9 de octubre de 2013
Trabajó en cine, teatro y televisión con grandes como Luis Sandrini y Sandro. A poco de volver a la pantalla chica, Soledad Silveyra sigue con un unipersonal. Confesiones de una figura popular.
Casi no necesita presentación, porque es una de esas actrices a las que casi todo el mundo conoce. En todo caso, ha hecho tantas cosas que no es posible mencionarlas a todas. La famosísima telenovela Rolando Rivas, taxista la tuvo como protagonista. En cine, fue la figura femenina de Gitano. Más recientemente, formó exitosas duplas en ficciones de la pantalla chica, como con Osvaldo Laport en la tira Campeones. En teatro, Perdidos en Yonkers, de Neil Simons, le valió múltiples premios. Con todo esto, casi sobra decir que el personaje en cuestión es Soledad Silveyra, Solita o, para más detalles, Lía Soledad Silveyra Urien, según indica su documento de identidad.
Actualmente, disfruta de una extensa temporada teatral con Nada del amor me produce envidia, de Santiago Loza. Allí interpreta a una costurera que ha confeccionado un vestido y debe decidir entre dárselo a Libertad Lamarque o a Eva Perón, quienes, por cuestiones del azar, se lo disputan: la primera, porque encargó la hechura; la segunda, porque lo ve hecho y lo quiere comprar. La obra, surgida del circuito off, llegó al teatro Maipo de la mano del director Alejandro Tantanián. Para la actriz, la experiencia en el unipersonal es una inmensa gratificación, como prácticamente todo lo que ha hecho en su carrera. Los sinsabores de su historia familiar y sentimental quedan para otra ocasión. En esta entrevista, Silveyra se concentra en las satisfacciones y desafíos de su vida profesional.
–¿Cómo te sentís en Nada del amor me produce envidia?
–Me siento en un cielo, porque es un texto maravilloso, reconocido por todos. El mayor placer pasa por ese texto y por esa costurera, con su almita tan despojada de todo, tan simple, sin nada, en un mundo tan pequeño. Es una pobre diabla, como diría Migré. Conmovedora.
–La obra plantea una disyuntiva entre Eva Perón y Libertad Lamarque.
–En el relato, la que trajo la tela para hacer el vestido es Libertad. O sea que yo, Solita, según lo que me indicaría mi ética, le entregaría a ella el vestido, porque es la dueña de la tela. Pero la costurera no puede tomar esa decisión salomónica.
–De alguna manera, establecés un diálogo ficcional con Eva. ¿Qué visión tenés de ella?
–Es un personaje que ha trascendido la historia y que representa, por sobre todas las cosas, la buena distribución de la riqueza. No sé qué diría ahora. Sería interesante que volviera y que viera lo que sucede, para saber qué diría. Fue una chica que quiso ser actriz y terminó siendo solidaria. No puedo hablar de ella como una estadista, pero sí como una mujer que supo reflejar un gran amor hacia la mayoría del pueblo. Y eso ha quedado en la memoria de la gente.
–¿Y vos, cómo ves la Argentina ahora?
–En la actualidad se está haciendo lo posible para lograr una mejor distribución. Creo que se ha hecho, y también que hay que seguir trabajando. Noto algunos errores que no vienen al caso, pero pienso que hace tiempo que un gobierno no distribuye de esta manera. Lo que fundamentalmente falta está en las cuestiones del transporte y la educación. Falta que, cuando la gente vaya a laburar a la mañana, vaya tranquila, porque las líneas de trenes siguen fallando: las pruebas están a la vista. Y en educación hay mucha deserción escolar. La mayor inversión del país debería estar en educación. En todo el mundo es un momento educacionalmente difícil. Aquí se han hecho muchas cosas, pero no alcanza.
Hoy como ayer
Desde la adolescencia y hasta la actualidad, la trayectoria de Silveyra ha sido continua. Compartió escenarios y cámaras con inmensas figuras de las artes escénicas. Cuando parece que ya no le queda nada por hacer, arremete con sus nuevos compromisos, que incluyen más trabajo y, también, estudio, porque la actriz confiesa que tiene mucho por seguir aprendiendo.
