26 de junio de 2025
Adolf Eichmann, ideólogo de la llamada «solución final», vivió diez años clandestino en Argentina y fue criador de conejos en un pueblo bonaerense. La historia secreta de uno de los nazis más buscados del mundo.

Abril de 1961. Eichmann espera su juicio en la prisión de Ramla, tras ser capturado en Argentina y llevado a Israel por un comando del Mossad.
Foto: Getty Images
Norma Matías nació en Gorina en 1945 y tenía diez años cuando el exjerarca alemán Adolf Eichmann, responsable de planificar la muerte de millones de personas a escala industrial y uno de los nazis más buscados del mundo, comenzó a trabajar a unas quince cuadras de su casa, en una granja de conejos. «Mi hermano Ismael iba siempre –recuerda–. Iban varios, el piberío. “La granja del asesino de judíos”, le decían. Pero él ya no estaba y casi nadie lo recordaba».
El asesino de judíos había llegado a la Argentina en 1950 bajo el nombre de Ricardo Klement y vivía con su esposa y sus tres hijos. Para fines del 54, luego de trabajar tres años en Tucumán y diferenciarse del buen cobijo que recibieron muchos de sus camaradas aquí y en otros países –con Estados Unidos como principal destino tras la caída del Tercer Reich-, el alemán alquilaba un chalecito en Olivos –donde de las puertas para afuera no era el padre de nadie sino el tío Ricardo– y venía de fracasar en varios rubros comerciales: la venta de jugos de fruta, el arreglo de calefones y motores de auto o el lavado de ropa en una tintorería. Fue en ese derrotero que aceptó el trabajo ofrecido por su kamaraden Franz Wilhelm Pfeiffer, un antiguo militar que volvía a Europa y necesitaba alguien de confianza para su emprendimiento: un criadero de conejos de angora en un pueblo rural de las afueras de La Plata.
Joaquín Gorina era entonces un páramo de calles de tierra y ripio al que muy pocos conocían y cuyo único transporte público era el Ferrocarril Provincial. Cada lunes, Eichmann cumplía la rutina de viajar temprano desde la estación Bartolomé Mitre hasta Avellaneda y, una vez ahí, subirse al tren que lo dejaba antes del mediodía en la estación del pueblo platense. Era un viaje de una hora que repetía a la inversa los viernes al final de la tarde, cuando cerraba «la estancia», como le decía al criadero, y volvía a su casa de Olivos a pasar los fines de semana en familia.
El periodista y escritor Álvaro Abós, autor –entre otros títulos– de Eichmann en Argentina, confirma que, de los diez años que estuvo el nazi en el país, la etapa que va del 54 al 57 es la menos conocida. «Las huellas dejadas por Eichmann en este periplo son tenues –dice Abós-. Estaba realmente hundido en el anonimato de la urbe. La pobreza es anónima. Ese fue el hallazgo de Adolf Eichmann y su aporte al arte de pasar inadvertido y eludir a los captores: la clave del éxito para un perseguido que quiere desaparecer no es la distancia, sino la invisibilidad».

1942. Eichmann en Alemania, con su uniforme de Obersturmbannführer de la SS.
Foto: Getty Images
Caserón de tejas
El ideólogo de la llamada «solución final» y viejo fanático de las teorías raciales no exageraba cuando al criadero lo llamaba «la estancia»: eran tres hectáreas cuyo interminable camino de entrada, al pasar los corrales y las conejeras, daba a un monte de fresnos y a una casa de tejas de estilo colonial. Además de un silo pequeño y de unos pocos caballos que pastaban sueltos, había un horno de ladrillo, un corral con cobertizo donde ponían huevos cerca de cinco mil gallinas y, en los jaulones de alambre entretejido que flanqueaban el camino, apretujados como en una alfombra de peluche, un millar de lanudos conejos de angora.
Casi setenta años después, del criadero donde trabajó Eichmann solo queda el alambre de las viejas conejeras. La tranquera de ingreso se levanta a unas diez cuadras de la estación de Gorina y marca diferencia de los portones de chapa de los barrios privados que proliferan cerca. La dirección exacta, por pedido de sus dueños actuales, no será dicha: temen que el lugar pueda derivar en una suerte de santuario o imán para neonazis y eventuales curiosos. De la casa de Eichmann solo queda una parte de la pared del frente y la puerta de madera original. Lo otro que perdura es el horno de ladrillo, algo fantasmal entre la arboleda. El resto fue modificado o demolido.
«Los chicos decían que todavía andaba por acá –recuerda Matías–. Decían que era macana lo de la captura y que ofrecían una recompensa. Mi hermano era uno. Cosa de chicos: soñaban con atraparlo».
En la investigación Eichmann, un asesino de masas, la filósofa Bettina Stangneth revela el paso del ex teniente coronel por el criadero y aporta un dato hasta entonces ignorado: fue allí donde, además de cuidar pollos y conejos, se embarcó en noches de escritura frenética. Lo más conocido es la carta al entonces canciller Konrad Adenauer, escrita unos meses después de que naciera su cuarto hijo.
«Es hora de renunciar a mi anonimato y presentarme. Nombre: Adolf Otto Eichmann. Ocupación: SS Obersturmbannfuhrer a.D (teniente coronel)».
Acaso con la misma serenidad y flema que irradiaba en sus recorridas ante las fosas de cadáveres, Eichmann se había propuesto presentarse no como el monstruo que decían que era sino, tal cual lo repetiría durante su juicio en Israel, como una pieza obediente en el engranaje de la guerra. Era fines del 56 y la idea de abandonar Gorina cobró sentido cuando el periodista partidario del nacionalsocialismo Willem Sassen le dijo que quería grabarlo y editarle sus escritos. «Eichmann ubica el comienzo de sus apuntes en la época en que vivía “en la estancia”, es decir, a partir de marzo de 1955 –precisa Stangneth–. En los manuscritos, en la última parte del texto de ciento siete páginas, se encuentra una clara referencia a la crisis de Suez, de modo que sabemos que por lo menos las últimas tres páginas fueron escritas en octubre/noviembre de 1956».
No solo fueron los manuscritos o la carta. También un cuaderno titulado «Generalidades», un texto llamado «Los otros hablaron, ahora quiero hablar yo», ensayos corregidos con letra de hormiga, comentarios de libros, más de ciento cincuenta notas dedicadas a política internacional o a la preocupación que le causaba el nivel educativo de sus hijos alemanes y una novela de doscientas setenta páginas llamada Román Tucumán, dedicada a su familia.
En una de las tantas conversaciones grabadas con Sassen, a mediados de 1957 y ya sin el disfraz de cuidador de conejos, el exnazi precisó que su solitaria temporada en la granja le permitió completar una obra que daría respuesta a las atrocidades que se decían de él. Tres años después, sin embargo, lejos de que su fantasía demencial se cumpliera y aún sumido en el anonimato y la austeridad, lo capturaría un comando del Mossad mientras volvía de trabajar –en esa época era obrero de la Mercedes Benz– y sería llevado a Israel, donde en junio de 1962 lo condenarían a la horca. Para entonces, cerca de su granja, en Gorina algunos chicos aún jugaban a atraparlo.