Cultura | ALEJANDRO FANTINO

El padre de la criatura

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Julián Gorodischer

Tras una metamorfosis radical, el conductor saltó de la televisión al streaming para apuntalar sin medias tintas el discurso de Milei. Versión deslucida y pérdida de influencia.

Nueva pantalla. Lejos de la mesa caliente de Animales sueltos, el periodista naufraga en Multiverso Fantino.

Foto: Captura

Refundado al streaming, Alejandro Fantino interactúa con sus pares en Cónclave, un anunciado duelo «de titanes» que se estrenó en junio y, como tanto ruido en esta época de emisores sin público, pasa sin pena ni gloria junto a Jorge Rial, Viviana Canosa y Fabián Doman, en el flamante canal Carnaval. Tras décadas de TV, el gran simplificador compite aquí con sus pares por un rebote al mejor postor, en la búsqueda de un punch que llega demasiado dosificado, en una charla que conduce a la saturación de unos sobre otros. Otro streaming, en este caso uno propio, en el canal Neura Media, acredita récords como la entrevista de 4 horas y 40 minutos al presidente Javier Milei. «Mirame, soy burro», le lanzó al poseso mandatario que esa noche se mostró más apagado que otras veces, demasiado relajado junto a su amigo, y otra vez el tan anhelado «efecto viral» les pasó por al lado, sin bendecirlos.

Desde el Mauro Viale de Menem no se veía a un conductor acariciando de ese modo al poder político. ¿Qué se sabe de Fantino hoy? Ya no es el anfitrión de la mesa caliente de Animales sueltos, el de la vieja TV y la mesa con expertos, donde a falta de argumentos y léxico se dedicaba a imponer muletillas como el «pará, pará, pará…», o el trato adulador, campechano, viril, con otros machos más curtidos pero no menos «mujeriegos» y asertivos, como Jorge Asís, Mariano Cúneo Libarona o a quien denomina «el profe» Espert. En esa otra vida mediática que tuvo, fue el maestro en hacer lo mismo cada año con distinto decorado, como cada astro necesita esa repetición, esa previsibilidad, para «ganarse el corazón» de la audiencia.

En ese ciclo que fue su rito de pasaje del relato bostero al de entrevistas y debate político, Fantino fue un intérprete del «cotidiano»: procesador del gusto popular, subrayando un nombre y dando tiempo para hablar, en las antípodas de ese ciclo atolondrado, ruidoso, que se afincó en los 2010 en el mismo canal que vio nacer a la criatura presidencial, Intratables, en uno de esos estudios. Su derrotero demuestra que era un correcto conductor de único ciclo, un digno catalizador del aspiracional rubio argentino, fachero, con el que la TV da cuenta de un imaginario estético colectivo. Tonificado y con sus ojos celestes, fue el pibe tarambana-diez: pícaro, infiel mediático, se lució en el mítico affaire Sofía Clerici preInsaurralde, cuando su esposa de entonces, Miriam Lanzoni, lo dejó durmiendo afuera por unos piropos y unos dedos excesivos ante cámara.

Figura esmerilada
En la mesa del tête-à-tête de Animales sueltos logró sus mejores climas y se lució su principal dote: la naturalidad con la que se exponía, por ejemplo ante el psicólogo Gabriel Rolón. Y ese frágil límite que traspasaba, la frontera entre lo público y su vida privada, desde su hijo primero no reconocido a su casamiento con «la mujer de su vida», porque ante todo Fantino es un tipo de verba de hombre común pasada por el filtro de la exclamación. Hoy es lenguaje de sumisión y elogiosa admiración a su interlocutor omnipresente, «el presi». Su círculo rojo de ignotos reemplaza a la mesa redonda en la que se foguearon los exchicos Lanata, de Maxi Montenegro a Romina Manguel.

En Animales… ejercía una moderación más activa: dentro del maremágnum de gente enojada del canal América, le daba una impronta de ficción de debate, menos caliente, atravesado por la voz de la doxa curiosa, fluctuante, que él mismo encarnaba. Pero en el nuevo contexto de Multiverso Fantino (Neura Media), imperan el tono y el volumen alto, con él más retraído ante los columnistas intempestivos.

Enamorado del líder del exabrupto constante, atrapado en el 2D monocromático del streaming, queda esmerilado. Perdió centralidad entre el fin de su ficción de libre pensamiento, con el eco de su anterior mesa más plural, desde un universo digitalizado en el que alude a una comunidad pequeña de seguidores (ya no televidentes), con nombres y rostros identificables, en vez de su pasado de presentador masivo. Tiempo atrás, se expresaban sus mejores atributos: la gola, la facha (que también se agrió, se aflojó), la pompa de gran salón en la escuela de Marcelo Tinelli o Santiago del Moro.

Desde el estadio de fútbol, se había construido altisonante y eufórico; después trasladó a lo político ese código espectacular para un show con cierto marco de representatividad general. Volcado al partidismo, se confiesa integrante de un «nosotros» contra un «ellos». Se achicó y su palabra salió del mapa periodístico. Y del entretenimiento. Se refugia en eso que cataloga como «una industria»: el streaming, la transmisión por internet, opuesto perfecto del «mainstream» televisivo, esa voluntad de masa total y envolvente. Ahora, el antiguo host monologa, como en una radio sin misterio y ante una tribu de convencidos. Fantino se disfraza detrás del aparente disenso («mirá que…», «pero sabés qué…») solo para que su columnista sin nombre se suba a su pie y redoble la apuesta de un discurso tan trillado como exaltado. Y se plasma el «banquinazo» de un border-mediático que en TV no se consigue, y todos vibran anticipando la horda de likes ante «el derrape», ante una «semejante domada».

El nuevo Fantino, diríase «ensobrado», en el sentido que le dio su –a la vez– hijo mediático y referente político, el Javo, consiguió junto a él una eterna entrevista hecha de tiempos muertos. Encarna la paradoja del recambio generacional anclado en los vetustos resortes de una pantalla que reduce la opinión pública a mensajitos que entran en ese chat de corrido que ocupa más espacio que los torsos parlantes: lucen faltos de esas cualidades que aquí no cotizan y que hicieron grande a la TV, como el desplazamiento de los cuerpos, la profundidad de la escena del estudio, la versatilidad de los contenidos tratados. En el streaming, por lo contrario, la fijeza y el estatismo –de imagen y discurso– suman abulia en el marco de transmisiones largas que confunden independencia con amateurismo y periodismo con performance. Alejandro Fantino no es el mismo que sabía disponer los cuerpos y administrar las voces en un estudio. Adoraba los argumentos y dejaba hablar a Asís, con el regusto del lector de novelas; a veces, en una de esas entrevistas (a Beatriz Sarlo, al propio Asís), aparecía un momento de luz y él sacaba chapa de protointelectual, de afecto al libro.

En esta, su otra vida mediática, consolida trifulcas armadas y preguntas servidas a respuestas esperadas, de invitados y columnistas. Resiste ahí una derecha pseudojuvenil, cínica representación conservadora de una transgresión vaciada de sentido. En ese circo, naufraga Fantino en el monocorde editorial colectivo, que entre alusiones a «los kukas» y a «la presa», se radicaliza en un linchamiento que acompaña la orden que baja del Poder, para un destartalado satélite, falto de gracia y osadía. 

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