–Trabajaste con el mismísimo Sandrini. ¿Cómo fue?
–De los grandes, fue el primero con el que trabajé, en El profesor hippie. Me acuerdo mucho de él: era absolutamente generoso, como todos los grandes. Cuando se llega a un lugar así, la humildad y la generosidad son condiciones fundamentales. Yo era muy chiquita cuando filmé con él, y fue maravilloso porque me cuidaba de una manera que no se olvida. Además, estaba mi abuela, que iba a buscarme a la filmación: imaginate lo que era para ella que su nieta trabajara con Sandrini.
–También filmaste con Sandro.
–Como Luis, él también era ya un consagrado. Siempre estaba muy preocupado por su lugar de actor: era muy consciente de que estaba haciendo algo que no era lo suyo, pero que le gustaba, entonces se tomaba su tiempo. En las filmaciones, Roberto siempre estaba muy concentrado.
–Un gran hito en tu carrera fue Rolando Rivas, taxista.
–Es algo muy curioso: ya pasaron 43 años de Rolando Rivas y, sin embargo, ha quedado en el inconsciente de la gente. Creo que fue la primera telenovela que tuvo que ver con la identidad nacional. Se venían haciendo novelas que pasaban más por «el rico, el pobre». Pero este personaje pegó porque tenía que ver con la idiosincrasia del porteño, además de que llevaba la pluma de Migré.
–Compartiste varias experiencias laborales con China Zorrilla. ¿Qué recuerdos tenés?
–Recientemente la visité en Montevideo, donde está muy bien, con su familia. La tengo filmada, nos sacamos fotos, cantó en francés y canciones de fútbol: me hizo reír mucho. Los proyectos con ella fueron maravillosos. Es dura dirigiendo, porque compartimos muchos años y me conoce mucho. Cuando llegó a la Argentina, hizo Un guapo del 900 y enseguida la llamó Migré para hacer de mi madre en Pobre diabla. Ahí ella decía un bocadillo que quedó en la gente de nuestra generación: «Mamita sabe». Desde entonces, compartimos muchas cosas. Sabe cómo tocarme, cuándo retarme, cuándo poner el amor, cuándo poner el límite. Además, es una comediante con un sentido del timing único. La comedia depende de cómo digas las cosas, qué aire te tomás, qué pausa esperás antes de que tu personaje hable. China y Osvaldo Miranda son los que más me enseñaron esos secretos.
–¿Te gusta también la labor de conductora? ¿Cómo te ves retrospectivamente en tu labor al frente de Gran hermano?
–Me gusta la conducción, porque me gusta hablar a cámara. Es una deformación profesional: necesito comunicarme con la gente que me está mirando. Y en el momento en que hice Gran hermano, fue una gran novedad y pasaban cosas interesantes: era un producto que la estaba rompiendo en el mundo. No lo haría hoy después de que pusieron el caño. El producto se banalizó.
–¿Cuál es el siguiente proyecto que tenés entre manos?
–En breve, arranco con una nueva novela de Polka, Mis amigos de siempre. Ahí mi personaje será una mujer que organizó un club de barrio, al que ahora hay que tratar de bancar. Hay una cantidad de jóvenes que juegan al fútbol y que tratan de levantar el club, con historias entrecruzadas. Entre otros actores estará Osvaldo Laport. Imagino que vamos a divertirnos y a trabajar como locos.
–¿Qué te queda por hacer?
–En teatro, quedan lugares míos para seguir mostrando, que me hagan crecer como actriz. Siempre me las rebusco armando proyectos de teatro, más allá de que soy un producto televisivo. El teatro es inagotable: eso es lo maravilloso de esta profesión. Si uno se lo propone, no deja de profundizar. Es muy importante seguir entrenando: ahora estoy haciendo un curso de clown, con George Lewis, un estadounidense que es un gran talento. Me divierto horrores y, además, lo hago con jóvenes. La gente me mira como diciendo «Esta mujer está loca. ¿Qué hace acá?». Pero me encanta sentirme par, estudiando con otros aunque sean muy jóvenes.
