4 de octubre de 2025
Mario Flores (Tartagal, Salta, 1990) es escritor y editor. Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y Diosas mutantes (2024), y los libros de poemas Cuando llegue el fin de los tiempos (2017) y Ceremonia del fuego (2024). Recibió el Premio Literario Provincial de Salta (2018 y 2023) y la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes.

No sabe si está soñando. Dos columnas de humo negro se alzan en medio de la tarde y dibujan señales imposibles de descifrar. Hay olor a carne asada, a sacrificio humano, a muerte que quedará en la nada.
Donde hay humo hay asado, dicen los trogloditas. Pero en realidad donde hay humo hay una niña enfurecida con el novio de su madre por haberla violado y quema la casa a modo de venganza.
Ya la tratan de incendiaria, de criminal y asesina, la madre le pega cachetadas apenas llega a la casa o lo que queda de ella. Es una prefabricada en el límite de la finca Yariguarendá, donde se asoman los cerros pelados que ahora ostentan un follaje de basura.
Los vecinos salen a ver. Qué hiciste, hija de puta, le grita la madre. Más cachetadas. La niña permanece impertérrita: el silencio es la primera estrofa en una canción hecha de enigmas. El hogar envuelto en llamas y, ahí adentro, la siesta de un viejo ya convertido en cenizas.
Había quedado cansado después de esa merienda tan rica que una siesta le vendría bien. Dormir desnudos y abrazados, con la hija de su pareja que todavía no llegó del trabajo, burlar el calor como tantas otras tardes, fingir la búsqueda de un paraíso vedado.
Ella recorre suavemente con sus dedos las manos del monstruo: las venas oscuras y levantadas, ¿llevan sangre o qué sustancia viscosa de monstruo? Se levanta con cautela, busca el tacho de kerosene.
Los vecinos no salen a ver cuando ella grita de dolor y horror, porque eso es cosa privada, pero sí salen a ver cuando el aura sofocante del incendio se mezcla con el aroma a pan casero. Humareda que tiñe el día de negro: ella se queda en la vereda de enfrente, contemplando su obra. Imagina que el novio de su madre sigue durmiendo tranquilo, que no alcanza a pegar un grito porque ya es demasiado tarde.
Qué hiciste, qué hiciste, le sigue gritando la madre. Los vecinos le dicen que se calme, que seguro fue un accidente, que no le pegue así a la nena, que vamos a hacer una campaña solidaria para que recuperen algo de lo perdido, que con Yaguareca ya no se puede hacer nada, que brille para él la luz que no tiene fin.
Todo el día limpiando la mierda del culo de un montón de viejos con mis propias manos para que vos vengas a hacerme esto, le dice la madre. Los vecinos corren de acá para allá con baldes de agua, mangueras de jardín, paleando arena. No con el propósito de salvar algo, sino por el temor de que el fuego insaciable se extienda a otras casuchas.
Nadie llama a la policía ni a los bomberos. Los bomberos se presentan porque sí, porque ven las columnas de humo negro ascendiendo en el cielo límpido de la primavera, pero cuando llegan al sitio ya no hay nada que salvar. Dicen ser héroes.
Primero roció las paredes de madera, enjuagó en combustible la ropa suya, la ropa de su madre y la ropa del monstruo, luego dejó el tacho de kerosene debajo de la cama donde el monstruo dormía con la pija flácida el sueño reparador de tanta compulsión, de tanta embestida. Tomó una cajita de fósforos y, como si fuera un juego de año nuevo, fue encendiéndolos y tirándolos uno a uno, en distintos rincones. Salió apurada para llegar a tiempo a la calle. Y miró.
Pasaron la noche en el hogar de ancianos. La Marisa le tiró un colchón viejo en la cocina, el mismo donde dormían unos perros que de la calle habían pasado a ser del geriátrico hacía tiempo, nadie recordaba muy bien cuánto, y durmió unas horas entre pelos y garrapatas secas. Soñó con Yaguareca y con el incendio. La Marisa no durmió, y pasó la madrugada llorando y repasando el incidente con la enfermera del turno noche. Esta hija de puta, decía a cada rato. Mirá lo que hizo, nos dejó sin nada, sollozaba.
Entonces vos sabías, le decía la compañera y automáticamente se cortaba todo diálogo porque no había respuesta ante algo que no era una pregunta. Hicieron juntas la ronda de madrugada, cambiando sueros y pañales, limpiando con trapos húmedos las costras de excremento en una palangana de agua tibia mezclada con lágrimas. La Marisa trabajó horas extras para tener algo que comer a la mañana siguiente. Cuando pasaba por la cocina y veía a su hija durmiendo en el suelo, le pateaba el colchón como quien se tropieza con una bolsa de residuos.
