Aunque en nuestro país la pobreza se ha convertido en una condición estructural, su alcance se profundiza en el actual contexto de deterioro social y económico. Lejos de las teorías y los índices, millones de argentinos viven situaciones cotidianas marcadas por la precariedad y las carencias.
11 de julio de 2018
(Jorge Aloy)
E l Barrio Las Flores no es ni muy grande ni muy viejo. Tampoco se sabe muy bien a qué partido pertenece, porque aunque la geografía lo quiso al este de la avenida de los Constituyentes, del lado de Florida, este ramillete de casas y pequeños monoblocks escondido entre depósitos y galpones en la provincia de Buenos Aires decididamente parece acercarse más a una postal típica del cordón fabril de San Martín. Ahí, frente a un enorme playón, que alguna vez fue una metalúrgica y que hoy no se sabe muy bien qué es, viven Ángela y Emilio. Ella, de cara redonda y unos 30 años curtidos. Él, Pitu como todos lo conocen, con una historia de adicciones y muchas idas y vueltas. Ya llevan unos 20 años juntos, cuatro hijos y un nieto, y todas las tardes abren las puertas de su casa para darle la merienda a los pibes de la cuadra. No importa que llueva o sople un viento helado. Todos reciben su factura y mate cocido.
–Así los tenemos adentro y no están dando vueltas afuera. Mi vieja siempre fue de puertas abiertas. No te dabas cuenta y en casa éramos veinte comiendo tortas fritas.
Pitu habla del pasado con una sonrisa. Con cada cosa que recuerda, la madre, la canchita del Club Loyola… Pero cuando se le pregunta por el futuro la mirada se le vuelve tiesa, gris.
–El otro día la más grande me dijo que para qué iba a estudiar, si siempre vamos a estar en lo mismo.
Y ahí, en ese patio, bajo la tarde de un otoño frío e inhabitado, sin darse cuenta Pitu improvisa una de las definiciones más acabadas de lo que es la pobreza. Mientras cada gobierno promete hacerla desaparecer y los economistas y sociólogos se esfuerzan por analizarla y entenderla, la resume en esa sentencia, como aquello que, sencillamente, se repite y no se puede evitar.
Definiciones
En Argentina hay más de unas 13 millones de personas pobres. Así lo señala el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina publicado en diciembre del año pasado. Para el INDEC, la cifra ronda los 11 millones. Tal es el dato que dio a conocer hace tan solo unos meses, tomando como parámetro los ingresos que una familia necesita para comprar un kilo de manzanas o una docena de huevos o aquellas cosas que un grupo de estadistas consideró que son imprescindibles y las hizo formar parte de lo que bautizaron con el nombre de «canasta básica».
Claro, no es la única forma de medir la pobreza, ni de pensarla.
Unicef, por ejemplo, publicó el año pasado un informe donde, a partir de un relevamiento realizado entre 2011 y 2012 y los valores obtenidos en la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del segundo trimestre de 2015, revela que un 20% de la población infantil en nuestro país no es pobre por ingresos pero sí por dimensiones no monetarias, como por ejemplo, la privación de lo que podría denominarse un ambiente libre de violencia verbal y física.
Emilio y Ángela. Todas las tardes ofrecen una merienda a los chicos del barrio. (Horacio Paone)
En esta misma dirección, el economista Luis Alberto Beccaria realizó una caracterización histórica de los distintos factores que han intervenido en el crecimiento de la pobreza durante los últimos 40 años. Es de esta forma como, según Beccaria, mientras en la década del 70 la pobreza aumentó por la baja del ingreso, en los 80 fue por una combinación del deterioro salarial y de las condiciones laborales. El trabajo traza un escenario dramático: del 5% registrado en el período inicial subió a un pico en 2002, donde alcanzó casi a la mitad de la población, y llegó a un 30% en 2006, manteniéndose actualmente en un valor similar. La conclusión, en este sentido, es aún más pesimista, si se toma en cuenta que expone cómo en 40 años la pobreza se ha convertido en una condición estructural que, a pesar de algunas mejoras en el mercado de empleo y acceso al consumo, se mantiene en valores similares.
Las preguntas, entonces, resultan tan numerosas como inevitables. ¿Es la pobreza un fenómeno posible de erradicar? ¿Cuáles han sido las consecuencias que tuvo el crecimiento económico que comenzó a protagonizarse después de 2005 y su incidencia real en las poblaciones más pobres? Y, en todo caso, ¿qué significa hoy ser pobre en Argentina? ¿Qué significará serlo en el mediano plazo, en un contexto marcado por un creciente deterioro social y económico?
