19 de junio de 2025
El país es escenario de una sangrienta disputa territorial y geopolítica por la explotación de sus recursos minerales. La contienda abierta con Ruanda, el rol de las potencias y la crisis humanitaria.

Ofensiva. Miembros del Movimiento 23 de Marzo (M23) merodean las calles de una zona controlada, en la ciudad de Bukavu, en febrero.
Foto: Getty Images
Mientras el mundo se enfoca en guerras mediáticamente visibles como las de Ucrania o Gaza, el este de la República Democrática del Congo (RDC) vive una de las crisis más prolongadas y sangrientas del siglo XXI. El Movimiento 23 de Marzo (M23), respaldado por Ruanda, ha retomado su ofensiva militar y controla extensas zonas en las provincias de Kivu del norte y del sur. Este nuevo capítulo del conflicto congoleño hace centro en el control de minerales críticos como el cobalto y el coltán, codiciados globalmente por su papel clave en la transición tecnológica y energética.
El M23 surgió tras la fallida implementación de los acuerdos de paz firmados entre Ruanda y la RDC en 2009. Derrotado en 2013 gracias a una intervención regional, el grupo reapareció con fuerza en 2021. Desde entonces, ha tomado centros estratégicos con apoyo militar y logístico de Ruanda, según documenta el Panel de Expertos del Consejo de Seguridad de la ONU en su informe de febrero de 2024.
Ruanda justifica su intervención como una medida defensiva frente a la presencia de milicias relacionadas con la RDC en suelo congoleño. Sin embargo, informes de expertos de la ONU señalan que Ruanda se beneficia del saqueo de minerales congoleños mediante redes de contrabando transfronterizas ya se han documentado vínculos del M23 con el tráfico ilícito de oro y coltán a través de Uganda y Burundi.
En palabras del portavoz del Gobierno congoleño, Patrick Muyaya, «Ruanda debe cesar de inmediato su apoyo al M23 si realmente apuesta por la estabilidad regional». Por su parte, el presidente ruandés Paul Kagame ha declarado: «Ruanda no busca guerra, pero tampoco permitirá que milicias genocidas amenacen nuestra seguridad desde el Congo». Mientras tanto, Bertrand Bisimwa, portavoz político del M23, aseguró en entrevista con la cadena RFI: «Nosotros defendemos a nuestras comunidades y pedimos una solución política. No somos terroristas, somos un movimiento con demandas legítimas».
Una población asediada
El Ejército Nacional de la RDC, debilitado por años de corrupción, divisiones internas y falta de recursos, ha sido incapaz de frenar el avance rebelde. A pesar del apoyo logístico de contingentes de la ONU (MONUSCO) y del Grupo Wagner en algunas zonas, la respuesta militar estatal ha sido errática y fragmentaria.
La población civil, atrapada entre el M23, otras milicias armadas, fuerzas estatales y actores extranjeros, enfrenta desplazamientos masivos, violencia sexual sistemática, reclutamiento forzado de menores y una grave crisis humanitaria. Más de 6,5 millones de personas están actualmente desplazadas dentro del país, la mayor cifra en África. Solo en el primer trimestre de 2025, se registraron más de 300.000 nuevos desplazamientos en la provincia de Kivu del Norte, según ACNUR. La inseguridad alimentaria afecta a cerca de 25 millones de personas en el país.
En un reciente comunicado, el arzobispo de Bukavu, François-Xavier Maroy, denunció: «Los civiles están siendo sacrificados por intereses que no son los suyos. Necesitamos una paz real, no acuerdos dictados desde afuera que ignoren nuestra realidad».

Félix Tshisekedi. Presidente reelecto de la República Democrática del Congo.
