas, y hay astrofísicos que hasta hablan de «multiverso» en lugar de «universo».
Más adelante se abocó casi por completo al estudio de los agujeros negros, objetos particulares donde la materia y la energía se concentran con tanta gravedad que ni siquiera la luz puede escapar de ellos. La existencia de los agujeros negros había sido prevista por Einstein, y Hawking creyó ver en ellos una oportunidad de conciliar la Cuántica y la Relatividad. «Dios no solo juega a los dados con el universo, sino que además a veces los arroja a lugares en donde no podemos verlos», bromeaba a propósito de la famosa frase de Einstein.


(Jorge Aloy)

Los agujeros negros eran esos escondites y solo cabe, mediante las matemáticas más abstractas, intuir y deducir las leyes. La Relatividad, que considera que la gravedad es una deformación del espacio y del tiempo producida por la mera existencia de materia y energía, predice que la «entrada» a un agujero negro no tiene nada de particular. Nada pasa en aquel punto en el que la gravedad se hace infinita, mientras que desde la Cuántica se asume que debe haber allí una zona de alta energía, un «cinturón de fuego».
Ni una cosa ni la otra, dijo Hawking: lo que hay son fenómenos aleatorios que hacen que sea imposible que no se filtre algo de energía de los agujeros negros. Con lo cual, sostuvo en 2014, luego de haberlos estudiado durante décadas, «no serían tan negros como se pensaba».
«Dado que las teorías que ya poseemos son suficientes para realizar predicciones de todos los fenómenos naturales, excepto de los más extremos, nuestra búsqueda de la teoría definitiva del universo parece difícil de justificar desde un punto de vista práctico –escribió en Una breve historia del tiempo–. Así, pues, el descubrimiento de una teoría unificada completa podría no ayudar a la supervivencia de nuestra especie. Puede incluso no afectar a nuestro modo de vida. Pero siempre, desde el origen de la civilización, la gente no se ha conformado con ver a los acontecimientos como inconexos o inexplicables». El deseo detrás de esa inconformidad, en su opinión, era razón suficiente para que la humanidad sostuviera el proyecto.
«El mayor obstáculo para el conocimiento no es la ignorancia, sino la ilusión de saber», fue otra de las frases recordadas de este hombre, quien dejó trascender su preocupación de que ese conocimiento, sin embargo, esté haciendo crecer mucho más rápidamente nuestro poder que nuestra sabiduría para ejercerlo. Hace unos días sus tres hijos emitieron un comunicado anunciando el final del viaje. Nadie creyó necesario especificar la causa. Hasta las mentes más brillantes requieren como condición necesaria un cuerpo que aguante, y el de Stephen Hawking (tan vapuleado, acusado de ser el mero carcelero de su cerebro) aguantó mucho más de lo que se esperaba de él.

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