Esa noche, la Marisa no quiso atender al viejo de la cama trece, don Salva, que la esperaba con los ojos abiertos. Cuando la vio pasar entre la luz tenue del velador, se destapó corriendo la sábana a un costado, mostrándole el pene triste de ochenta y pico que la aguardaba con la ilusión cotidiana del vacío mundano. Esta noche no, Salvita, le dijo tragándose los mocos. Él estiró la mano para abrir el cajón de la mesita de noche, sacó dos billetes de mil pesos y los hizo temblar en medio de la oscuridad.
La Marisa masajeó el glande del viejo hasta que su miembro adquirió cierta rigidez, lo masturbó unos minutos, alcanzó a sentir una mucosidad tibia entre los dedos y bajó la cabeza para llorar. Qué pasa, le preguntó el anciano. Me quemaron la casa, respondió. Don Salva abrió grandes los ojos en señal de sorpresa, para saber más, porque en el hogar no les permitían ver noticias debido a que cada titular podía equivaler a un infarto, pero ella solo atinó a inclinarse, se metió el pene del viejo en la boca y tragó lo que éste tenía para hacerle tragar.
Yaguareca la había llevado de cacería con unos amigos. Pero ese día no habían cazado nada, ni conejo ni cuises, ni siquiera una triste pava de monte. Decían que la culpa era del perro, que ya no rastreaba ni obedecía las órdenes después de cada disparo. Este perro de mierda, renegaba Yaguareca, y le apuntó con la escopeta para ultimarlo. Animal inútil merece que lo caguen a tiros. Pará pará, boludo, no ves que está la changuita, le decían los amigos. Y Yaguareca se vio a sí mismo empuñando el arma para masacrar al perro con el que la hija de su pareja se había encariñado. Bajó la escopeta: «No tenés que hacerle cariño al perro, no ves que después se amansa, ya no nos sirve». Acamparon cerca del mirador y esa noche, entre la frondosidad de la madrugada estrellada, le tapó la boca con una mano mientras se encimaba sobre su cuerpo tembleque de terror.
A la mañana siguiente, al emprender el camino de regreso a la finca Yariguarendá, con las escopetas en silencio, sin presas ni orgullo, ella daba un paso detrás de otro y estaba a punto de quebrarse en dos, como una corteza seca en la que se hundió un hacha. Bajando el cerro, sus ojos se encontraron con el perro colgado de un alambre.
Don Salva le pregunta a la Marisa si está segura de que su propia hija, carne de su carne, sangre de su sangre, fue la que prendió fuego la casa. Ella le dice que claro, que cómo no va a estar segura si la pendeja es una hija de mil puta, primero le quita el macho y después le quita el hogar por el que estuvo trabajando tantos años: el ensayo constante de una construcción siempre incompleta.
Se despierta en medio de la noche, recordando el sueño de aquella cacería, aquel sendero lleno de tártagos y ortiguillas donde la desfloración se le repetía incesante con el mismo puntazo eléctrico en la frente, y piensa que si estaba soñando con perros colgados con alambre habría sido por estar durmiendo en un colchón de perros. Una vez que sus ojos se acostumbran a la oscuridad de la cocina del hogar de ancianos los ve: dos perros acurrucados a sus pies, reconociendo su cucha. La intrusa es ella.
Recorre los pasillos del geriátrico. Respiraciones jadeantes, ataques de tos, sueros goteando, flatulencias llorosas, desesperados rezos del rosario. Diez, once, doce. Muchos viejos, muchas viejas, todos solos, esperando la muerte.
Cuando pasa por la pieza número trece alcanza a ver a su madre, sentada en la orilla de la cama, la cabeza hundida en la entrepierna de un viejo que permanece boquiabierto. Primero piensa que está muerto, pero sigue viendo. Escucha las arcadas de su madre, que se levanta y con una mano sigue haciéndole la paja al viejo. Dale, Salvita, dale. Un minuto después, el viejo lanza un gemido patético, su madre se limpia las manos con la sábana y se la pasa por la boca. Los observa desde el pasillo.
Qué hacés levantada.
No puedo dormir.
Acostate igual, aquí no hay que andar paseando, estamos trabajando nosotras.
Puta.
La enfermera de la noche la encuentra llorando en la cocina, tirada en el colchón sucio de los perros. Pero en silencio. No sabe si está soñando.