19 de julio de 2025
En su nuevo disco, el guitarrista y cantante recurre a la metáfora para plantarse frente a la prepotencia del poder de turno. La lucha contra la nostalgia, entre el under y la masividad.

En las antípodas de la caricatura de Pomelo, Richard Coleman es un rockero que supo madurar con filo. Ejercita el pensamiento y la reflexión. Ya lejos de aquel emblema dark de los 80, y después de una trayectoria notable que osciló entre cierta vocación por los márgenes y la masividad de estadios, está definitivamente afianzado como un solista con banda, la Trans-siberian Express, que lo acompaña desde hace más de una década.
Su nuevo disco tiene un título y un paréntesis inquietante: El (in) correcto uso de la metáfora. Son nueve canciones salpicadas por la desolación, oscuras en varias de sus letras, pero envueltas en un rock/pop luminoso que remite, sí, a los 80. A veces como un subrayado; otras, como su reverso. Uno de los temas es un cover, figuraba en el disco debut de Fricción, Consumación o consumo: «Entre sábanas». Y otros tres cuentan con la colaboración en guitarras de un viejo héroe de Coleman, Phil Manzanera, el de Roxy Music, el colaborador de Brian Eno y de David Gilmour. «Es el sueño del pibe», dirá.
«La metáfora es una traslación del significado: escribo esto, pero no es lo que significa, es otra cosa. Y ahí apareció la figura enorme de Charly García.»
El (in) correcto uso de la metáfora tiene las voces invitadas de una artista indie por excelencia como Flopa Lestani y de la tanguera Lidia Borda. Grabado entre Buenos Aires y Londres, la producción volvió a recaer en Juan Blas Caballero. Por estos días, está siendo presentado en todo el país. Como dice la canción, uno siempre vuelve a los viejos sitios donde fue feliz, y Coleman regresa una y otra a vez a salas, sótanos y teatros que lo cobijaron en estas décadas.
Justo él, que dice detestar la nostalgia, está ahora en un ámbito que parece una cápsula en el tiempo. Son las oficinas de Pop Art, que destacan por empleados con el pulso adolescente de otras épocas más amables para la industria discográfica. Por ahí sobresalen afiches de bandas clásica como Virus y gigantografías que anuncian visitas a la Argentina de tótems como Ringo Starr. Todo aparece más anacrónico que atemporal. Coleman se suele mostrar a gusto en las entrevistas: es esa clase de músico pasional, verborrágico, que maneja una información de corte periodístico, con una locuacidad a la vieja usanza. Más allá de sus bandas –Fricción, Los Siete Delfines–, su aporte a Soda Stereo, su amistad con Gustavo Cerati, insospechadamente reconoce que en este álbum pensó en el Charly García de los tiempos de la dictadura.
–¿Por qué?
–Me rondaba el tema de la metáfora. Tenía la estructura de las letras, las canciones del disco, unas ocho o nueve. Veía que, juntas, eran como un universo de escenas, personajes, adjetivos. Las palabras tienen una sonoridad. A eso se sumó que en un momento empecé a escuchar, sobre todo en los medios de comunicación, una cosa ambigua entre lo literal y lo metafórico. Completamente arbitrario. Yo no soy un documentalista: no escribo lo que me pasa, no me interesa. La metáfora es como una traslación del significado: escribo esto, pero no es lo que parece, no es lo que significa, es otra cosa. Y apareció la figura, enorme, de Charly García. Básicamente el Charly de mi adolescencia, digamos en 1975 y 1980. Fue una etapa fundacional para mí.
–Todos te ubican como un artista que solo escuchó música en inglés: un anglófilo.
–¡Sí! Lo soy; pero bueno, tuve muchas aristas. En esos años oscuros la metáfora fue el lenguaje principal de nuestros artistas, de nuestros ídolos. Y este disco me pareció una buena oportunidad para honrar a aquellos músicos argentinos que sintonizaron la época. Para empezar, García.
–¿Encontrás alguna analogía entre aquella época y esta? ¿Quiénes serían los que sintonizan este presente, que también tienen sus tinieblas?
–Y sí, hay una analogía. Aunque también hay una diferencia elemental: no estamos en dictadura. Este tipo fue elegido por la gente. El ímpetu del poder ejecutivo, sí, es una barbaridad. Está todo tan fuera de escuadra, es todo tan ofensivo, tan prepotente. Yo creo que artistas como Wos, Dillon, Trueno, están diciendo cosas. Hasta Lali Espósito, desde otro lugar. Son voces generacionales que marcan al menos un descontento. El trap es muy representativo. Me excede, no pertenezco a nada de esta movida. Soy de otra generación, pero puedo ver que es la banda de sonido actual. Prefiero eso a la nostalgia.
«Artistas como Wos, Dillon, Trueno, están diciendo cosas. Hasta Lali Espósito, desde otro lugar. Son voces generacionales que marcan un descontento.»
–No te interesa la nostalgia.
–La detesto. La nostalgia y el marketing de la nostalgia me parece algo tan facilista como devastador. Te tranquiliza, te dice que en el pasado eras feliz. Y es una fantasía. Como una vez me dijo Daniel Melero: «La memoria del pasado es como un implante». Creo que la gran mayoría de las personas son atravesadas por la música hasta los 30 años, con suerte. Es como un estiramiento de la adolescencia. Después, todo el resto de la vida es una evocación de esos instantes.
–Hay una exageración de las efemérides: los 20, 30, 40 años de un disco, de una muerte.
