20 de julio de 2025

Nelson Mallach nació en La Plata. Escritor, dramaturgo y director teatral, publicó las novelas Inhumación (2016), Todo amor que dura es odio (2020) y A ningún lugar (Premio Hebe Uhart, 2023). Desde 2013 desarrolla un proyecta de intervención a edificios emblemáticos de La Plata. Como dramaturgo recibió, entre otras distinciones, el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires y el del Instituto Cultural de la provincia de Buenos Aires, y en cuatro ocasiones resultó seleccionado en Teatro por la Identidad.
Don Sosa se acerca por el sendero. Es hora de la vigilancia. El peón lo sabe. Golpea con más fuerza. El tronco del algarrobo cae a metros del viejo. El caballo se le encabrita, pero lo domina con maña porque es buen jinete. En la escuela de milicos perfeccionó la monta. Después vino el retiro, la vuelta al cerro. Lo que no dejó atrás fue la autoridad, esa creencia que se empina ahora con la fusta para pegarle en el lomo a Ochoa por descuidado.
–Te falta matarme.
–El hacha no deja oír, patrón.
–¿Cuántos van?
–Cincuenta.
–Poco.
–Queda sol.
Don Sosa es el único con peón en el pueblo. Nadie pide más que a los propios. El guacho Ochoa quedó sin nada en la repartija de la herencia. El marido de su hermana lo había dejado seco cuando él andaba en la zafra. Al volver, tuvo que pedir cobijo, y don Sosa se hizo de un peón por poca plata.
Tiene que cortar cien palos por día. Ochoa sabe contar. Entiende que se le pide demasiado. Pero peores fueron los otros trabajos. Cuando oye que el viejo Sosa se aleja, se sienta en una piedra para afilar el hacha. Le arde la espalda. La puteada le crece en un rosario maldito: viejo de mierda, milico sarnoso, alma podrida, pija muerta. Así toma fuerza para seguir hachando, aunque sepa que no llegará a los cien por más que el viejo exija.
Una mañana fría arrancan con la alambrada. Primero hay que recuperar el hilo del antiguo cercado. Don Sosa está presente para dar indicaciones. Cada tanto mira la senda por si se deja ver algún curioso. Ochoa se rió por dentro al escucharlo bien temprano:
–Hoy empezamos el «Operativo vertiente».
No otra cosa que clavar los palos nuevos para volver a levantar el límite unos mil metros hacia el oeste. De esa manera, la vertiente quedará en su propiedad. Así dice don Sosa: «Mi propiedad». Ochoa le aclara que esa parcela es de la difunta doña Dominga.
–Los muertos no reclaman.
–Pero su hija.
–Callará.
Irma quedó sola. Ya entrada en años, nadie la había mirado estando doña Dominga viva. La vieja era chúcara con lo propio. Ni a don Sosa le bajaba la mirada. Hubo una vez que lo obligó a desmontar de un piedrazo porque andaba huelleando por la vertiente.
–¿Quién lo manda a ver?
–No se ofusque por un paseo.
–Hagaló en su quinta, milico del diablo.
–Retirado, doña Dominga.
–Retirado de mi tierra lo quiero.
No le quedó más que enfilar para su lado con espuma en la boca. Se sentó a esperar. Cada noche, delante de los santos, pedía que se llevaran al estorbo. Habrá tenido privilegio su rezo porque la vieja duró poco. Sintió un dolor en el pecho y el final se adelantó. Todo el pueblo anduvo en los funerales salvo don Sosa. Bien fuerte lo había tomado la inquina. Cuando los otros lloraban a la luz de las velas, él aflojó los labios ante los santitos, les mostró la dentadura postiza y esa baba que ya pensaba limpiarse en la vertiente.
En plena procesión al cementerio, el caballo renegrido de don Sosa se interpuso como aparición. Los que se habían juntado en la despedida creyeron que venía a atropellarlos, pero el viejo frenó al animal en seco. El grupo quedó a ciegas por el polvo que se alzó.
–La radio informa sobre un golpe militar.
Nadie respondió. No importaban las noticias que cada tanto don Sosa vociferaba en el pueblo porque era el dueño del único aparato. Cuando aflojó el polvo, levantaron el cajón para retomar el camino.
–Ahora soy autoridad.
–Acá no hay.
–Que no había es verdad.
Enterraron a doña Dominga. Tomaron y bailaron hasta que el caballo de don Sosa regresó. Esta vez no dijo nada el viejo. Levantó el brazo con la pistola y disparó. Bien rápido se dispersaron por los senderos.
