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Estrategias de supervivencia

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Daniel Vilá

La carne es solo un recuerdo y la leche se rebaja con agua para que rinda más. En los barrios populares, y pese a la indiferencia del Estado, las principales víctimas del ajuste se empeñan en sobrevivir.

Lomas de Zamora. Llegar a fin de mes, una hazaña cada vez más dificil.

Foto: Enrique García Medina

Las frías estadísticas dicen que en todo el país funcionan unos 41.000 comedores y merenderos que asisten a 10 millones de personas en busca de comida caliente o una copa de leche. Pero hoy deben conformarse con un plato de polenta, arroz, fideos o con una taza de mate cocido, ya que el Estado Nacional ha resuelto no proveerlos de alimentos frescos, lácteos, verduras y carnes y los pocos productos que reciben provienen de la solidaridad popular o de algunos Gobiernos provinciales o municipales. Así las cosas, ¿qué estrategias despliegan los habitantes de los barrios populares para sobrevivir, muchas veces con una sola comida diaria? ¿Por qué razón no se ven cadáveres en las calles, de lo que se jacta el presidente Javier Milei, aunque la inmensa mayoría de ellos no alcanza a cubrir sus elementales necesidades y sus meses tienen apenas 15 días?

En los barrios vulnerables y vulnerados de la provincia de Buenos Aires –por ejemplo–, y particularmente en Villa Palito, Puerta de Hierro y San Petersburgo de La Matanza, en el Triángulo de Bernal, en Francisco Solano y Villa Itatí, de Quilmes, para solo mencionar a un puñado de ellos, las dolorosas respuestas a estos interrogantes provocan indignación e impotencia ante la indiferencia de los responsables de asistir a las víctimas del brutal ajuste en curso.

Esperanza ‒un nombre que es todo un símbolo de lo que ya se ha perdido‒ tiene 37 años, es madre de cuatro hijos y único sostén de su familia. Reside desde hace 10 años en el asentamiento de Solano, tierras que fueron ocupadas por más de cuatro mil personas en 1981, durante la dictadura genocida, con la consigna de «no hacer villa» y convertir el predio en un barrio integrado a la ciudad. La organización vecinal favoreció que las casillas fueran reemplazadas por viviendas de ladrillos sin revocar, pero la evolución se detuvo con las sucesivas crisis económicas y actualmente es una de las más castigadas por la hambruna. Cuenta que su único ingreso proviene de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y para poder pagar la luz y enviar a sus hijos a la escuela debe cartonear unas ocho horas por día, «pero ya no es como antes, cuando hacíamos unos pesos porque nos pagaban $120 el kilo. Ahora festejamos si nos dan 70». Su rebusque es salir con el carrito después de las nueve de la noche, la hora en que suelen cerrar las verdulerías, que dejan en la puerta de sus locales cajones con mercadería que no está en condiciones para ser vendida.

Cristina (34) vive en la villa Puerta de Hierro y dice que su presupuesto para comer todo el mes es de $150.000. Su familia está compuesta por cuatro miembros, ella, sus dos hijos menores y su marido desocupado que «no consigue más changas porque la gente se las rebusca sola con los arreglos». Dice que no compra carne y del pollo solo los menudos y excepcionalmente alitas que se pueden conseguir por 1.500 pesos el kilo, la leche la raciona y al sachet de un litro le agrega un cuarto de agua para que rinda más. Cocina croquetas con las hojas de la remolacha que generalmente se desechan y, consultada acerca de por qué no apela a las legumbres como porotos o garbanzos, contesta que si bien son rendidores y relativamente económicos, hay que hervirlos durante dos horas. «Una garrafa barata cuesta entre 15.000 y 20.000 pesos –explica‒ y consumimos dos por mes, así que no conviene para nada».

En cambio, Francisca (37), que ocupa una casilla en Villa Itatí y es único sostén de sus tres hijos de 14, 10 y 8 años, usa ramas secas de las árboles de la zona para preparar la comida y calefaccionarse. Su argumento es simple: «no alcanza para la garrafa». Se las rebusca preparando pan casero y tortas fritas para acompañar el mate de la cena. «A veces compro un poco de hígado, pero a los chicos no les gusta nada», agrega.

Los huevos, pese a los excesivos aumentos de los últimos tiempos, son una alternativa fundamental por su versatilidad y valor nutricional. «Antes se compraban por docena, pero últimamente es muy común llevarlos por maple de 30 unidades que cuestan entre 5.000 y 6.000 pesos. Yo uso por lo menos cuatro en un mes porque con eso preparo tortillas de papas o de verduras, croquetas, buñuelos y un montón de cosas más», expresa Celia (27), del barrio El Triángulo, madre de 6 criaturas que van de los dos a los ocho años.

Una salida muy frecuente para quienes poseen algún pedazo de tierra es sembrar vegetales, especialmente zapallo, zapallitos, cebolla y acelga, que crecen rápido. «Tomates, no –dice Elvira (38), de la villa San Petersburgo– porque las heladas los destruyen». La solidaridad vecinal es un elemento fundamental para la supervivencia, coinciden los consultados. El que tiene gallinas ponedoras, por caso, canjea los huevos por verduras y así van tapando algunos agujeros del escaso presupuesto familiar.

Abel (52), médico pediatra del hospital El Cruce de Florencio Varela, con una rica experiencia en la zona sur del Conurbano, señala que los pibes de las distintas barriadas populares registran obesidad, y a la vez malnutrición, debido a la excesiva ingesta de grasas e hidratos de carbono y la carencia de proteínas animales, factor que también incide en trastornos hepáticos y gastrointestinales. «El problema no es nuevo pero se ha acentuado mucho en los últimos meses», subraya.

Como si tantas vicisitudes no fueran suficientes, el agua potable brilla por su ausencia en la mayoría de las barriadas humildes a causa de la abundancia de arroyos infectos que contaminan los pozos y a la carencia de cloacas. María (26), que habita con sus padres y dos de sus hijos una precaria casa de ladrillos sin revocar y solo dos habitaciones en Villa Palito, es terminante al respecto: «Hiervo el agua por lo menos dos veces, pero ya me dijeron que igual quedan adentro metales y otras porquerías. De comprar bidones, ni hablar».

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