23 de mayo de 2025
En operativos organizados por la ministra Bullrich, se suceden cada miércoles agresiones a manifestantes a cargo de fuerzas federales. Conculcación del derecho a la protesta y ataques permanentes a fotógrafos.

Plaza Congreso. Trabajadores de prensa claramente identificados son atacados con gas pimienta.
Foto: Guido Piotrkowski
Unos minutos después de la una de la tarde del miércoles.
Los carros hidrantes y los carros de asalto ya son parte del paisaje a lo largo de la avenida Entre Ríos, entre Hipólito Irigoyen y Alsina. Pero están quietos, como durmiendo siesta. Cabecean espantando la modorra algunos uniformados dentro de las unidades. Otros no sacan la vista del celular. En la calle algunos camaradas de arma conversan de cualquier cosa. Sin ropa de fajina parecerían oficinistas.
De a poco la escena se llena de trabajadoras y trabajadores de prensa. A paso cansino arman sus equipos, sabiendo que les sobra tiempo. Los móviles de televisión son cosa del pasado: los reemplaza una mochila para transmitir en directo. No ven manifestantes alrededor, pero saben que ya llegarán. Se especula por dónde, se intercambian datos y pronósticos. Suele ser horario de relevos: los que están desde la mañana miran en reloj, los del turno tarde saben que se avecina una jornada larga.
¿Quiénes son esos muchachos en la esquina? En grupos de a cuatro o cinco se saludan y caminan a distintos puntos de la plaza. Jean y chomba, jean y camisa, nunca dentro del pantalón. En tres horas sacarán de sus bolsos una pechera azul y pasarán de ser peatones a ser policías de civil. Sí: el chico salido de una publicidad de universidad privada estará ahora tirando al piso y arrastrando de los pelos al detenido de turno.
Todos nos conocemos. Nosotros nos familiarizamos con sus rostros e identificamos con más o menos precisión al jefe del operativo. Ellos nos filman como si fuesen colegas, envían ese material en directo a su centro de comando, escuchan nuestras conversaciones, saben que somos periodistas, tienen claro a qué medio pertenecemos. Si algún dato faltara, los camarógrafos de TV y reporteros gráficos tienen mayoritariamente su chaleco de prensa y credencial. Y los cronistas, micrófono en mano, alejan cualquier misterio.

¿Libertad de expresión? Un efectivo aplasta con su rodilla la cabeza de Tomás Cuesta.
Foto: Captura de pantalla
Gas pimienta y bastonazos
Por eso resulta inadmisible y falaz el argumento de los errores o los excesos.
En octubre de 2024 tomaron del cuello y arrastraron al suelo a Pablo, camarógrafo de Crónica TV. Casualmente o no, delegado del Sindicato de Prensa de Buenos Aires (SiPreBA). Ese mismo día, sus compañeros, que cubrieron la agresión, Guillermo y Emanuel, fueron atacados con balas de goma cuando la marcha ya había finalizado y estaban haciendo tiempo en la vereda.
Tomás Cuesta es el reportero gráfico que con gran talento dio cuenta de lo sucedido en la represión donde Pablo Grillo terminó con heridas de extrema gravedad, que pusieron su vida en riesgo. El miércoles pasado lo fueron a buscar a él. Se le abalanzaron como jauría mientras el fotógrafo hacía su trabajo. Quienes quisieron acercarse recibieron gas pimienta.
Cada semana se registran entre cuatro y diez heridos. Bastonazos, golpes, munición disparada a piernas y cara, lesiones en los ojos y en la piel porque los agentes químicos están potenciados con alcohol o, en el peor de los casos, vencidos. Todo ocurre sin secreto ni discreción: lejos de eso, se planifica la represión como una puesta en escena. El giro en círculos de las motos, como aquellas películas en las que los indios rodeaban las diligencias. El ruido de las botas contra el asfalto para que la banda sonora le imprima más miedo a la película.
Todo ocurre en una de las zonas de la ciudad (y del país) que tienen más cámaras de seguridad públicas y privadas por metro cuadrado. Esos registros que salen a la luz rápidamente cuando se roba un celular de arrebato. Ese material que, inexplicablemente, sigue faltando para dar con quienes quemaron el auto del cronista de Cadena 3 en junio de 2024. O para identificar al que gaseó a una niña de 10 años en septiembre de ese año. O para reforzar la acusación contra el gendarme Héctor Guerrero, quién disparó contra Grillo, descubierto gracias al esfuerzo de un grupo de ciudadanos.
«Estoy trabajando», es la vana explicación que los periodistas detenidos expresan a sus cancerberos. Las fuerzas de seguridad están al tanto, pero no les importa. Tienen su sustento legal en la figura de la «resistencia a la autoridad», un ardid que, explica el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), «en casi todos los casos tienen como único elemento probatorio las declaraciones de los propios policías, por eso es una de las herramientas más usadas para detener personas sin orden judicial de manera arbitraria, por ejemplo, en el marco de una manifestación pública». Necesitarán tener a mano a un fiscal permeable a los argumentos policiales. Lo encuentran siempre.
El miedo
Protestar no es delito, cubrir una protesta no debe costarnos la vida.
En pocos días el SiPreBA presentará su nueva encuesta anual. La de 2024 tuvo resultados pavorosos: el 76% de quienes trabajan en prensa en el AMBA cobra salarios por debajo de la línea de pobreza. No importa a qué medio pertenezcan, esos periodistas, que son el blanco de la violencia del Gobierno, son de todo menos casta. La mitad tiene entre dos o tres empleos remunerados para garantizar un ingreso digno. Hay otra vida fuera de los sets de televisión. Sobre ese campo lleno de arena hay que arrojar la semilla de la organización y la unidad. Nadie se salva solo.
Terminada la jornada, a las y los trabajadores de prensa nos espera un último tormento: escuchar como desde los diarios o la TV cuentan la versión oficial de las fuerzas de seguridad a contramano incluso de lo que sus propios compañeros relataron desde el lugar de los hechos, ver que se aseguran que hay infiltrados disfrazados de periodistas, advertir el uso de la palabra «enfrentamientos» con la carga simbólica que el término conlleva. ¿Tenemos miedo? Claro. Si tenemos suerte, nos dan equipos de protección, si no, lo procuramos nosotros: una toalla, limón, botellitas de agua, barbijos, máscaras como las de El Eternauta. Nunca nos pasó algo así.
Somos el blanco.