2 de septiembre de 2025
Gustavo Abrevaya (Buenos Aires, 1952) es escritor y psiquiatra. Publicó entre otros libros las novelas El criadero (Premio Boris Spivacow, 2003, 2025; también en España, Cuba y EE.UU.), Los infernautas (2013, España (2021), El enviado (con Leonardo Killian, 2016) y La bala que llevo adentro (España, 2022). Coordinó junto a Leonardo Killian la antología Las mil y una noches peronistas (2019) y con José Luis Muñoz las antologías Juramento negro (2022) y Juramento erótico (2022).

1)
–Comé, Roxi.
La naranja es bastante redonda y rueda por el piso de cemento, cruza el pasillo oscuro, alumbrado por un portalámparas allá, al fondo. Brilla la naranja mientras rueda desde el cubículo de Coco al de Roxi. El frío cala los huesos desde hace días. La semana pasada, un cadete le decía al compañero de división, hacían la ronda, la hacían como si hicieran guardia, querían parecerse a los maestros, los pibes, no tenían más de dieciséis años, qué bueno, che, dijo el cadete, el fin de semana nevó y todo, está bien, no fue para tanto, un poco de aguanieve cayó y salieron a la calle a celebrar. Quedó un clima helado, adentro es peor. Son los muros, gruesos, viejos, pensó Roxi cuando el Beto, desde su propio cubículo, contaba el diálogo entre los cadetes.
–Gracias Coco, gracias.
Roxi, ávida, muerde la naranja, come los gajos, el hollejo y al fin, también, la cáscara. No deja ni semillas. Coco mira al techo. A la izquierda, el guardiamarina entrega el sándwich naval, uno para cada detenido.
–¿Qué es eso? –dijo Roxi cuando le trajeron el sándwich– ¿Qué es esa carne?
–Carne, nena, es carne, ¿no vas a comer tu sándwich? –dijo el guardiamarina.
–¿Qué carne es? –quería saber Roxi, en su cubículo, con el tobillo izquierdo, suave, engrillado a una bala de cañón. Tenía miedo, no sabía lo que comía, no lo podía ni mirar, el guardiamarina no le sacaba la capucha. ¿Por qué no le podían decir lo que comía?
–Del asadito de anoche. ¿Vas a comer, puta?
–No, gracias, señor. No me gusta la carne.
Debajo de la capucha, debajo del párpado cerrado por las trompadas y por la sombra de la capucha, si el guardia hubiera mirado, hubiera encontrado una lágrima solitaria, desarrapada, que caía por la todavía bella mejilla de Roxi, que se negaba a comer carne sin nombre, del asadito naval.
–Peor para vos. Tampoco hay fruta entonces.
La naranja es chica, jugosa, dulce, poca y mucha y penosa y feliz, rica como una torta de cumpleaños, se deja comer sin reclamos. La naranja es una naranja, ¿qué carne es la carne del sándwich naval del asadito?
Cuchichean.
–¿Te quedás con hambre, nena? Te mando la mía –Esa es Laurita, más flaca que Roxi, no tan linda, mayor que ella, le hace rodar su naranja, más grande que la de Coco.
–Gracias –dice Roxi, y lagrimea. Ahora es ella la que suspira, se alegra despacito, y se come llorando la naranja de Laurita–, gracias, está rica –y mientras agradece llega otra naranja, esta es de Beto, ya son tres naranjas, buena cena, o almuerzo, o desayuno–. Gracias Beto –dice, y parece que canta.
Y Beto:
–Comé, linda, no te dejes caer. No les des el gusto.
–Sí, pero no puedo. ¿Estamos solos?
–Sí, el zumbo ya subió la escalera
–¿Qué carne es esa? –gime Roxi.
–No importa. Tenés que comer.
–No puedo. Anoche se llevaron a Mercedes. Qué nos dan, no puedo, gracias Beto –dice Roxi con la boca llena de naranja mientras llora debajo de la capucha. El ojo trompeado llora y duele.