Emociones cotidianas
Como quien conoce al dedillo su métier, Silveyra tiene mucho para contar sobre la actuación. Desde secretos a la hora de llorar, hasta verdades incómodas para pensar en la jubilación. «Los actores tenemos el recurso que se llama “memoria emotiva”: consiste en recurrir a momentos de tu propia vida que te sirvan para entrar en estados de emoción. Pero yo no lo hago mucho: es como si mi memoria emotiva ya se hubiera agotado después de tantos años de trabajo», confiesa. «A mí lo que me emociona es el texto, la situación y la comunicación con mi compañero para poder hacer cada escena. No necesito recurrir a momentos tristes de mi vida. Las lágrimas brotan porque dejo fluir la escena, dejo que ese mundo que estoy viviendo se haga presente. El dolor lo sentís ahí, en ese momento. Lo mismo pasa con la alegría. Es más, a mí me resulta más fácil llorar de alegría que de dolor».
–¿Y cómo encarás los besos de ficción?
–El besar es algo que ya tenemos incorporado a nuestra profesión. Generalmente no resulta incómodo. Hay que ser higiénica (se ríe). Y además, hay que esperar que el otro también lo sea. Solamente hay que evitar enfrentar al compañero a situaciones desagradables, pero nunca he tenido demasiados problemas con los besos.
–¿Qué percepción tenés de tu manera de sonreír, con los ojos achinados, y de tu imagen sensual?
–No soy muy consciente de mi sonrisa, pero sí de las veces que me la hacen notar. Es más, muchas veces tengo que luchar contra esa sonrisa para armar ciertos personajes porque, cuando me sonrío, aparece la marca «Solita» y hay personajes en los que eso no va. Siempre sonreí pero, ahora que me compré revistas viejas con antiguas notas que me han hecho, veo que más que la sonrisa como marca registrada, en los 70 me hacía la femme fatale. Pero ahora ya no tengo más ganas de hacerme la femme fatale: soy lo que soy, soy esta, una mujer, con mi edad, que la llevo bastante bien. Evidentemente, siempre hay una sensualidad presente, pero no necesito de ninguna manera sacar la cola para afuera: hacer algo así me parecería lamentable.
–¿Por qué creés que se siguen haciendo telenovelas y que siguen teniendo éxito?
–Porque cuentan la vida cotidiana: la gente necesita esa compañía, le hace bien. Ahora, además, la novela está tomando otros lugares: no brinda sólo entretenimiento o romance, sino también compromiso. Y, en otros casos, también ofrece algo igualmente necesario, que es el humor.
–Alguna vez declaraste que no te sentís cómoda llamándote «artista». ¿Por qué?
–La palabra «artista» me parece demasiado grande. Si yo soy una artista, ¿Picasso qué es? Prefiero hablar de oficio. «Artista», «estrella», «diva», «diosa»: no van conmigo. Los actores en general somos intérpretes. La condición de artista tiene más que ver con la creatividad de un todo, no sólo con la interpretación. Quizás sea excesiva modestia de parte mía, pero veo tanto ridículo que se dice «artista», que me da vergüenza llamarme así. Es una tarea casi militante tratar de que la palabra «artista» tenga un sentido y no se vacíe.
–Para un actor argentino, ¿es posible dejar de trabajar? ¿Cuál es la situación laboral?
–Yo vivo de mi profesión y, como yo, el que no tiene plata acumulada no puede dejar de trabajar. Ahora cobro la jubilación que me da esta administración del Gobierno, pero no tengo una jubilación extra, como los jubilados que han estado en relación de dependencia. Nuestro problema grave es que no tenemos relación de dependencia. Nadie se hace cargo de nosotros. Para jubilarnos, deberíamos reunir todos los contratos con tal y tal empresa, una figura legal muy difícil de resolver. Es muy duro ser actor en este país.
—Analía Melgar
Fotos: Jorge Aloy