A una semana del entierro, empiezan el operativo. Entrada la tarde, Ochoa ya lleva alambrada la mitad de la vuelta que tienen que dar para unir los dos terrenos. Don Sosa está parado sobre la piedra grande para controlar el sendero. Desde ahí los ve llegar a la oración. Irma y Blas a la cabeza de la revuelta. Los deja acercarse. Con la punta del cuchillo se limpia la negrura de las uñas. La primera en hablar es Irma. Don Sosa no la mira.
–Ni una luna, y el león ya anda robando.
–Gracias por el cumplido, hijita.
–De la guasca suya no vengo.
–¿Quién le mintió?
–Prepotente el huevo seco.
Don Sosa se levanta y busca sacar la pistola; pero Ochoa, atento, le sujeta el brazo.
–Tranquilo, patrón, sin sangre.
–¿Vos también contra la autoridad?
Don Sosa se suelta de un tirón. Escupe. El gargajo cae en la vertiente.
–Milico apestoso, te voy a enseñar.
Es la voz de Blas cuando la noche busca espesarse. El viejo lo apunta al verlo avanzar.
–Sin sangre.
El pedido de Ochoa se trenza en la decisión y no puede presionar el gatillo. Da un paso hacia atrás ante la amenaza. Algo se interpone. La oscuridad no deja ver la pierna del peón en pleno tropezón. El viejo cae todo entero en la vertiente. La pistola y el cuchillo ya no están cuando los busca. Ni el caballo. Se oye su galope alejándose hacia el cerro montado por Ochoa.
Ahí mismo empieza la rebelión. Todo el pueblo levanta la alambrada y se arma una pira que no tarda en arder. La luz de las llamas les deja ver a don Sosa caminando en dirección a su casa con medio cuerpo mojado. Si la rabia que siente no lo mata, será por sus tratos con el maligno.
Por un tiempo no se deja ver. No por eso andan tranquilos. El día de la represalia llega a la hora en que Blas se pierde por las cuevas. Montado en un zaino, don Sosa reaparece en el pueblo con el lazo cruzado en el torso y una escopeta bien sujeta. Todos corren a meterse en las casas, pero el viejo viene con un objetivo claro.
Ve a Irma cruzar la calle a la altura del corral de doña Dominga. Gritar y enlazarla son una sola cosa. Después no se apura. Irma le dice barbaridades, pero a él no parece importarle el alardeo. Atraviesan la calle del pueblo al paso. Cuando la muchacha tropieza, don Sosa taconea el caballo para que trote. Así la va arrastrando camino a la cuesta por donde se entra al pueblo. Al faltar Blas, nadie se anima a ayudarla. Menos a seguirlos. Quedan solos al pie del barranco donde crece la higuera grande. Don Sosa se apea. Cuando están frente a frente, Irma le escupe la jeta. El viejo no se limpia.
–Mamita se llamaba Irma.
–Viejo de mierda.
Don Sosa no duda. Le quita el lazo con odio. Ella empieza a resistirse y logra morderle la mano. La calentura lo ciega. Eso que iba a ser apenas puro simulacro se convierte en un acto final. Irma rueda por el barranco no sin antes pegar un alarido que se escucha hasta en la última cueva del infierno.
Casi termina de enrollar el lazo cuando aparece Blas agitado. Fácil lacearlo también y apaciguar su arrojo a punta de escopeta. Montado de nuevo, tira del cuerpo del rebelde hacia el pueblo. Al verlos a través de las rendijas de los postigos, no hay quien se atreva siquiera a entornar la puerta. Van directo hacia el rancho de don Sosa. Una vez desmontado, con un cuero le ata las manos en la espalda. Lo empuja hasta el barril de la galería de la casa. Le sumerge la cabeza en el agua hasta que siente que el cuerpo pierde fuerzas. Entonces, afloja.
–Rica el agua de la vertiente.
Una vez más la hunde. Se ríe el viejo ante la resistencia de Blas. La vuelve a sacar.
–Era tan buena la desgraciada.
Así sigue hasta que Blas pierde la conciencia. Lo tira al suelo. Le toca el pulso. Mejor vivo para que cuente. Cruza el cuerpo inconsciente sobre el anca del animal y al paso se dirige hacia el pueblo. Ya en la calle principal, lo deja tirado bajo el sol del mediodía.
–Busco peón para levantar la alambrada.
Se abre una puerta. Después otra. En breve, un grupo cabizbajo lo rodea. El viejo monta su caballo y se aleja. Los hombres detrás.