Y, entonces, mientras dice que no puede, mastica la cáscara y siente ácida la lengua, la cáscara tiene sabor fuerte y arde y después le van a arder las comisuras de los labios, pero no le interesa, llega, rodando, redonda, grande como un pomelo, otra naranja. Ella no lo ve, es más anaranjada que ninguna naranja del mundo, y, lo va a probar enseguida, más deliciosa, dulce y buena y santa.
–¿De quién es esta naranja? –pregunta Roxi, el carrillo hinchado. Se alivia con el azúcar y mejora su tobillo, deja de doler un momento.
Nadie contesta. Roxi deja de esperar, agarra la naranja, come. Es deliciosa, dulce, buena, santa.
Se duerme, sueña con la Bobe.
Y con el viento patagónico.
2)
–Habitación 17, con Raquelita. Chica nueva. No mire cara –dice la regente.
El cliente se resigna, nunca le tocan las lindas.
Avanza por el pasillo mal iluminado por un solo portalámparas, apoya su mano derecha en la pared y atiende: le gusta el ruido de las habitaciones. Cómo laburan las chicas, no descansan, tampoco, como él. Lástima, llegar tan tarde, le quedó la última polaca, debe ser un escracho la Raquelita esa, pero al menos hoy moja. Es un sábado horrible, nieva y sopla un viento que te vuela la boina, el hombre viene de trabajar todo el día, como un buey trabajó. Solamente estoy para levantar fardos, pensó durante este día de frío y viento, y se sintió mal. Estoy harto y agotado, merezco un premio, decidió, terminó de trabajar, se emponchó, se subió al camioncito y se vino al boliche, en Garré. Cosa rara estos moishes, pensó mientras el camioncito se sacudía por las rachas de viento, traen polacas al sur, las traen castigadas de la capital, pensó, es lo que le dijeron, dicen que por rebelarse, qué mezcolanza, putas y judías, que se jodan, por rebeldes, acá laburan como burras. Como él. En el camino se bajó un porrón de ginebra para combatir el frío.
Llega a la puerta: un 17 escrito con tiza sobre la madera, borroso. Se detiene, mareado, siente náuseas en el fondo de la garganta. Mucha ginebra, piensa, mejor, así veo la cara.
Golpea.
Una voz neutra, invita:
–Pase por favor.
Abre la puerta. La habitación es media habitación, quizás menos, un pasillo ancho. Ve: una palangana con agua gris, arde un brasero, una escupidera cachada, un camastro arreglado a las apuradas y Raquelita, sentada en el edredón de plumas que cuelga por el costado del camastro, vestida con una enagua que algún día lejano, en Polonia, fue blanca, con voladitos, húmeda, arrugada, sudada a pesar del tornillo. Raquelita come, ávida, una naranja. Usa medias negras, hasta los muslos. Las medias, por negras, llaman a la avidez del cliente, que mira cómo la polaca muerde el hollejo, se come hasta la cáscara y todo desaparece dentro de esa boca que no deja de chupar y masticar. Le gusta al cliente, boca golosa. Hay, ve, otra naranja, redonda, grande como un pomelo, brillante, que se recorta entre la media negra y el edredón, que espera su turno junto a la pierna, linda, lechosa.
–¿Está rica, polaca?
Raquelita lo mira con el carrillo hinchado y asiente. No es tan fea, un poco narigona, como todos los moishes, y tiene granos que se le notan, no es grave, le han dado un par de trompazos pero qué le importa, mientras esté sana y la cajeta limpia. Y, además, esa boca ya lo entusiasmó.
–Se ponga cómodo, señor.
–Sí –se sienta, mareado, se desviste, la camiseta de frisa queda, el frío está bravo, y así queda, casi, como Dios lo trajo al mundo. Ella no lo ha mirado, termina su merienda, agarra la naranja que esperaba turno junto a su pierna enfundada de negro, la pasa de una mano a la otra, la estudia. Ella no mira al cliente pero el cliente la mira a ella. Una ráfaga, inhóspita, aúlla de golpe, el ventarrón hace temblar el vidrio de la ventana.
