3 de octubre de 2025
Creían haber planeado una «vendetta» perfecta, sin detalles librados al azar, pero dejaron todo tipo de huellas. La verdadera historia de los principales sospechosos de un triple femicidio que conmovió al país.

El final de una fuga. Pequeño J fue detenido en la localidad peruana de Pucusana.
Por seis días, el peruano Tony Janzen Valverde Victoriano (a) «Pequeño J», y su ladero porteño, Matías Ozorio, tuvieron el dudoso mérito de convertirse en los prófugos más buscados de Argentina y Perú.
El primero está sospechado de ser el autor intelectual del triple femicidio de Brenda Verdi, Morena del Castillo y Lara Gutiérrez, martirizadas hasta morir en el contexto de, según se dice, una venganza mafiosa. Y al otro se le atribuye su presunta autoría material, junto con otros cómplices.
Lo cierto es que ambos no tardaron en poner los pies en polvorosa a través de un periplo que, por separado, los llevó hacia el país de los incas.
Ya se sabe que, el 29 de septiembre, Ozorio fue detenido en la ciudad de Lima por una comisión mixta de la Policía Nacional de Perú y la Bonaerense. Y que, entonces, uno de sus captores, haciéndose pasar por él, logró atraer por vía telefónica a Pequeño J a una cita falsa. Aquella celada fue su perdición; así fue ubicado en un camión que circulaba por la autopista Panamericana del Sur, a 70 kilómetros del centro limeño.
Horas después, cuando aquel dúo, ya esposado, era conducido a una sede policial, Pequeño J se volteó hacia los cronistas que cubrían la escena para proclamar a voz de cuello:
–¡Soy inocente! No tuve nada que ver! Tienen que encontrar al culpable.
Su tono era desafiante.
La biografía de este muchacho de apenas 20 años, con rostro mofletudo, flequillo infantil y mirada gélida, parece labrada con fragmentos que no encajan entre sí; piezas de un relato que sugieren un escalafón criminal algo exagerado, y que, no obstante, la prensa insiste en sostener. Es que al tipo le endilgan nada menos que el control del narcotráfico en la villa 1-11-14 del Bajo Flores, y en la 21-24, situada entre Barracas y Nueva Pompeya. ¿No será demasiado?
Pues bien, he aquí su verdadera historia.
Música andina
Se podría afirmar que en el origen de su existencia hubo un hecho providencial enlazado al séptimo arte: la película Scarface (1983), de Brian de Palma, cuyo argumento gira en torno a la epopeya de Tony Montana, un inmigrante cubano que en los Estados Unidos pasa a ser un capo del narcotráfico.
Fue diez años después de su estreno cuando un adolescente de 14 años afincado en un barrio del distrito La Esperanza de la ciudad Trujillo, la vio por TV, quedando muy impactado por el personaje, quien no solo se convirtió en su ídolo sino también en ejemplo de vida y modelo de poder.
Su nombre: Janhzen Valverde Rodríguez.
En 2005, a los 26 años, ya casado con Yuliana Victoriano, engendró a su primogénito, quien fue bautizado Tony, en homenaje al Montana de la ficción.
Además, aquel hombre tenía a un héroe de carne y hueso a quien emular: el jefe del Cártel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, cuyas fotografías subía a su muro de Facebook. Allí, él se identificaba con solo tres palabras: «Bandido para siempre».
Janhzen era un sujeto muy responsable de sus obligaciones. En el plano laboral, se había sumado a la banda Los Injertos de Nuevo Jerusalén, una de los tres «orgas» criminales que operaban en Trujillo.
Allí demostró ser diligente en las tareas que se le encomendaban, aunque sin ocultar su ambición por ascender en su escala jerárquica.
Cabe destacar que no era el único miembro de su familia que se dedicaba a esta actividad –diríase– corporativa.
Claro que los antecedentes al respecto eran algo macabros.
Manuel y Luis, los dos tíos paternos de Tony, también formaban parte de aquella falange delictiva.

