11 de octubre de 2025
96 personas murieron luego de recibir fentanilo contaminado, en un desastre sanitario sin precedentes en el país. El doloroso testimonio de familiares de las víctimas y el recuerdo de esas vidas truncadas por el abandono estatal.

Retratos. Daniel Oviedo, Leonel Ayala y Oscar Álvarez murieron tras recibir el medicamento infectado con bacterias ultrarresistentes.
No fue un error aislado ni un accidente fortuito: lo que ocurrió con las ampollas de fentanilo contaminadas es una tragedia sanitaria que expuso las grietas más profundas del sistema de salud argentino. En pocos meses, 96 personas murieron luego de recibir un medicamento infectado con bacterias ultrarresistentes. La Justicia investiga la responsabilidad de los laboratorios HLB Pharma Group y Ramallo, señalados por haber distribuido más de 300.000 dosis en al menos 118 hospitales del país.
El escándalo dejó en evidencia las políticas del Gobierno de Javier Milei: la combinación de desregulación y recortes se convirtió en un cóctel mortal. La motosierra libertaria impactó de lleno en los organismos de control. Durante esta gestión, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) sufrió los impactos del ajuste. «ANMAT está desbordada, prácticamente fuera de control. Hoy, apenas siete profesionales deben inspeccionar más de 300 laboratorios en todo el país. Además, desmantelaron el laboratorio de microbiología del organismo, donde se realizan los análisis y controles de medicamentos y alimentos. Desde el inicio de la gestión de La Libertad Avanza, cerca de 100 trabajadores renunciaron por los bajos salarios», dice a Acción Flavio Vergara, técnico virólogo del Malbrán y coordinador de Salud, Ciencia y Técnica de la Asociación de Trabajadores del Estdo (ATE) Nacional.
En 2024, el Centro de Economía Política Argentina (CEPA) publicó un informe que expuso la magnitud del desmantelamiento en salud: recortes del 69% en la Superintendencia de Servicios de Salud, del 21% en la ANMAT y del 17% en la Agencia Nacional de Discapacidad.
Las cifras estremecen, pero detrás de cada número hay un nombre, un rostro y un proyecto de vida que quedó interrumpido. Vidas cotidianas, como las de cualquiera, quebradas por la desidia y la falta de control estatal. Aquí, tres de esos relatos que le dan dimensión a un desastre que todavía sangra en silencio.

Música y letra. Leonel Ayala licenciado en Educación y profesor. Tenía 32 años.
El docente que soñaba con ser ministro de Educación.
Leonel Ayala era licenciado en Educación y profesor de música. En los almuerzos de los sábados, le contaba a su hermano Alejandro que soñaba con ser ministro de Educación: quería transformar el sistema desde adentro. En las largas sobremesas explicaba con entusiasmo sus proyectos y las políticas públicas inclusivas que imaginaba para revolucionar la enseñanza.
Daba clases en barrios muy vulnerables y, muchas veces, ponía dinero de su propio bolsillo para comprar instrumentos o materiales para sus alumnos. Con 32 años, tras superar exigentes pruebas de selección, fue nombrado inspector de Educación. El 5 de marzo de 2025, día de inicio de clases, asumía en su nuevo cargo: tendría bajo su responsabilidad la gestión de 250 escuelas en el sur del conurbano bonaerense.
Aquella mañana amaneció con un dolor agudo en la vesícula. Como era un hombre sano, sin antecedentes médicos, decidió ir a la Clínica de Ranelagh para un chequeo de rutina. «Le hicieron estudios y resultó que tenía pancreatitis biliar. Antes del alta, le hicieron una endoscopía, en esa práctica le perforaron el duodeno. De estar perfecto, terminó en terapia intensiva y fue derivado al Hospital Italiano de La Plata. Luego de cirugías y tratamientos, el 7 de abril empezó con fiebre alta, palidez, dificultad para respirar e hinchazón», dice Alejandro a Acción.
El 12 de abril, bajo la luna llena, y tras un mes y siete días de internación, Leonel murió. La investigación reveló que en el Hospital Italiano le administraron ampollas de la marca HBL Pharma, del lote 31.202. Su nombre aparece en la lista de las víctimas del fentanilo adulterado.
Leonel y Alejandro crecieron en una casa humilde en Florencio Varela. Sus padres se las ingeniaban para alimentar a sus siete hijos. Sin dinero para juguetes, los hermanos Ayala inventaban los suyos: palos de golf y cosían pelotas de cuero con restos de las curtiembres del barrio.
Leonel tenía una habilidad extraordinaria para la música y tocaba el contrabajo. Una anécdota lo retrata de cuerpo entero: a los 19 años se preparó durante meses para una audición. Pasaba horas estudiando partituras y ensayando melodías. Una semana antes del examen, la tapa de su contrabajo se rompió de un golpe. Lejos de rendirse, tapó el agujero con un trapo, lo cargó en el colectivo y se presentó igual. Parado en el escenario, frente a los jueces, tocó como un profesional. Tras aprobar, uno de ellos le preguntó por qué el instrumento vibraba tanto. Leonel sonrió nervioso, dio vuelta el contrabajo y mostró el parche improvisado.