–Se acueste, señor –dice y espera. Entonces apoya la redonda y grande y brillante naranja en el suelo y la hace rodar debajo de la cama. Rápida, la naranja desaparece detrás del edredón de plumas que no termina de caer al suelo.
El cliente la mira y pregunta:
–¿Qué hacés con la naranja?
–Guardo señor. Comida para los hijos, cuando vengan, si llegan. Costumbre judía.
3)
Lucía gira cada jueves, busca, toca puertas, pregunta por su hija, a jueces, a generales, a policías, a políticos que prefieren no hablar, y hoy, judía como su madre, y como su hija que volvió a casa, se sienta frente al obispo.
–Mi hija, Roxana, padre, no sé nada de ella.
El obispo mira una carpeta. Lucía quiere ver qué lee, el hombre no se lo va a permitir. Estira el cogote, y el obispo alza sus ojos por encima de sus lentes chatos.
–Señora, debería acudir a alguien de su religión. ¿Qué puedo hacer yo, ni siquiera la conozco a usted? Quién sabe en qué andará esa muchacha, tan bonita.
–¿En qué va a andar? Es una nena, tiene dieciséis años, duerme con su muñeca –dice Lucía, y saca una muñeca del bolso, se la quiere mostrar al obispo que ni se fija porque, en cambio, ahora mira algo en la carpeta. Lee, vuelca un poco la cabeza, alza las cejas, sonríe. Lucía lo ve sonreír y se envara. Silencio, sonrisas, las cejas se arquean y se fruncen, más silencio. Al fin, dice con tono de preguntar:
–De la Patagonia, veo.
–Sí, padre –contesta Lucía, incómoda llamando padre a un sacerdote de otra religión–, de Garré.
–No conozco, dónde queda.
–Santa Cruz. Un pueblito. Nadie lo conoce.
Otra vez silencio y cejas arqueadas.
–Vamos a ver, tengo una historia de su familia. Corríjame si me equivoco. ¿Podría decirme cuál es el nombre de su padre?
Silencio de un lado del escritorio, silencio del otro. La muñeca en la falda de Lucía tiene los brazos abiertos, las manos abiertas, los ojos abiertos, sonríe.
–No conozco a mi padre –dice Lucía, y baja la vista. Un momento, la baja, y, enseguida la vuelve a alzar, y, entonces, esto es lo que ve: el obispo la está mirando, sus ojos son azules, la expresión firme, inmutable. No parpadea.
–Ahá. Hija de madre soltera.
–Sí, mi madre era soltera –dice Lucía exasperada, quiere que el obispo parpadee. Una sola vez, aunque sea. Le duelen los ojos, a Lucía, de ver a ese hombre que no se altera. Y será por eso que, cuando salga con las manos vacías igual que la muñeca que ahora está en su falda y que al salir del obispado estará otra vez dentro del bolso, no se extraña con la siguiente pregunta:
–Dígame señora, quisiera comprobar un dato. ¿Podría decirme a qué se dedicaba su madre?
4)
Lucía sale, cruza y se sienta en un banco de la plaza. Hay sol, un hermoso día de invierno, frío pero sentada en el banco, con su tapado y las medias negras que le regaló la madre hace tanto y que nunca deja de zurcir porque son abrigadas y ahí estuvieron sus piernas antes, el frío no molesta. Qué joder, es normal que haga frío en invierno. En el sur se cagaban de frío pero seguían adelante.
Abre el bolso, saca esa naranja, tiene hambre, la entrevista fue inútil. Saca un cuchillo chico, corta la naranja, se lleva un gajo a la boca, saborea el jugo y saborea también la respuesta que le dio al obispo. La tenía preparada, sabía que iba a venir. Mastica, traga y piensa que el hombre, al final, parpadeó. Sonríe con su pequeña victoria.
Esto fue lo que dijo:
–Mi mamá era puta, señor, puta, polaca y judía.