Disconformidad estructural
Dicen que se hizo sociólogo por un mandato de familia. Pero cuando se le pregunta a Pablo Semán por qué se interesó en el estudio de los sectores marginales y la cultura popular, es tácito: «Cuando me recibí, me di cuenta cuánto ignoramos ese mundo. Veía cómo colegas presuponían todo, hablaban de clientelismo y de una clase que prácticamente lo único que hace es sobrevivir y no tiene ninguna capacidad de simbolización».
–Y, ¿cómo debemos definirla?
–Uno puede definir la pobreza por la imposibilidad de satisfacer determinadas necesidades. Pero no es una caracterización completa. Un sujeto social es más que su posición en la distribución de ingresos, y eso tiene que ver con lo que el sujeto vive, percibe o actúa respecto de su propia situación.
–Una pregunta recurrente es por qué no se puede erradicar. Por ejemplo, qué pasó durante los gobiernos kirchneristas en los que se produjo una redistribución de la renta.
–Lo que debemos tener en cuenta es que todo lo que mejoró durante la etapa del kirchnerismo solamente sirvió para que las cosas volvieran al nivel de 1997, porque la caída desde ese año al 2001 fue tan grande que al kirchnerismo le llevó siete u ocho años de crecimiento constante y distribución del ingreso para alcanzar esos porcentajes. A esto agregale que los niveles del 97 ya eran niveles que venían del crecimiento de la pobreza de los 80. Es decir, para el 2010 tenés una sociedad con un tipo de empleo precario, y también una disconformidad estructural, porque la gente se comparaba con diez años antes, veinte años antes.
Comedores. Los chicos almuerzan y se llevan la vianda para sus padres. (Horacio Paone)
Ferraudi Curto. «Las figuras de la pobreza suelen aparecer como amenazantes.»
Semán. «Un sujeto social es más que su posición en la distribución de ingresos.»
–Retomo la pregunta inicial. ¿Cómo definir entonces la pobreza?
–Caracterizar a un sujeto solo por el dato del ingreso es reducir su subjetividad a la carencia. Los sujetos que son pobres según la distribución de ingresos y que son simbólicamente desvalorizados, igualmente tienen formas de construir su propia situación, aun con posibilidades subordinadas dentro del universo simbólico, aun cuando no pueden nombrarse a sí mismos por completo ni las formas en las que se nombran son valorizadas por los otros en la sociedad.
Escuelas y hospitales
«Es duro. Uno escucha esas cosas y es difícil, porque te duelen, y las pueden escuchar los chicos».
Ángela señala la televisión. Unas semanas antes la gobernadora María Eugenia Vidal se había preguntado durante un acto si era justo «llenar la provincia de universidades públicas cuando nadie que nace en la pobreza llega a la universidad». Ángela recuerda la frase, y lo que le preocupa es eso, que sus hijos lleguen a escucharla en la televisión.
El barrio de Ángela está cerca de una universidad. El barrio de Ángela también tiene cuatro escuelas. Tiene cuatro escuelas y una «con ascensor donde los chicos comen bien». Pero, aunque está a la vuelta de su casa, Ángela no manda ahí a sus chicos. «Solo entran los hijos de los políticos del municipio, o los que tienen algún contacto», explica.
En el barrio de Ángela también hay un hospital municipal. Pero ahí tampoco los quieren atender. «Cuando llevé al nene (sufre de hipoacusia) me dijeron que el hospital no nos correspondía por el domicilio. Tuve que ir varias veces hasta que lo terminaron atendiendo». Su suegro no tuvo la misma suerte. Hace unos meses se lastimó una uña del pie con una baldosa. Lo llevaron entonces a una salita, donde les dijeron que no era nada. Pero pasaron los días y la herida no cicatrizaba. Volvieron. La respuesta fue la misma.
El suegro de Ángela sufre diabetes, estuvo una semana con la herida abierta. Cuando llegó al Hospital de Agudos Eva Perón los médicos les dieron su diagnóstico: la única solución a esa altura era amputarle el dedo.
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Cecilia Ferraudi Curto es socióloga e investigadora del Conicet. Lleva años recorriendo los barrios del Conurbano para analizar las formas de articulación política que se fueron tejiendo después de la crisis de 2001. Sus incursiones etnográficas han dado un fecundo trabajo, numerosos ensayos y libros entre los que se puede citar Lucha y papeles en una organización piquetera del sur del Gran Buenos Aires. En su opinión, la pobreza constituye un fenómeno que ha asumido distintas formas a lo largo de las últimas décadas. Pero también resulta importante los modos que los medios y los discursos públicos han construido para percibirla: «Cada vez más hay diferentes figuras de la pobreza que suelen aparecer expuestas en los discursos mediáticos y sociales como alteridades amenazantes de la que debemos alejarnos lo más posible, en un contexto donde la inestabilidad define muchas posiciones sociales».
