28 de agosto de 2025
Los dispositivos digitales prometen librarnos de la fricción de estar en el mundo, pero algo se pierde cuando todo se vuelve fácil. ¿Quién se queda con el tiempo que nos ahorramos? La trampa del capitalismo de plataformas.

El capitalismo de plataformas promete un mundo frictionless, es decir, «sin fricción»: nos asegura que alcanza con tocar la pantalla para escuchar una canción, pedir un auto que nos lleve a destino, hacer la tarea o pagar un impuesto. Sabemos que en la prácticas no suele ser tan fácil porque los dispositivos se quedan sin batería, las pantallas se rompen y los autos chocan. Aun así la promesa se renueva con cada celular que compramos o plataforma que contratamos. Ahora sí lograremos ese nirvana digital.
La promesa no es ingenua. Las empresas que diseñan las plataformas saben que lo más importante se juega en la simpleza, es decir, en generar un confort que sea irresistible pese a que no tengamos plata para otro abono, sepamos que no deberíamos ver otro capítulo porque a la mañana siguiente tenemos que trabajar o que estamos contribuyendo con nuestro dinero a financiar la construcción de drones militares. El confort es una droga para la que no hay recuperación.
Pese a todo, hay una incomodidad en tanta comodidad. De a poco podemos darnos cuenta de que contar, por ejemplo, con un flujo de música infinita es práctico, pero la experiencia se devalúa. Por eso hay quienes se la complican volviendo al vinilo. Algunos expertos explican que el sonido de la vieja tecnología analógica es de mejor calidad que el digital, que llega comprimido para ahorrar ancho de banda. Sin embargo, la mayoría de los mortales no lo percibe, menos aún con los parlantes bluetooth que se suelen usar.
La diferencia más profunda pasa por la «fricción», que implica ahorrar un dinero, ir a un local, revisar las bateas y elegir uno (y no otro) de los discos. Cuando lleguemos querremos compensarnos por el esfuerzo dándole más oportunidades a la escucha y, quién sabe, tal vez permitir que emerjan cualidades de esa música que no habríamos percibido en un flujo constante, infinito y superficial. También es posible que compartamos ese vinilo con un amigo. En definitiva, la música ya no será solo música, sino también el esfuerzo de ahorrar, de ir a un local, de elegir, de compartir. Hace unas décadas se celebró la llegada del grabador doble casetera porque podríamos «tener toda la música que quisiéramos», pero en realidad implicaba «incomodidades» como ir a la casa de un amigo a hacer copias. Era así que se sumaban sentidos a esa música devenida banda de sonido de una experiencia, de una fricción en la que surgían charlas de fútbol, amor o preocupación, la cinta se enganchaba y había que empezar todo de nuevo, y surgía el espacio para unos mates o la llegada de alguien más.
Es cierto que este revival del vinilo puede resultar snob ya que es mucho más fácil escuchar música infinita desde las plataformas. Pero lo que en realidad se reivindica es el ritual que ahora se asocia a la incomodidad, eso «otro» de la música que podemos asociar a la fricción o a lo que Miguel Benasayag llama «frotamiento». Es allí donde realmente el humano se conecta con el entorno, con lo que no controla y surge el espacio para el imprevisto que es la base de cualquier aprendizaje, de cualquier experiencia desafiante y enriquecedora. Es en ese ruido en el que recuperamos la agencia que nos hace conocernos más, aprender sobre el mundo y sobre los otros; es el contrario de esa pasividad del mínimo esfuerzo que nos garantiza un flujo interminable de pequeños placeres efímeros. Según la neurociencia, simplificando, este último es el reino de la dopamina, el neurotransmisor asociado a los placeres breves y adictivos. Su contraparte es el de la serotonina, el neurotransmisor del esfuerzo que conduce a la satisfacción de haber logrado algo por nosotros mismos, el del bienestar con raíces en la experiencia y el recorrido.
Actualmente, la necesidad de evitar la fricción parece permear todo. Muchos adolescentes prefieren «encontrarse» en la pantalla que enfrentarse cara a cara con el olor, la piel, el sudor que las pantallas nos ahorran. ¿Por qué un estudiante podría no responder con una IA Generativa una pregunta sobre la novela que le dio un profesor si es mucho más fácil y rápido? La respuesta (que ahora parece, sorprendentemente, necesario brindar) es que, justamente, es en la incomodidad de leer una novela donde surgen los procesos cognitivos enriquecedores, los intereses y hasta, quién sabe, un amor por la lectura. De eso se trata la educación, de incorporar herramientas que enriquezcan nuestro yo para tener más habilidades y que, a su vez, nos den más opciones entre las que elegir hacia adelante. Y eso nunca es fácil sin fricción. Parece haberse naturalizado la idea de que «más fácil es mejor» y ya. Si puedo ahorrar tiempo, ¿por qué no hacerlo? Si al terminar puedo mirar más videos que me harán reír o llorar en un flujo infinito del que solo me arrancará un cuerpo que nos recuerda su existencia con urgencias básicas.
Esta reflexión puede parecer luddita o snob. Es cierto. ¿Quién tiene tiempo para complicarse la vida? Pero, ¿qué ha pasado con todo el tiempo que nos ahorramos respondiendo mensajes, pagando cuentas o mirando el mapa en el celular mientras viajamos en colectivo? ¿Quién se quedó todo ese tiempo que nos ahorramos? ¿Las plataformas, redes sociales y jueguitos que nos dan esa experiencia pasteurizada, controlada de vivir? Elegir lo más fácil es algo que viene de nuestra historia evolutiva. Durante milenios un esfuerzo de más en un contexto de calorías limitadas y peligros constantes era un riesgo que no convenía sumar. Estábamos programados para el menor esfuerzo y eso sigue incrustado en nuestro cerebro. Esa es la puerta trasera (una de ellas, en realidad) que explotan los algoritmos para auparnos y llevarnos casi sin que nos demos cuenta a un adormecimiento confortable. Hasta tal punto está llegando ese control que hay quienes reclaman la necesidad de recuperar la soberanía cognitiva, de poder tomar las decisiones sin un montón de estímulos preconscientes que hackean nuestra mente antes de que podamos pensar. Tenemos una bolsa de caramelos digitales constantemente en el bolsillo y requiere mucha disciplina no abrirla todo el tiempo para sacar otro. El esfuerzo es enorme para adultos y más aún para niños. Pero vale la pena porque abre la posibilidad de volver a vivir en la fricción, el roce, que nos hace sentir un poco más vivos.
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