14 de septiembre de 2025
A partir del capital simbólico obtenido con sus colectas para beneficiarios aleatorios, el influencer se prueba el traje de conductor en un programa de entretenimiento que no levanta vuelo.

Apuesta. Uno de los participantes junto a Maratea, el conductor del ciclo.
Dejen todo, llegó Santiago Maratea, en viraje veloz del jean raído al esmoquin caro, todavía flojito en la explicación de en qué consiste el juego de Trato hecho. A fuerza de repetición, se sabe: hay que adivinar cuánto dinero hay en un maletín y, de lograrlo, el participante cumplirá su sueño impoluto, probo, a tono con las misiones solidarias del recolector de donaciones que hizo feliz, tiempo atrás, a la masa argenta. Con nosotros, la flamante adquisición de una TV que convoca a ídolos del streaming para verlos y dejarlos caer en un interminable devenir de balbuceos y distanciamiento irónico, que le producen risa nerviosa a Santi, ante el sufrimiento de un participante al que le mataron al padre. Luego, su «lo lamento» suena falto de compasión.
«Eh, Patricio, qué cadenita; pesa ese cuello», le lanza el rubio de San Isidro a la barra que acompaña al participante, desde la tribuna, entre el sarcasmo ante la poca cosa que el pueblo ostenta como joya y su proclama dadivosa siempre con dinero de los otros. Ante el personaje de «la Banca» que –encargada de ofertar valores engañosos ante participantes en una mala racha de números y maletines– siempre produce efectos ponzoñosos, Santi es mediador confianzudo que habla por teléfono al estilo de los monólogos de Carlitos Perciavalle: encarna la argucia especulativa. ¿Se puede ser aliado del pueblo y, al mismo tiempo, portavoz del verdugo? Sí, eso encarna Santi entre el amplio arcón de las imágenes identificables del espectro social.
En este circo regenteado por un principito de ojos claros, derrochón, los extras –los de toda la vida en las tribunas del viejo canal 9, los antiguos reidores, los cazadores de bolos– son los que más se lucen en el estudio de techos altos y brillos. Cada uno representa a un maletín y va revelando el enigma de cuánto dinero contiene, de manera dosificada, en la medida en que son elegidos por el participante. Los extras se juegan la vida en su show de 30 segundos: exageran sus mohines, le dan fuerza al posible perdedor, se ganan unos segundos más de cámara con una buena réplica a un parlamento del influencer devenido conductor.
Como Alex Caniggia, como Homero Pettinato, Santi peca de poco empático, canchero y demasiado «out pueblo». Tampoco se presenta como una figura para admirar, es apenas «el loquito redimido por las colectas», al sentir de la masa que hoy lo mira en otro rol más asentado, aunque sin el sprit transparent de Manu Lozano, de la Fundación Sí. Todo lo que llega de Instagram, donde nació, huele a cáscara vacía, como esos maletines que deberían encerrar fresca y suculenta plata real, pero que al abrirse enseñan pintarrajeados cartoncitos pero nunca cash.
Mediador con los despachos del poder, aquí desempeña su mejor papel, desde el principio, falto de gracia o aura especial, a puro cliché estético: se hizo un lugar como encarnación del negocio repentino y jugoso, con aire a whitebrushin («responsabilidad social corporativa», en castellano) que a las empresas tanto les gusta. Y, por esa razón, lo llevaron de acá para allá: tuvo cartel estelar en cada nuevo encuentro itinerante de emprendedores que, como él, solo sueñan con ese acumulativo poder de dar felicidad… con un porcentaje para el bolsillo del dadivoso mediático, «como corresponde». Lo destacable es que no se le cayeron los anillos cuando confesó que sí, que claro, que a quién se le puede ocurrir que no sería así, revelando que parte del amoroso dar de los depositantes iba a su «merecido» sueldo como gestor en ese asunto de las campañas para beneficiarios aleatorios.
Tribuna argenta
La Argentina da para todo, y tras breve silencio y desintoxicación, más tuneado y musculoso, sin el aire ocre de los días a puro encierro, fumando, Santi reaparece como un señor conductor de traje y corbata, con halo vintage y el doble rol mencionado, que le dan impronta propia precoz, a poco del debut. Promotor de una timba pasada por pintura blanca naif: solo aquí, ante esta metáfora, no hay nada más edificante que apostar a tener más, con el eco de fondo de la voz de Santi, cual promotor maníaco, pintando inciertos panoramas de optimismo, si su participante parlado le hace caso y toma el riesgo de ir por más plata. Todo en Trato hecho es tensar más la cuerda de la esperanza y, cuando en instantes el castillo se derrumbe, sudará adrenalina la tribuna argenta acostumbrada a mayores pérdidas, atracos y cuentas vacías.
Hueco adalid de una justicia social en pos del individuo aislado; militante de la reparación siempre y cuando sea a título de excepción, Santi es la hipócrita redención de una teleplatea ávida de sentidos de expiación; ahí le calza perfecto el nuevo rostro del apoyo interpares, a expensas de que la ayuda siempre esté al límite de escurrírseles de entre las manos «por una mala decisión». Y mientras ruge el circo endorfínico, Santi finge tristeza pero le vibra el pulso de la excitación, con visible temblor físico.
En su decir, también hay un problema. Santi, tal vez, sea la prueba de que todavía vale más de dos pesos con cincuenta el antiguo oficio de «presentador» del formato de entretenimiento, legado que portan sin la misma eficiencia de los años 60-80, pero con mayor decoro que Santi, los jóvenes de hoy como Chino Leunis o Guido Kaczka. Santi, en cambio, carraspea con su voz ronca; separa demasiado las sílabas y, pecado mayor, es monocorde: no entona, no subraya, no enfatiza. No logra acelerar, creérsela, sin una décima de esa locura eufórica que atravesaba Seis para triunfar o Tiempo de siembra. Por contraste, el entretenimiento del hoy es tan anodino como falto de mérito, donde la hazaña consiste en acertarle a una ruleta, y a un valor predestinado en el maletín que le asignan, con un margen de maniobra tan escaso como el «ser participante» en la pantalla degradada: formato extranjero para consumo rápido e imágenes del ansia irredimible de «salvarse».