Para Ferraudi, sin embargo, el fenómeno nada tiene que ver con las posibilidades de una mayor conflictividad social. O, lo que es más preciso, un contexto de fragmentación económica y social no necesariamente debe traducirse en formas de movilización: «Creo que lo primero sería preguntarse por qué esperamos que se movilicen, qué supuestos tenemos sobre los sectores populares y su accionar. No hay que perder de vista que el deterioro de las condiciones de vida no es reciente y que el gobierno se ha mantenido atento a la cuestión social, como así también la negatividad de la figura del “pobre” en el discurso público. En un contexto signado por la meritocracia, muchos se esfuerzan por desmarcarse de ese estigma».
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–La merienda la servimos todos los días, y dos veces a la semana les damos de comer. En realidad, les armamos una vianda. Antes venían, pero ahora los nenes se llevan la comida –cuenta Pitu.
–¿Por qué?
–Porque a los grandes les da vergüenza venir a comer.
Ajustados
Germán es el carnicero. Tiene un pequeño local en el centro del barrio, al que solo se llega por un camino de tierra. Es lunes y llueve. La carnicería de Germán está vacía. Pero, aclara, no es porque esté inundado.
–Bajaron muchos las ventas –se queja, mientras repite los números de una economía que imponen otros y que ya parece no discriminar por barrio. Los precios son prácticamente los mismos que pueden encontrarse en un local del centro de la capital.
–Y lo primero que deja de comer la gente es la carne… –suspira.
Y no es sólo la caída de las ventas lo que sufrió Germán durante el último tiempo, dicen los vecinos. Su hijo murió hace tan solo unos meses. Fue tras una larga tormenta. El techo de su casa era de chapa, y estaba lleno de electricidad. La descarga, cuentan, duró varios minutos.
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En América Latina existen diversos estudios que muestran que existe una relación inversa entre el nivel socioeconómico y las tasas de mortalidad. Frente a ello, el sociólogo y especialista en estudios demográficos Hernán Manzelli se hizo otra pregunta: qué pasa con la educación. ¿Es posible caracterizar un vínculo entre el nivel educativo y los porcentajes de mortandad? Fue así como realizó un estudio, partiendo de los datos proporcionados por el Censo realizado en 2010.
Transformaciones. La pobreza asumió distintas formas en las últimas décadas. (Jorge Aloy)
Aunque difícilmente pueda establecerse una relación de determinación directa y la complejidad del problema exige tomar en cuenta diversos factores, los resultados del trabajo son abrumadores. Manzelli encontró que la tasa de mortalidad de varones jóvenes (25-29 años) con bajo nivel educativo es 7,6 veces la de sus pares con un mayor nivel de estudios. Según su análisis, la mortalidad entre personas con un nivel educativo entre 8 y 12 años al menos duplicaba en 2010 la del grupo con niveles más elevados. Esta diferencia se acentuaba aún más en la población más joven, alcanzando su máximo entre los varones con escasa instrucción, donde la tasa de mortalidad por accidentes y violencia es mayor.
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–A esta hora, antes, transitaba mucha gente por acá, porque era la salida de la fábrica.
Nicolás tiene unos 20 años y una sonrisa que le cubre toda la cara. La fábrica de la cual habla es Pepsico, la productora de bebidas y alimentos que en junio del año pasado decidió cerrar su planta de Florida dejando a unas 600 personas sin trabajo. La mayoría era del Barrio de Las Flores. Pero no es el único caso. Los carteles de alquiler inundan las manzanas raídas de galpones cerrados y sin gente, que se abren a ambos lados de la avenida. Según cuentan Nicolás y Pitu, la única salida que están encontrando los vecinos es trabajar en Uber.
–Por lo menos, los que tienen un auto. Pero, como siempre, son las mujeres las que salen a bancar la casa, vendiendo pan casero o haciendo rosquitas –relatan ambos mientras comparten un cigarrillo. Afuera, un sol blanco se esfuerza por salir haciendo frente a la tarde fría y árida. Y, entonces, como anticipándose a cualquier juicio, Pitu lanza con una voz taciturna y un escepticismo seco: «Estuvimos mejor, pero creo que se podría haber hecho más. Al fin de cuentas en el fondo nada cambió».