Autor material. Una comisión de las policías peruana y bonaerense detuvo a Ozorio en Lima.
Foto: captura
Corría la madrugada del 13 de julio de 2012 cuando José Sánchez Díaz, un alto dignatario de El Gran Marqués, otra de las mafias que actuaban en La Esperanza, emergía, algo ebrio, de un cabaret para encaminarse hacia su hogar.
Jamás llegaría. En el trayecto lo acribillaron a balazos.
Aquel viernes no se habló de otra cosa en las callejuelas del barrio Nueva Indoamérica, donde había ocurrido aquella «boleta».
No sin un dejo de orgullo, Janhzen le confió a su hijo que el tío Manuel (a) «Chuman», había sido el gatillero.
Por entonces, Tony tenía siete primaveras.
Casi al año, Luis (a) «Serracho» –su tío preferido– fue arrestado por otro ajuste de cuentas cometido días antes en perjuicio del abogado Santiago Padilla, quien, al parecer, no había realizado correctamente cierta defensa. Aquel asunto afectó sensiblemente al clan familiar.
Por entonces, Tony tenía ocho primaveras.
Ya el 16 de noviembre de 2018, Santos López Guevara, quien reportaba a las huestes de El Gran Marqués, fue despenado con una ráfaga de subfusil.
La réplica no se hizo esperar.
Exactamente al mes, Janhzen salía de su vivienda, situada en la calle Las Acacias cuando se le cruzó un individuo que, quizás él, llegó a reconocer.
Era Wilder Lara Chávez, primo del finado López Guevara. Y portaba una pistola Glock. Janhzen quedó tendido en la vereda con un agujero entre los ojos.
Por entonces, Tony tenía 13 primaveras. Y supo escribir en su cuenta de Facebook: «Te prometo, padre, que esto no va a quedar así; porque si nadie hace nada, yo mismo lo hago con pana y elegancia».
Tierra de promisión
Se cree que Pequeño J ingresó a la Argentina en algún momento de 2024. Sin embargo, en Migraciones no hay ninguna constancia al respecto.
Todo indica que no tardó en cruzarse con Ozorio. Bien vale reparar en él.
Según el testimonio de una tía por TV, este joven, «un libertario fanático» –según ella–, se hizo echar de su trabajo en el Hospital Italiano «para invertir la indemnización en criptomonedas».
En resumen, fue uno de los damnificados por el affaire $Libra. Y por eso las deudas le llegaban hasta el cuello.
Así fue que, de la mano de Pequeño J, ingresó a la villa 1-11-14 como su hombre de confianza para salir otra vez a flote. Vueltas de la vida.
Ahora bien, ¿allí el rol del joven peruano en el tráfico de drogas era tan esplendoroso como llegaron a deslizar algunos medios?
No hay duda de que él trabajaba a tal fin, aunque sin lograrlo.
Hubo un tiempo remoto en que los reyes de tales asentamientos eran sus compatriotas Marco Antonio Estrada y Rutilo Mariños (a) «Ruti». Pero, después de caer ambos tras las rejas durante la primera década del siglo, los negocios non sanctos de esos sitios quedaron atomizados en pequeñas patotas de dealers que aún hoy se disputan el territorio. Tal es la realidad que impera allí.
En este juego sangriento entre la oferta y la demanda, la del Pequeño J es apenas una de las bandas más modestas. Pero con ínfulas.
En este punto, hay que reconocer que él heredó la megalomanía paterna.
¿Acaso eso quizás explica su pulsión por aplicar un disciplinamiento tan espeluznante como el del triple femicidio? Quién lo sabe.
En cambio, no hay dudas acerca de su precariedad operativa.
Porque él suponía haber planeado una «vendetta» perfecta, sin detalles librados al azar. Pero, en rigor, dejó todas sus huellas, al no considerar siquiera las cámaras callejeras ni las antenas de la telefonía celular. Algo elemental.
De manera que esclarecer el caso fue cuestión de días.
La leyenda del tocayo de Scarface había concluido antes de empezar.