País | Historia | 1955-2025

Bombas sobre Plaza de Mayo

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Federico Lorenz

El objetivo era matar a Perón, pero las víctimas fueron trabajadores. Las raíces de una ideología que deshumaniza al adversario, a 70 años del mayor atentado de la historia argentina.

Casa Rosada. A las 12:40, cerca de tres decenas de aviones militares descargaron sus explosivos.

Foto: Archivo General de la Nación

El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina y la Fuerza Aérea argentinas bombardearon la Plaza de Mayo, en la ciudad de Buenos Aires, en un intento por asesinar al presidente Juan Domingo Perón y decapitar al Gobierno justicialista. El saldo fue atroz: más de 300 muertos y cerca de 800 heridos, en su gran mayoría civiles –trabajadores, transeúntes, niños– que se encontraban en las inmediaciones de la Casa Rosada. Este ataque, inédito en su magnitud y saña, fue un acto terrorista, con el fin de dar un golpe de Estado, ejecutado por sectores militares apoyados por comandos civiles que ya no toleraban convivir con el peronismo.

El hecho, lejos de ser un episodio aislado, condensó el odio de un antiperonismo que, desde 1945, había optado por la vía conspirativa mientras rechazaba la legitimidad electoral de un movimiento mayoritario. La violencia política en Argentina no puede entenderse sin analizar cómo ciertos sectores sociales –las élites tradicionales, la Iglesia conservadora, parte de las Fuerzas Armadas– asumieron que había «argentinos de primera y de segunda», y que estos últimos, encarnados en el pueblo peronista, no merecían gobernar. Así, cerrada la vía democrática, optaron por la fuerza: los golpistas de 1955 planeaban que, de tener éxito, instalarían un triunvirato compuesto por Miguel Ángel Zavala Ortiz (Unión Cívica Radical), Américo Ghioldi (Partido Socialista) y Adolfo Vicchi (Partido Conservador)


El peronismo como «amenaza»
En 1955, Perón llevaba una década en el poder. Su Gobierno había impulsado derechos laborales, la industrialización y una política de redistribución que alteró el statu quo favorable a las clases dominantes. Más allá de eso, lo que el antiperonismo no perdonaba era el protagonismo de los sectores populares. La irrupción masiva de los «descamisados» en la vida política –con su simbología, su culto a Evita, su lealtad a Perón– fue interpretada como una afrenta al «orden natural». Con posterioridad a la muerte de Eva Perón (1952), ese conflicto se agudizó, mientras que el Gobierno endureció su política represiva. 

La oposición se articuló en tres frentes. Por un lado, las élites económicas, que veían en el intervencionismo estatal una amenaza a sus privilegios. Luego, la Iglesia católica, que tras un inicial acercamiento rompió con Perón en 1954, acusándolo de «totalitario» y «laicista», y que veía como una amenaza el culto personalista del líder y su esposa muerta. Por último, los militares, donde un sector liberal-conservador (especialmente en la Marina) jamás aceptó que un coronel «traidor a su clase» liderara un proyecto nacional-popular. La polarización escaló hasta volverse irreconciliable. El antiperonismo dejó de ser una crítica política para convertirse en una cruzada moral: Perón era el «tirano»; sus seguidores, «hordas fanatizadas». En ese clima, la violencia se legitimó como herramienta.

Bajo fuego. Los muertos y heridos fueron obreros, pasajeros de colectivos y vendedores ambulantes.

Foto: Archivo General de la Nación

La masacre como método
A las 12:40 pm, cerca de tres decenas de aviones militares sobrevolaron la Plaza de Mayo y descargaron sus bombas. El objetivo era matar a Perón, a quien suponían en la Casa Rosada. Pero el presidente había sido alertado y se refugió en el Ministerio de Guerra. En cambio, las víctimas fueron obreros que almorzaban en los alrededores, pasajeros de colectivos, vendedores ambulantes. Sobre ellos cayeron unas cien bombas de fragmentación y entre nueve y catorce toneladas de explosivos. No contentos con esto, los aviadores ametrallaron vehículos, calles y edificios.

Los atacantes actuaron con impunidad, seguros de su «misión redentora», materializada en las divisas de «Cristo Vence» que pintaron en los fuselajes de sus aviones. Bombardearon hospitales y la Confederación General del Trabajo (CGT). La imagen de cuerpos mutilados sobre adoquines y los relatos de sobrevivientes revelan el carácter indiscriminado del crimen.

Tras los ataques, y restablecido el orden, los aviones y unos cincuenta de los conspiradores se refugiaron en Uruguay. Perón no reprimió con la misma saña y llamó a la calma en un discurso por radio. Algunos de sus seguidores atacaron edificios emblemáticos de la oposición, como el Jockey Club, la Catedral y algunas iglesias. El mensaje del antiperonismo ya estaba claro: si las urnas no los favorecían, recurrirían a las balas.

Sin condena. El ataque dejo como saldo más de 300 muertos y cerca de 800 heridos.

Foto: Archivo General de la Nación


Matriz de la violencia política
El peronismo, con todas sus contradicciones, representó la democratización social. Su derrocamiento en 1955 inauguró un ciclo de inestabilidad donde la democracia fue siempre frágil, condicionada por el veto de los poderosos. El bombardeo no fue un acto de «locos sueltos», sino la expresión más brutal de una ideología que deshumanizó al adversario. El antiperonismo construyó un relato donde el pueblo era una masa manipulable y Perón, un déspota. Esta lógica justificó luego el golpe de septiembre de 1955 (la «Revolución Libertadora»), la proscripción del peronismo y, en última instancia, el terrorismo de Estado. Hay una línea que conecta el 16 de junio con la noche larga de la dictadura de 1976: la idea de que ciertos sectores tienen el derecho de eliminar a otros «por el bien del país».

Setenta años después, el bombardeo de 1955 sigue impune. No hubo condena judicial a los responsables, ni reconocimiento estatal de la masacre hasta fechas muy recientes. 

Recordar el 16 de junio no es solo un ejercicio histórico: es interrogarse sobre los límites de la política en Argentina. ¿Qué pasa cuando un sector no acepta el veredicto de las urnas? ¿Cuándo se decide que el otro no tiene derecho a existir? El antiperonismo, en su versión más extrema, respondió con sangre. Y esa respuesta marcó a fuego nuestra historia. La violencia no es un accidente en la Argentina: es el lenguaje de quienes no soportan que el pueblo tenga voz. Hoy, frente a los revisionismos que intentan minimizar los hechos, conviene no olvidar: aquel día, el blanco no fue solo un Gobierno, sino la idea misma de democracia y la soberanía popular.

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