3 de abril de 2018
Una actividad seria y formal. Por eso el murmullo que surgió, y alguna que otra risita, resultaron inesperados. Sucedió apenas Christine Lagarde, directora gerente del FMI, terminó la frase: «Somos una institución diferente».
Y entonces explicó: «Sobreestimamos la capacidad de las sociedades y sus economías de absorber esos tratamientos tan duros, tan frontales. En ese momento se pensaba que las medidas frontales serían más duras, pero te sacarían de las dificultades más rápido». Por el contrario, las medidas impuestas por el FMI sumieron a muchos países (el nuestro tiene sobrada experiencia) en profundas crisis. La realidad fue irrefutable: a más ajuste, más depresión económica.
Esa «institución diferente» aboga ahora por un ajuste en cuotas y de allí que ha elogiado las políticas de Mauricio Macri. Para la funcionaria del FMI, el gobierno «no ataca el déficit fiscal de manera frontal y brutal, sino que lo hace con el transcurso del tiempo y la capacidad de la sociedad argentina». Es decir, profundiza el ajuste hasta el nivel que la población soporte. ¿Cómo se mide hasta cuánto aguanta la gente? Difícilmente lo sepa el FMI, que ha reconocido que hizo mal los cálculos: los efectos negativos de sus políticas han sido superiores a lo previsto.
¿No era que el achique del gasto público llevaba a una mayor confianza y por ende al crecimiento? No, esa frase era para fomentar el recorte fiscal. Al no poder ocultar la verdad, el FMI ha tenido que reconocer que sus «recomendaciones» achican la producción y generan malestar en la sociedad. Pero no las cambió. A lo sumo propone una «protección social», que no es más que pequeñas ayudas a los ciudadanos excluidos del sistema por sus políticas. Le ha puesto distintos nombres al ajuste como «consolidación fiscal» y varias metáforas más, pero hoy su nuevo nombre es: gradualismo.