17 de septiembre de 2025
La llamada «moda rápida» refleja la lógica de un sistema que promueve velocidad, descarte y homogeneización cultural. ¿Cómo impacta este modelo de negocios en la vida diaria, el trabajo y la identidad?

Usar y tirar. Las grandes plataformas promueven y venden prendas baratas, efímeras y sin identidad regional.
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Eficiencia, uniformidad y consumo masivo y veloz. Hace 30 años el sociólogo George Ritzer acuñaba el concepto de «McDonaldización» para advertir cómo los pilares de la comida rápida impregnaban cada vez más aspectos de la vida moderna. Esa misma lógica se replica hoy en la moda: colecciones que cambian todas las semanas, precios que parecen irreales, prendas concebidas para usarse un par de veces y luego ir al cesto de basura. Es el fast fashion, que llegó a su cima con la masificación de las compras online de plataformas de Estados Unidos y China.
Aunque en la Argentina, por distintos motivos, el uso de una misma prenda se prolongue mucho más, la ropa producida bajo los preceptos del fast fashion nace inexorablemente efímera. Jeans que se rompen a los seis meses sin que haya mediado el desgaste, remeras que soportan un par de lavados antes de estirarse y tejidos que gestan pelotitas al primer invierno.
La velocidad de la moda actual alcanzó un vértigo inédito. «El fast fashion nos dice un montón sobre cómo consumimos y vivimos hoy, apurados, queriendo que todo sea inmediato. Las prácticas del vestir no escapan a esa lógica: las temporadas se acortan, hay microtendencias efímeras. Es una máquina que no para nunca», resume Daniela Lucena, socióloga especializada en moda e investigadora del Conicet.
Para la académica, este frenesí va más allá de la prenda deseada. «Las empresas entendieron muy bien que el deseo que moviliza es el del consumo y no el del objeto. Es decir, el deseo es consumir y no tanto el producto en sí. Además, una vez que se concreta, ya se está buscando otra cosa».
También hay otro deseo: el de desechar. «Eso genera un placer especial», explica la periodista especializada Lucía Levy, fundadora y directora del medio digital La curva de la moda, recordando al filósofo polaco Zygmunt Bauman en su libro Vida de consumo. Así es como nació una tendencia en redes sociales llamada decluttering: vaciar el armario y «librarse» de prendas, una práctica que tiene sentido solo si no es para hacer lugar a ropa nueva en cantidad similar.
La ansiedad consumista no es el único efecto del fast fashion. También está la homogeneización de estilos y, en consecuencia, la erosión de identidad. «La democratización de la moda, en teoría, nos permite a todos tener lo mismo, pero en la práctica nos uniforma», señala Carmen Asenjo, creadora de contenidos de moda y fundadora del blog Viva la Moda. Así, «se pierde la identidad regional y hasta la personal en pos de las mayores facturaciones de estas empresas, que cambian sus prendas todo el tiempo para vender más volumen», agrega.
Volvemos a la «McDonaldización»: la hamburguesa que tiene el mismo gusto en Buenos Aires o en Beijing ahora tiene su equivalente en la remera de Zara o el vestido de Shein, idénticos de México a Estocolmo. Lejos quedaron los tiempos en que comprar ropa era una suerte de acontecimiento o ritual. Levy recuerda: «Ibas a la tienda de ropa, tocabas las prendas, pensabas qué elegir y qué dejar. Hoy, tenemos la compra en el pulgar sobre la pantalla del celular. No podemos tocar el textil ni sentir el peso. Ni siquiera somos conscientes de que estamos comprando algo. Es la gamificación de la experiencia de compra».

Gamificación. Sin ver ni tocar las prendas, la experiencia de compra se asemeja a la de un videojuego.
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En la búsqueda de compensar la falta de presencialidad, hay infinitas guías en redes sociales para comprar ropa online. Explican cómo estimar talles, adivinar terminaciones y texturas, evitar estafas. Un intento siempre fallido: a distancia y sin ningún otro sentido más que el visual.
El espejismo de la elección en países como la Argentina tiene un costado particular. La ropa local suele ser más cara y con menos opciones de talles, lo que impulsa a muchas personas a comprar en plataformas extranjeras. Levy lo sintetiza: «Consumir éticamente hoy es un privilegio de clase. El suéter de cashmere que te asegura que el animal vivió libre te cuesta 500 dólares. No todo el mundo puede pagarlo».
La paradoja es que la ropa barata termina siendo carísima en otros sentidos: explotación laboral, contaminación de ríos, toneladas de residuos textiles que los países ricos exportan al sur global. El derrumbe del edificio Rana Plaza en Bangladesh, en 2013, sigue siendo un recordatorio brutal de esas consecuencias. Pero no hace falta ir tan lejos: en Flores, un taller ilegal de confección se incendió dos años después y dos niños de 7 y 10 años murieron asfixiados, una tragedia punta del iceberg de una parte de la industria local.
«Para que la máquina del fast fashion funcione, hay que preguntarse quiénes la hacen funcionar –destaca Lucena–. Implica gente trabajando en condiciones muy precarias, cobrando muy poco, en fábricas que no cumplen con lo básico, donde no se respetan derechos e incluso a veces hay esclavización. Esos empleados generalmente están del otro lado del mundo, aunque también los tenemos cerca».
Las alternativas existen, aunque aún tienen poco espacio. Mercados de segunda mano, fiestas de intercambio de ropa (swap parties), marcas locales de producción limitada o diseño regenerativo. Para Levy, el futuro puede estar en una redefinición del lujo, que «cada vez se posiciona más cerca de lo sustentable». «Es clave volver deseable el consumo lento, que se masifique esa idea. Ojalá eso tenga un efecto derrame hacia abajo», espera.
Asenjo coincide en que se trata, sobre todo, de un cambio cultural: «Lo primero es cuestionar nuestros hábitos de consumo. Educarse en calidad, valorar lo local y construir un estilo personal. Si yo sé quién soy y qué me gusta, es más difícil que me convenzan con diez avisos publicitarios por día».
La pregunta ahora es si podremos desaprender esa lógica. Y, en caso afirmativo, si esa voluntad alcanza. Porque, más que actitudes individuales, hace falta un esfuerzo sistémico que visibilice la cadena de producción y genere conciencia sobre lo que hay en juego en cada prenda.
«Lo sostenible es deseable, nadie lo discute. Pero hay que preguntarse si el modelo económico en el que vivimos es compatible con esa idea de sostenibilidad. El capitalismo como funciona hoy se basa en el crecimiento constante, en producir y vender más cada año, y eso por definición choca con cualquier límite ecológico sostenible –concluye Lucena–. No alcanza con elegir un producto más verde: hacen falta políticas, regulaciones y quizás repensar las reglas mismas del juego económico».