Foto: Getty Images
Transición energética
El auge de los vehículos eléctricos ha disparado la demanda de minerales críticos. Estados Unidos, China, la Unión Europea e incluso países africanos como Zambia o Sudáfrica compiten por el acceso a estos recursos. Washington ha iniciado conversaciones con la RDC para asegurar suministros estratégicos y debilitar el dominio de China en el refinado y comercio del cobalto, dado que el 70% del procesamiento mundial ocurre actualmente en suelo chino.
La RDC posee entre el 60% y el 70% de las reservas globales de cobalto y una parte significativa de las de coltán. En 2023, el país produjo más de 139.000 toneladas de cobalto, posicionándose como el primer productor mundial. Estos minerales son esenciales para la fabricación de baterías de vehículos eléctricos, teléfonos móviles y dispositivos electrónicos, claves en la transición tecnológica global.
La minería representa el 40% del PIB de la RDC y el 95% de sus exportaciones. Sin embargo, el modelo extractivo vigente reproduce lógicas neocoloniales: los beneficios son capturados por élites locales, redes corruptas, empresas extranjeras y países vecinos, mientras las comunidades locales padecen explotación, desplazamientos y destrucción ambiental. Grandes multinacionales como Glencore, Tesla, China Molybdenum y otras tienen intereses estratégicos en el cinturón de cobre y cobalto del país.
Félix Tshisekedi, presidente de la RDC, expresó recientemente: «El Congo no puede seguir siendo una fuente de riqueza para otros y de miseria para su pueblo. Nuestra soberanía debe traducirse en control sobre nuestros recursos».
En este contexto, se multiplican las alianzas estratégicas: la UE ha impulsado un «Club de Minerales Críticos» y firmado un acuerdo con la RDC y Zambia en 2023 para una cadena de suministro «responsable». Por su parte, China ha reforzado su presencia en la región a través de inversiones en infraestructura minera, acuerdos bilaterales y alianzas con élites locales.
Sin embargo, organizaciones de derechos humanos denuncian que esta «transición verde» está siendo financiada con trabajo infantil, desalojos forzados y graves abusos en las zonas mineras congoleñas.
Horizonte incierto
En paralelo al recrudecimiento militar, se han abierto espacios diplomáticos. La Comunidad del África Oriental (EAC), la Unión Africana y Estados Unidos han auspiciado reuniones entre representantes de la RDC y Ruanda. En marzo de 2025, ambas partes firmaron en Washington una «declaración de principios» para la desescalada militar y la cooperación económica.
El documento preliminar establece mecanismos para el retiro progresivo del M23 de los territorios ocupados, la verificación internacional del cumplimiento de los compromisos y el desarrollo de un corredor económico en la región. Washington –acorde con su papel de intervenir en la soberanía de otros países para imponer sus intereses– ha prometido asistencia técnica, monitoreo por parte del Departamento de Estado y un fondo inicial de 250 millones de dólares para la reconstrucción de las zonas afectadas.
Además, se ha propuesto la creación de una «Comisión Internacional para la Paz y la Justicia en el Este del Congo», con participación de la sociedad civil congoleña, representantes tradicionales, expertos en derechos humanos y actores regionales.
Sin embargo, los avances son frágiles. La desconfianza mutua, la multiplicidad de actores armados y la falta de inclusión de las comunidades afectadas dificultan una salida duradera. Algunos actores regionales y analistas locales, como la organización congoleña LUCHA, critican que el enfoque estadounidense prioriza la estabilidad de las rutas mineras por encima de la justicia y el diálogo con la sociedad civil congoleña. La exclusión de grupos no alineados con las partes principales también ha generado tensiones.
El conflicto en el este de la RDC no puede entenderse sin considerar la dimensión geoeconómica del saqueo de recursos minerales, pero también es el reflejo de una historia de intervenciones extranjeras, fragilidad estatal y falta de soberanía efectiva. Afrontarlo exige un cambio de paradigma: uno que ponga en el centro los derechos de los pueblos, la justicia económica y la posibilidad de que el Congo se beneficie realmente de su inmensa riqueza, sin ser reducido a una cantera global de recursos.