En familia. Oscar Álvarez, su esposa María y su única hija, Clarisa.
El chofer de ambulancia que amaba a su familia
Oscar Álvarez nació en Villa Ángela, Chaco. Tuvo una infancia marcada por la pobreza. Desde muy chico, él y sus siete hermanos aprendieron a arreglárselas solos para sobrevivir al abandono de sus padres. A los 19 años se puso de novio con María; poco después se casaron y tuvieron a su única hija, Clarisa. Por la crisis social y económica, en el 2000 debieron dejar Monte Caseros, Corrientes, y mudarse a La Plata.
Dedicó su vida a ser chofer de ambulancia, un oficio que amaba. Siempre se anotaba en cursos de capacitación. Con 69 años y jubilado, Oscar disfrutaba del tiempo libre con una vitalidad admirable. No fumaba ni tomaba alcohol, lo que le permitía mantenerse en excelente estado físico. Los fines de semana solía andar en bicicleta con su hija: pedaleaban desde La Plata hasta Ignacio Correas. Otras veces iba a pescar con sus amigos a Chajarí, Entre Ríos. Oscar aprovechaba esas escapadas para comprar cajones de naranjas de jugo, según él, las más ricas de Argentina.
Cada sábado visitaba a Clarisa: llevaba bizcochos para el mate y jugaba con Lola, su Golden Retriever. Clarisa recuerda como si lo estuviera viendo el día que su padre apareció en su casa con una perra. Era la mascota de una señora que habían trasladado en ambulancia a un hogar de ancianos. Como la familia de la paciente no quiso hacerse cargo, Oscar decidió adoptarla y la llamó Mili.
El jueves 6 de febrero de 2025, Oscar fue al Hospital Italiano porque se sentía descompuesto. Pensó que se había empachado con las tortas fritas que había comido, pero en realidad estaba sufriendo un infarto. Lo operaron de urgencia y le colocaron dos stents. La recuperación parecía ir bien: tomaba sopa, comía gelatina y esperaba ansioso el alta.
De un día para el otro, su cuadro se complicó: neumonía bilateral, fiebre altísima, hemorragias y un cuerpo que comenzó a hincharse. «Nadie nos decía nada», cuenta Clarisa. El 12 de abril de 2025, diez minutos después de la muerte de Leonel Ayala, Oscar falleció.
Cuando la causa de fentanilo salió a la luz, Clarisa pidió la historia clínica de su padre, Leyó atenta las 600 páginas del informe. En un hemocultivo se detectó la presencia de la bacteria Klebsiella pneumoniae. «Me arrancaron la mitad de mi vida. Extraño sus abrazos y su contención», dice conmovida.

Platense y pincharratas. Daniel Oviedo manejaba el taxi de su papá y se estaba construyendo su casa.
Daniel Oviedo, el hincha fanático de Estudiantes de La Plata
Por un problema renal, Daniel Oviedo debía dializarse tres veces por semana. Durante las cuatro horas de tratamiento miraba videos de Estudiantes de La Plata, el club de sus amores. Revivía cada gol, cada gambeta y cada triunfo del Pincha como si fuera la primera vez. Era tan fanático que, más de una vez, le rogó a los médicos que interrumpieran la diálisis para poder ir a la cancha.
Manejaba el taxi de su papá y, con lo que ganaba, se estaba construyendo su casa. Solo le faltaban las chapas para terminar una parte del techo. Los fines de semana los pasaba en familia: almorzaban milanesas a la napolitana con puré o fideos caseros que amasaba Sandra, su mamá.
La madrugada del 25 de febrero, Daniel se descompuso. Era común que, en los días previos a la diálisis, retuviera líquidos y a veces sufriera edemas de pulmón. Lo llevaron de urgencia al Hospital Italiano de La Plata, su centro de referencia. «Estaba perdido, con falta de aire y mucha ansiedad. Tenía miedo de morir. Le diagnosticaron neumonía», recuerda Sandra Altamirano.
Con una dramática rapidez, su salud empeoró y lo trasladaron a terapia intensiva. Luego vinieron los paros cardíacos, la respiración artificial, la traqueotomía, las erupciones de piel, la fiebre altísima, el cuerpo hinchado, las infecciones y las cirugías. Tras casi tres meses de padecimiento, el 17 de mayo Daniel falleció. En su historia clínica aparece fentanilo HBL Pharma, lote 31.202.
«Nos rompieron la familia, nos destrozaron la vida. Después de su muerte empecé tratamiento psicológico y psiquiátrico; necesito medicación para poder soportar este dolor», dice Sandra, que no encuentra consuelo.
Las historias de Leonel, Oscar y Daniel son apenas una muestra de lo que ocurrió en decenas de hospitales del país. Detrás de las estadísticas, lo que queda son vidas interrumpidas y un duelo colectivo que todavía busca respuestas.