– Total. Mi lucha contra la nostalgia parte de una visión personal: yo miro para adelante. Trato de tener los vectores orientados hacia el futuro. Creo que siempre hay algo nuevo para hacer. Cuando voy a una casa de antigüedades, al principio tengo una serie de sensaciones hermosas, pero a los quince minutos empiezo a sentir una especie de opresión. El olor a viejo comienza a hacer daño. El aroma del pasado es jodido y te hace perder el presente y dejar de pensar en el futuro. Igual, yo hablo más que nada del uso comercial de la nostalgia: eso me rebela. Es fácil vender algo que ya está hecho. Y tu vida empieza a consistir en revisar el pasado. Me parece una trampa jodida, oscura.

–Viviste situaciones de masividad y también sos, de alguna manera, un músico de culto. ¿Qué diferencias encontrás entre las dos situaciones?
–Muchas. Yo he tenido experiencias muy fuertes en estadios, tocando y también como público. Como público al principio te fascinás, pero ya después de ver varias veces conciertos del estilo del de Pink Floyd, ya está. Porque ocurre otro fenómeno, que tiene que ver con cierta excitación, con la adrenalina. La sensibilidad musical cede a esa excitación. No tiene nada de malo: es un signo de los tiempos. Todo bien con la ceremonia, pero lo que ocurre es como una adicción a esa adrenalina. Adicción posta. ¡Y te lo dice alguien que fue adicto a las drogas y al alcohol! Estoy limpio desde hace veinte años, pero sé de qué hablo. El ritual pagano está bárbaro, y en el origen de grandes shows hay arte; pero en los estadios se barajan otras cuestiones. Yo toqué con Soda, con Gustavo, con Skay. Cuando formé parte de la banda de Skay a veces nos presentábamos en lugares que no estaban preparados acústicamente, canchas de básquet. El sonido de la gente te devora, loco. Tiene más que ver con el circo romano y los gladiadores que con la música.
–La gente olvida que tocaste con Skay. Estás más identificado con el mundo Soda.
–Es que siempre fui muy afín a Gustavo. Por la trayectoria que hemos tenido juntos, aunque muchas veces por caminos diferentes, por la amistad. Teníamos una gran comunicación. Mirá, volviendo a eso de la masividad, me acuerdo que en 1983 me llamó a casa y me dijo «Richard, ¿qué hacés hoy?». «Nada, estoy libre», le dije. «Pasá por casa que quiero que vayamos juntos al show de Soda en Ramos Mejía. Quiero que veas lo que está pasando, ¡que me lo expliques!». Fui, era Pinar de Rocha. Lo que vi no se podía creer. La locura que había, el furor, el fanatismo. Y era 1983, recién arrancaba la historia. ¿Te das cuenta? Gustavo quería compartir eso conmigo. A él le costaba manejar tanta locura. Después, creo yo, él supo construir un espacio artístico en los escenarios de los grandes estadios, para las multitudes. Era perfectamente consciente que reunía dos condiciones importantes: era muy bueno y estaba dotado de un carisma especial.
–¿Lo extrañás?
–Muchísimo.
El gran orgullo de Coleman respecto de El (in) correcto uso de la metáfora es el aporte de Phil Manzanera. El vínculo tiene sus años. «En 2017 me encontré con un posteo en Facebook de Fernando Kabusacki, que hablaba de una movida en el CCK que contemplaba la visita de Phil Manzanera. Phil iba a venir, ¡y no me había enterado! Yo soy fanático desde los 15 años, cuando me compré un disco de Brian Eno que se llama Before and After Science, de 1977. Me abrió la cabeza, mal, mucho más que Heroes de David Bowie. Al toque me enteré que era uno de los fundadores de Roxy Music que, igual, me quemó la cabeza. Sin saberlo, Phil me fortaleció como guitarrista: yo dudaba de mi capacidad, porque no tocaba rápido. En aquella época, parecía que había que ser virtuoso para ser violero. Manzanera no toca rápido, es otra cosa», señala.
«Gustavo era perfectamente consciente que reunía dos condiciones importantes: era muy bueno y estaba dotado de un carisma especial. Lo extraño muchísimo.»
–Hablabas del posteo de Kabusacki,
–Sí, lo llamé para ver si podía conseguir entradas. Y un par de días después me dice que necesitan un cantante, urgente, si yo podía hacerme cargo de ese rol. ¡No lo podía creer! Tenía que cantar un tema de Bryan Ferry, «Amazona», que me lo conocía de memoria. Salió todo bárbaro. Phil me felicitó cuando terminamos y me tiró un piropo que no me olvido más: «Sos un hombre valiente». Yo me moría por invitarlo a comer, pero soy muy tímido. No le dije que era fan de él desde los 15; pero quedó el contacto. Tiempo después hice un viaje por Londres y lo busqué. Me invitó a su estudio y ahí sí, estuvimos toda la tarde conversando. Y le conté todo, mi fanatismo, mis bandas, y que estaba grabando. Fue una tarde hermosa. Me dijo que si alguna vez necesitaba algo, que lo buscara. Cuando empecé con este disco, le mandé unas músicas para que eligiera para ver si tenía ganas de meter la guitarra en un tema. Y se copó tanto, que grabó en tres canciones.
–Con tanta agua que corrió bajo el puente, ¿quedó algo de lo que en una época se llamaba «cultura rock»?
–Es complicado. Yo creo que sí. «Cultura rock» es un concepto, una identidad, es un lenguaje necesario para una gran tribu, que necesita que alguien ponga en palabras lo que sus integrantes no pueden expresar. Yo creo que ese grito sigue vigente. Es un grito estético, necesario, no es violento ni ofensivo: es un grito bien puesto. Si hoy son los gritos de Wos o Dillom o Trueno, no lo sé; pero eso es la cultura rock. Y yo siempre voy a estar de ese lado.